sábado, 9 de abril de 2016

EL HOMBRE QUE AMABA AL PRÓJIMO, un cuento de Virginia Woolf

Tuve que leer el relato tres veces hasta darme cuenta de la importancia significativa que tienen las primeras palabras del narrador. Unas primeras palabras que eran las últimas, aunque eso lo supe cuando acabé de leerlo. Son importantes porque se dirigen a la conciencia y sentimentalidad del lector, es decir, a su capacidad de darles cobijo ahí en su seno (no se dirigen a su necesidad de consumirlas convulsivamente o de forma rutinaria). Y son significativas porque determinan con su forma de presentarse el lugar de esa conciencia y esa sentimentalidad desde el que tengo que oírlas. Y también las condiciones de posibilidad de lo que el lector pueda llegar a decir sobre lo que haga con ellas y sobre lo que ellas hagan con el lector. El problema es que todo esto es explícito solo en el momento que yo lo digo, y solo me sirve a mi, para vivir, para sobrevivir, para poder percibir el mundo, pero nunca debe ser usado por los otros lectores como un manual de instrucciones. Aquí radica, pienso yo, el peligro que existe al sacar momentáneamente a la luz lo que ha estado y debe seguir estando oculto. La importancia significativa que tienen esas primeras palabras del cuento de Woolf es implícita, solo la experiencia de cada lector puede hacerla explícita ante los otros lectores. Pero solo cada lector, uno a uno, sabe que naturaleza y dimensión tiene el alojamiento de esas palabras en su conciencia y sentimentalidad. Sin este trabajo previo, arduo, duro, exigente por parte del lector, el cuento de doña Virginia no tiene el más mínimo interés.

El no saber cuál es el lugar desde donde se lee no implica que el lector, presionado porque tiene que decir algo, no lo haga desde el estrado de juez que el mismo se ha nombrado sin tener que opositar. Sin sonrojarse lo más mínimo, juzga y sentencia. O lo que es lo mismo, el susodicho lector tiene también su manual de instrucciones para cada caso. Cuando las palabras de los lectores entran en este fango, su lectura se atasca, y es muy difícil salir de ahí.  Para tal eventialidad recuerdo las palabras que Albert Camus pronunció en el discurso de recibimiento del premio Nobel: "No podemos mentir sobre los que sabemos, y debemos aguantar esa presión". Aunque puedan producir estupor, frases como ésta me parecen un efectivo disolvente contra todos los manuales de instrucciones, que pretendan salir a la palestra con ánimo de quedarse para aleccionar. 

Prickett Ellis (el militante fanático),
"Se veía en el papel de sabio y tolerante servidor de la humanidad. Y sentía deseos de repetir esas frases en voz alta. Era desagradable que la conciencia de su bondad hirviera en su fuero interno. Era todavía más desagradable que a nadie pudiera decir lo que la gente había dicho de él. Gracias a Dios, repetía una y otra vez, mañana volveré a emprender mi trabajo; pero, a pesar de esto, ya no podía quedar satisfecho con el  hecho de coger la puerta e irse a casa. Tenía que quedarse hasta haberse justificado. Pero, ¿cómo iba a justificarse? En aquella estancia rebosante de gente, no conocía a nadie con quien pudiera hablar".


La señorita O'Keefe (la esteta convulsa)
"no tenía palabras con que expresar el horror que la historia provocó en ella. En primer lugar, la vanidad de Prickett Ellis; en segundo lugar, la manera indecente con que hablaba de los humanos sentimientos; era una blasfemia; nadie en el mundo tenía derecho a contar una historia a fin de demostrar que amaba al prójimo. Sin embargo, mientras Prickett Ellis habló - del viejo en pie y erguido pronunciando su discursito -, las lágrimas acudieron a los ojos de la señorita O'Keefe; ¡ah, si alguien le hubiera dicho aquello a ella!, pero, a pesar de todo, la señorita O'Keefe pensó que era precisamente esto lo que condenaba irremediablemente a la humanidad; la gente nunca llegaría más allá, siempre habría Brunners soltando discursos a Prickett Ellis, y los Prickett Ellis estaría siempre diciendo lo mucho que aman al prójimo; siempre serían perezosos, transigentes y temerosos de la belleza. De ahí nacen la revoluciones; de la pereza y el temor y este amor a las escenas conmovedoras".

Son dos presencias en el cuento que pueden producir un tumultuoso escándalo en el lector poco habituado a conversaciones como la que aquellos mantienen, una vez que han abandonado el escenario del teatro de las apariencias donde vive Richard Dalloway (el anfitrión apaciguador), que los ha presentado en la página anterior.

Cara a cara, y a la intemperie, fuera del calor protector de la fiesta, Ellis y O'Keefe se enfrentan a la experiencia de su propio desgaste y deterioro. De su propio fracaso. Y si el lector está bien colocado desde el principio de su lectura no puede evitar hacer lo mismo. Ellis y O'Keefe que se creen guais, más solidarios y lúcidos que cualquiera de los que se han quedado dentro en la fiesta, comprueban mientras intercambian sus palabras que no son nadie. Se dan cuenta del papel anestesiador del grupo, del clan, de la familia, en fin, del rebaño, que sigue a su ji ji ja ja en la fiesta que ha organizado Dalloway. ¿Qué hace el lector, que la pericia del narrador lo ha sacado también de la fiesta, ante la conversación que mantienen Ellis y O'Keefe en la última página del cuento? ¿Llamarles cínicos, estúpidos, arrogantes, elititistas,...? "Los dos eran muy desdichados", dice el narrador a punto de concluir el cuento. Desdichados como todos los que aparentan creer en el éxito de sus vidas, es decir, como todos los que no quieren aprender a ser mortales. 


La frase de Camus embrida, entonces, de forma inesperada a las tres almas perdidas que protagonizan esa última página: Ellis, O'Keefe y el lector. No podéis mentir sobre lo que sabéis. Tened valor y coraje para aguantar su presión. Desprenderos del miedo que no podéis administrar. No huyáis. Y, sobre todo, no volváis a la fiesta que organiza Richard Dalloway.