sábado, 16 de abril de 2016

CONSECUENCIAS DE LA ENFERMEDAD DE LEER Y ESCRIBIR DE "MARTIN EDEN"

Normalmente, en nuestra vida cotidiana, ¿reaccionamos ante lo que no sabemos o ante los que no saben como nosotros? Yo creo que mas bien lo segundo. Ruth Morse es de esta estirpe de reaccionarios (última acepción en el diccionario de María Moliner). Y es que la  señorita Morse vive muy bien como vive. Representa cabalmente a lo establecido. Igualmente establecido en su vida, el lector se siente seducido desde el principio por las peripecias literarias de Martín Eden, claro está, sin dejar de ser lo que es en su vida, como Ruth Morse. Preguntémonos  rápido, ¿para qué nos sirve, a unos adultos de hoy con sus palabras gastadas e, incluso, manchadas, leer el descubrimiento entusiasta de las palabras nuevas y brillantes de los libros por parte de un veinteañero de ayer? Es inevitable leer buena parte de esta novela con el corazón partido y el cerebro a la deriva? Leer como el veinteañero de ayer, ¿qué bien otra vez, o, qué pereza? Leer como el adulto de hoy: ¿qué pereza, o, qué miedo? Este es el principal conflicto, a mi modo de ver, al que nos tenemos que enfrentar en la lectura de la novela "Martin Eden". Un conflicto que no es otro que el que mantienen las palabras de la vida con las palabras de la literatura. Y al revés. Es el conflicto de nuestro ser con el tiempo. O mejor dicho, el conflicto de nuestra forma de ser con el paso del tiempo.

Martín Eden comete el típico, e inevitable, error de quien quiere entrar por primera vez en el mundo de la ficción: pensar la literatura antes que su vida, es decir, antes que su experiencia. Leamos de nuevo el párrafo que puso Marga en el último Taller de Lectura. Son unas palabras que cobran toda la fuerza de su premonitoria significación, a medida que nos acercamos al final de la novela. Es como si el narrador nos dijese: este párrafo representa a un corazón enfermo mediante el que late toda la novela, lo demás es para que veáis hasta donde alcanzan sus latidos, quienes son los damnificados de la letal epidemia que lo acompaña: la enfermedad de leer y escribir de su protagonista, y las consecuencias de hacerlo así. Y si lo primero tiene que ver con lo segundo.

"Los libros tenían razón. Existían esa clase de mujeres. La hermana de Arthur era una de ellas. Parecía dar alas a su imaginación, y ante él aparecieron, algo difuminados, unos lienzos enormes y luminosos con gigantescas escenas de lances amorosos y heroicas hazañas en honor de una mujer...de una mujer pálida, una flor de oro. Y a través de aquella visión temblorosa y palpitante, como si fuera un espejo mágico, contemplaba a la mujer de carne y hueso, allí sentada, hablando de literatura y de arte. También escuchaba sus palabras, pero la contemplaba sin percatarse de la intensidad de su mirada o del hecho de que sus ojos reflejaran cuanto había de esencialmente masculino en él. Y, aunque ella apenas conociera el mundo de los hombres, al ser mujer, fue consciente de su expresión apasionada. Ningún hombre la había mirado de ese modo, y se sintió turbada. Tartamudeó y se detuvo en medio de una frase. Perdió el hilo de sus razonamientos. Él la asustaba, y al mismo tiempo era extrañamente agradable que la miraran así. Su educación la advertía del peligro y de lo equívoco, sutil y misterioso de aquella atracción; mientras que sus instintos corrían indomables, empujándola a olvidar linaje, clase social y respetabilidad por aquel viajero de otro mundo, por aquel joven tosco e inculto con heridas en las manos y una línea roja bajo el cuello almidonado, indudablemente marcado y degradado por una existencia grosera. Ella era pura, y su pureza se rebelaba; pero era una mujer, y estaba empezando a comprender las paradojas de serlo."

