En fin, el dilema no es: leer o no leer, para luego escribir o no escribir sobre lo leído. Ese dilema es, de suyo, estéril. O es un dilema, en todo caso, de quienes hacen turismo con las palabras. Tengo que leer y escribir sobre lo leído porque, si no lo hago, les estoy sustrayendo a los otros lectores que me acompañan aspectos o matices de lo que va siendo mi experiencia con la lectura, que pueden ser de un interés compartido (pensar lo contrario equivale a tener que interrogarse sobre lo que hace uno leyendo entre otros lectores). Ese es el pacto de responsabilidad que se adquiere al leer en compañía. O como también digo, llegar a la cita con los deberes hechos. No con los deberes bien hechos, ni impecablemente bien presentados, ni para obtener una mejor nota. Esa cita no es una cita académica, cierto, pero tampoco lo es de una peña futbolística, ni una cita televisiva o radiofónica. Es un tiempo de intercambio, sereno y meditado, del trabajo que cada lector ha hecho con su lectura, donde tener razón es una cosa de pobres y hacerse entender lo es de gigantes.
Por asociación, me acuerdo de eso que dice Shakespeare en Macbeth: “La vida no es más que una sombra andante, jugador deficiente, que apuntala y realza su hora en el escenario y después ya no se escucha más. Es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, y que no significa nada.” Es el uso que sea capaz de hacer de la ironía, algo por otro lado bastante escurridizo, lo que mejor me puede ayudar a colocarme delante del narrador de “El final del desfile”. Ironía, no para reírme de lo que me cuenta como si fuese un idiota o un plasta de principios del siglo pasado, sino para poder llegar a tomármelo en serio hoy, como él intuyo que pretende. Para que todo ese ruido y toda esa furia que se avecina, no acabe por devorarme, o desanimarme, lo que me obligaría, para evitarlo, a tener que tirar la toalla, amenaza siempre presente hasta que no consiga mirar cara a cara al narrador y a lo que me cuenta. Hasta que me haga, no con el relato, sino al relato.
Por asociación, me acuerdo de eso que dice Shakespeare en Macbeth: “La vida no es más que una sombra andante, jugador deficiente, que apuntala y realza su hora en el escenario y después ya no se escucha más. Es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, y que no significa nada.” Es el uso que sea capaz de hacer de la ironía, algo por otro lado bastante escurridizo, lo que mejor me puede ayudar a colocarme delante del narrador de “El final del desfile”. Ironía, no para reírme de lo que me cuenta como si fuese un idiota o un plasta de principios del siglo pasado, sino para poder llegar a tomármelo en serio hoy, como él intuyo que pretende. Para que todo ese ruido y toda esa furia que se avecina, no acabe por devorarme, o desanimarme, lo que me obligaría, para evitarlo, a tener que tirar la toalla, amenaza siempre presente hasta que no consiga mirar cara a cara al narrador y a lo que me cuenta. Hasta que me haga, no con el relato, sino al relato.