miércoles, 25 de mayo de 2016

LEER "EL FINAL DEL DESFILE", ES COMO SUBIR UN OCHO MIL

De repente, de una forma inopinada hasta ese momento, con el reloj en una mano y la calculadora en la otra, nos damos cuenta, cerca ya de cumplir la cita ineludible con el medio siglo, que nos queda menos tiempo por vivir que el que ya hemos vivido. E igualmente, de forma no prevista, siendo ese descubrimiento no otro que lo que significa ser adultos, nos tienta el querer ser felices como niños. Así de aturdidos damos un salto de gigante, y creyendo ir para atrás nos hacemos, sin quererlo, anticipadamente viejos.

"El final del desfile" es una novela, en el pleno sentido de lo anterior, para adultos. No para viejos, ni para niños. Es radicalmente, y en toda su crudeza y complejidad, una novela para lectores adultos. Ese breve lapsus de lucidez que nos concede la vida, entre las arrebatadas fiebres infantiles y juveniles, y el chocheo senil. Para entenderla, para aproximarnos humildemente a su misterio. Por ello tiene todos los ingredientes que la convierten en una de las cimas de la literatura. En un Ocho Mil, por concebir en términos alpinistas el esfuerzo que hay que hacer al leerla. Tiene las palabras, todas las palabras, para que no quede ningún rincón y ninguna arista sin ser auscultados con toda minuciosidad. Y tiene los personajes que esas palabras forman y conforman, y que se alojan en lo mas oscuro de esos rincones y en lo mas empinado y áspero de esas aristas. A los que hay que seguir, rincón a rincón, arista a arista, con todos los sentidos puestos encima de lo que nos dice ese impagable sherpa, o narrador, que nos guía en la dura y asfixiante ascensión.

Ya sin cronómetro y calculadora, a pleno pulmón, con el corazón abierto y el cerebro despejado, ¿cómo no reconocer en nuestra propia experiencia la maldad endiablada que anida en el alma refinada de Silvia Tietjens? ¿Cómo nos puede pasar desapercibido el lento proceso de momificación de su marido y su cuñado? ¿Y qué decir de esos seres, que me gustarían que fuesen angelicales, Valentine Vannop y Maria Leonie, pero que indefectiblemente colaboran sin querer, o queriendo, en la maldad de la una y en la momificación de los otros? Como toda esa tropa de subordinados, inevitable y necesaria carne de cañón de las tenebrosas y perversas cuitas entre malvados y momias, que tanto me levantan la ternura como me sumergen en la mas angustiosa e impotente desesperación. Y fluyendo entre todos ellos, como en retirada o bajo el efecto guadiana, la influencia sutil del veneno del general Campion.

Con mucho tino el narrador nos describe la vida en las trincheras y en la retaguardia. La guerra no la vemos. Como ahora mismo, todos chapoteamos cada día en la trinchera que nos ha tocado, pero no vemos la guerra que tenemos encima. Ni la carne de cañón que somos. Ni la ceguera que padecemos. Todo eso que nos sujeta y nos obliga, y que, también, marcará nuestro destino. Y en la retaguardia, un avispero de viejos y roñosos aristócratas del siglo XX que se acaba, en pugna feroz y a muerte con los oportunistas que se pondrán al frente del nuevo siglo XXI que comienza. En fin, la vida adulta. Fiel a ella misma, siglo a siglo, generación a generación.

Con vana ilusión querríamos leer esta novela desde ese lugar amable, al menos, donde pudiéramos quedar al amparo de su pesada, negra y desolada influencia. Pero me temo que, con "El final del desfile", va a ser que no. Ese lugar no existe. Aún así, no desaprovechemos la ocasión de aprender todo lo que podamos con su lectura. Tiempo habrá, mas pronto que tarde, de volver a leer y a mirar el mundo como cuando entonces.