viernes, 6 de mayo de 2016

LEER ES PONER A TRABAJAR NUESTRA IMAGINACIÓN

Lo primero que tendremos que discernir es saber si el narrador toma la palabra para contar la historia de una familia concreta, ya que siente la necesidad, porque cree que es justo, de salvar su memoria del olvido ante los lectores. O si toma la palabra, como consecuencia de un arrebato de su imaginación plasmado, a mi modo de ver, en la forma de un gran lienzo, para contarnos mediante los hechos de una familia cualquiera - que casualmente conoce bien - una evocación de que lo que somos los seres humanos de siempre, inmersos en el inexorable paso del tiempo. Según lo que discernamos, los Buddenbrook serán una familia ubicada cabalmente dentro de las coordenadas del espacio y el tiempo que les tocó vivir. Es decir, estaríamos ante una familia histórica o de época. Y deberíamos explicar a los otros lectores, entonces, que interés literario y poético puede tener eso para nosotros. O los Buddenbrook son un pretexto con rostro de un pasado, que podría haber sido cualquier pasado independientemente de su lejanía, para hablar del verdadero rostro del presente, de cualquier presente. Por supuesto, cien años más tarde de haber sido escrita la novela, también del nuestro. 

Sin este ejercicio previo de discernimiento será difícil que con nuestra lectura vayamos más lejos del consabido me gusta o no me gusta. Me aburre o no me aburre. Lo que quiero decir es que sin ese trabajo, a su vez, de nuestra imaginación, que se corresponde con el que ha hecho antes el autor al crear el narrador que conduce y manda sobre la novela, será difícil que adquiramos la condición de lectores que no sólo leen en silencio y soledad, y que nos aburrimos o no, sino que, por mor de nuestra propia imaginación, nos vemos impelidos y necesitados de decir a los demás lectores el fundamento razonado sobre lo que hemos leído.

Aunque tiene forma de folletin por entregas, la historia está exenta de suspense, y lo importante, por tanto, no está en el argumento. He elegido el lienzo, o la tela, o el muro, como la imagen que acoge la historia de los Buddenbrook, porque representa con acierto la ocultación en él del misterio de sus vidas. Y porque también permite la mirada de su reconocimiento dependiendo del ángulo de la luz que le proporcione al lector su estado de ánimo al leer. El narrador lo va desvelando a base de trazos y golpes de efecto, unos con sorna e ironía y otros de una gran resonancia poética, unos desarrollados con todo detalle y otros simplemente insinuados, pero ajenos todos ellos a las normas de cumplimiento y exactitud del devenir de los datos históricos, y a sus imposiciones morales. No hace falta insistir que los Buddenbrook, para decirlo con precisión, son los Buddenbrook de este narrador, y también de los lectores mientras leemos. Un narrador que todavía no sé si participa en la historia o todo lo cuenta desde fuera de ella. Y que lo que les ocurre a esta familia sucede en el momento en el que lo leemos, por obra y gracia del lenguaje que utiliza el narrador y de su manera de incorporarlo a lo que nos cuenta.

Cualquier imagen es válida, siempre que sea un ejercicio honesto de nuestra imaginación. De lo que de trata con ello es de superar, como dice Berger (el cuaderno de Bento), la perturbación que nos producen al leer las distancias temporales y espaciales, que al no saber como afrontarlas se acaban convirtiendo en acomodo y pasividad lectoras. La única forma de superar esas distancias, la única manera de conectar nuestro presente con el pasado o con el futuro es, lo repito, mediante el trabajo de nuestra imaginación. Disfrutando así plenamente de la cercanía de la intimidad, en que se convierte la lectura de los éxitos y fracasos de esta familia alemana de comerciantes decimonónicos.