martes, 12 de abril de 2016

MARTIN EDEN, de Jack London

Como todo ser vivo Martin Eden es un vividor, es decir, vive la vida que tiene, mejor dicho, la vida que le dejan tener. Pero, también, Martín Edén es un ser hablante, es decir, usa las palabras para poder ganarse la vida que vive. Es marinero. Es un buen experto en asuntos del mar. Ese mundo. Pero como todo ser vivo y hablante tiene alma o conciencia, tiene sentimientos, se da cuenta de hasta donde llegan las palabras con las que habla mientras trabaja, mientras vive. Un día entra en una casa y descubre que hay muchos libros, él que no conoce casi nada del mundo que hay en los libros. Y, también, conoce a una mujer, Ruth, él que ha conocido a tantas mujeres. Sin darnos cuenta con ese puñado de páginas ya estamos metidos de lleno en el volcán mas grande y mas poderosos en el que se pueda meter un ser vivo hablante, con alma y sentimientos. Ahí dentro se encuentran, bullendo a pleno rendimiento, las palabras de la vida, las palabras de la literatura, la mujer (o el hombre) de la vida o de nuestra vida, la mujer (o el hombre) de nuestros sueños. 

Si nos fijamos, lo que le ocurre a Martin Eden es, ni mas ni menos, lo que a todos esos expertos en salud, en levantar edificios y puentes, expertos en leyes, en proporcionar información, en que la injusticia no sea del todo insoportable, en dar una adecuada imagen, en pedagogía, etc. que acuden a las aulas de creación literaria de las universidades europeas y norteamericanas porque necesitan cambiar la perspectiva de su lenguaje, ya que el de su profesión se les ha quedado alicorto. 

Escuchemos con atención, con devoción me atrevería a decir, algunas de las primeras palabras del personaje de Martin Eden, de la mano de ese portento de narrador en tercera persona, el mismo que reclama nuestra presencia desde la primera línea del relato:

“Abrió la puerta con una llave y entró, seguido de un joven que se quitó torpemente la gorra. Su rudo atuendo evocaba el mar, y era obvio que no estaba en su elemento en aquel espacioso vestíbulo. No sabía qué hacer con la gorra, e iba a guardarla en el bolsillo del abrigo cuando el otro se la cogió. Lo hizo en silencio, con naturalidad, y el joven se lo agradeció.
‘El se hace cargo – pensó -. Me echará una mano’.
Siguió a su compañero balanceándose los hombros y con las piernas muy separadas, como si pisara la cubierta de un barco que cabecease(...)

Cuando le rodeaba era desconocido, le intimidaba lo que pudiera ocurrir, ignoraba cómo debía comportarse, consciente de que andaba y se desenvolvía con torpeza, temeroso de que todo su ser reflejaba la misma falta de refinamiento. Era extremadamente sensible y muy tímido, y la mirada divertida que el otro le dirigió, disimuladamente, por encima de la carta pareció clavarse en él como una puñalada. Vio la mirada, pero no lo exorcizó, pues entre las cosas que había aprendido estaba la disciplina. Se maldijo por haber ido, y al mismo tiempo tomó la decisión de que ocurriera lo que ocurriera, seguía adelante. (...)

Un oleo llamó poderosamente su atención: un fuerte oleaje azotaba con violencia las rocas, nubes amenazadoras cubrían el cielo, y, mas allá de la línea de las olas, una goleta - ciñendo a rabiar, tan escorada que podían verse todos los detalles de su cubierta - se recortaba sobre el cielo tormentoso del crepúsculo. Era un cuadro precioso, y se sintió fascinado por él. Olvidó su andar desmañado y se acercó a dos pasos. (...)

Mientras su amigo leía la carta, vio los libros sobre la mesa. En sus ojos brilló la misma avidez que en los de un hombre hambriento ante la comida. Una impetuosa zancada, acompañada del balanceo de sus hombros, le llevó hasta la mesa, donde empezó a tocar los libros con cariño. Miró títulos y los autores, leyó algunos fragmentos, acarició los volúmenes con los ojos y con las manos, y sólo reconoció uno que ya hubiera leído. Los demás escritores y las demás obras le resultaban desconocidas. (...)

Se enfrascó nuevamente en el texto. No se dio cuenta de que una joven había entrado en la habitación. De pronto oyó decir a Arthur:
- Ruth, te presento al señor Eden.
Cerró el libro con el dedo índice entre sus páginas y se dio la vuelta emocionado (quien no se siente así cuando nos reconocen por primera vez, fuera del ámbito doméstico en que nos movemos, y del que aspiramos a salir), no por la presencia de la joven, sino por las palabras de su hermano. Aquel cuerpo musculoso escondía una masa de vibrante sensibilidad. Bastaba la más pequeña conmoción del mundo exterior sobre su conciencia para que sus pensamientos, simpatías y emociones se inflaran. Era extraordinariamente receptivo e impresionable, y su desbordante imaginación no dejaba nunca de establecer comparaciones (...) Y entonces se dio la vuelta y vio a la joven. Todos sus fantasmas se desvanecieron al contemplarla. Era una criatura pálida, éterea, de grandes y espirituales ojos azules y abundante cabellera dorada. Lo único que supo de su vestido fue que era maravilloso como ellaLa comparó con una flor  de oro pálido sobre un tallo muy fino. No, era un espíritu, una divinidad, una diosa, una belleza tan sublime no podía ser terrena. O quizá los libros tuvieran razón, y hubiera muchas mujers como ella entre la clase alta". 

Uff, qué adjetivos, qué imágenes a servicio de fijar este instante, en el que el alma del protagonista tiembla y bulle sin contención, para que el lector lo pueda ver y sentir al mismo tiempo, para que lo pueda compartir, uff que narrador.

Si yo tuviese que narrar la experiencia de un lector bisoño no me alejaría, en lo que tienen de significativo y de constante, de las palabras anteriores del narrador de Martin Eden. Rudeza en la forma de expresar lo que ha leído y sensación constante por mi parte de que el nuevo lector se encuentra como un elefante en una cacharrería ante lo que los demás lectores van hablando y, sobre todo, ante las preguntas que se vuelcan sobre la mesa. Pero, también, es justo destacar esos momentos de esplendor y de lucidez donde el nuevo lector, al igual que Martin Eden frente al cuadro y los libros que desconoce, endereza su hablar técnico desmañado y, sobreponiéndose a su falta de refinamiento narrativo, hablando a dos pasos deja ver toda la fuerza de la sensibilidad que lleva dentro. Todo su potencial creativo.

No hace falta insistir en que Martín Eden, antes de entrar en la casa donde se encuentra con los libros que desconoce, también sabe. Pero lo que sabe - que es lo propio de todo ser vivo y hablante, y experto en algo para ganarse la vida - no le va a servir de nada para entender lo que dicen esos libros que desconoce. De esto también se da cuenta Martin Eden desde el principio. Sería deseable que, junto a lo que nos diga el narrador, fuese la guía principal de la lectura de quienes lo acompañemos en su aventura. Que, sin lugar a dudas, será también la nuestra.