Martin Eden no piensa, no se pone en el lugar de su propia experiencia de marinero, que es también la experiencia vivida por otros que le han impresionado en sus singladuras marinas. Le da la espalda, se avergüenza, abomina de ella. Le pesa mucho y prefiere la ingravidez de lo que cuentan las palabras bellas de los libros que ha descubierto. ¿Con qué mejor podría contrastar sus lecturas? ¿Qué otra cosa podría contar sino lo que es suyo y lo que realmente le importa o ha importado mucho? Ahí residiría la singularidad, la originalidad (que será siempre una consecuencia, nunca un fin) y la fuerza de su escritura, no en darle la razón a los libros, ni en resolver literariamente un acertijo técnico. Las preguntas no interpelan a Martin Eden, pues solo tiene veinte años, las preguntas interpelan al lector adulto que lo esta leyendo. Martin Eden piensa en la lectura y la escritura como medio de alcanzar el estatus que lo haga digno de Ruth. Da la espalda a su vida, a su experiencia, por llegar a vivir en el mundo de Ruth que ha leído en los libros. Sin embargo, irá descubriendo algo terrible para el futuro de sus sueños: el modo en que, en ese mundo de Ruth Morse que él imagina lleno de personas inteligentes con pensamientos limpios, los libros sólo son un adorno, puro adorno, sin ninguna función de uso, emblema de estatus, marcas de distinción, signos de complicidad y exclusión. Los libros tienen razón si se leen desde la propia experiencia. Los libros tienen razón si nos damos cuenta de que - como nos advierte el genio de Kafka -"comprender la felicidad de que el suelo, sobre el que estas parado, no puede ser mas grande de lo que él cubren los dos pies". ¿Y si llegamos a los cincuenta años y no lo hemos comprendido todavía?

De manera distinta, también se lo espeta en la cara Russ Brissenden, un poeta  que se encuentra Martin Eden en casa de los Morse.  
“¡Maldita sean las editoriales! – fue la respuesta de Brissenden cuando Martin se ofreció a negociar en su nombre -. Ame la belleza por sí misma, y deje en paz las revistas. Vuelva a sus barcos y a su mar... ése es mi consejo Martin Eden. ¿Qué busca en las ciudades putrefactas y enfermas de los hombres? Se está perjudicando a sí mimso cada día que pasa en ellas intentando prostituir la belleza en aras de las necesidades de las revistas. ¿Cómo era su cita del otro día? Oh, sí, ‘el hombre, la última de las cosas efímeras’. Y ¿para qué quiere usted, la última de las cosas efímeras, la fama? Si la alcanzase, le envenenaría. Es usted demasiado sencillo, demasiado elemental, y también demasiado racional para prosperar en esa bazofia. Espero que no consiga vender una línea a las revistas. Sólo debemos doblegarnos ante la belleza. ¡Sírvala a ella, y al diablo con la multitud! ¡El éxito! ¿Qué demonios es el éxito sino lo que hay en su soneto sobre Stevenson, superior a la Aparición de Henley, o en su Ciclo del amor y en sus Poemas del mar?
        No se encuentra placer en lo que se logra sino en el proceso de lograrlo. No necesita decírmelo. Lo sé. Y usted también lo sabe. La belleza le hace daño. Es un dolor que no cesa, una herida que no cicatriza, un cuchillo que abrasa. ¿Por qué negociar con las revistas? Persiga la belleza. ¿Por qué convertir la belleza en oro? En cualquier caso, no puede, así que no tiene sentido que me enfade. Puede pasar mil años leyendo revistas y nunca encontrará algo que valga lo que un verso de Keats. Olvide fama y dinero, embárquese mañana y vuelva a su mar.
- No lo hago por fama, sino por el amor – se rio Martin -. El amor no parece tener lugar en su Cosmos; en el mío, la Belleza es sierva del Amor.
Brisseden le miró con lástima y con admiración".

Lo mismo que yo a estas alturas de mi lectura (pg. 299 y 300). Aunque yo en lugar de lástima diría preocupación por su destino. Que es preocupación por el mío propio como lector. Me quedan 100 páginas. Del Amor a los libros sale el Amor a Ruth Morse del que sale el Amor a la Belleza. En definitiva, ¿se puede  decir que el Amor de Martin Eden es el amor al propio Amor? ¿Cómo y qué ha leído alguien tan ciego de amor? ¿Sería fiable lo que dice o escribe sobre sus lecturas, por ejemplo, en nuestras tertulias? ¿Sucumbiría como lo hacen, a veces, “todos nuestros veinteañeros” que participan en esas mismas tertulias? Y si quiere dedicarse a escribir, ¿a parte de ese Amor, puede haber algo que le importe y que su importancia sea directamente proporcional al sentido que adquiera en su vida? ¿Se puede hablar en estos términos ante el itinerario literario de Martin Eden? ¿Si decidiéramos disculparlo, pues solo tiene veinte años, nos estaríamos disculpando a nosotros mismos? ¿O seguir el itinerario literario de Martin Eden nos ha servido para descubrir algo que no habíamos previsto, tal es el entusiasmo romántico o bohemio con que nos ha hipnotizado: la auténtica naturaleza de la enfermedad de leer (ese mito todavía tan arraigado) y los peligros que acarrea, cuando se dejan de tener veinte años? Quiero decir, y vuelvo al principio, los peligros de pensar la literatura y no la propia experiencia. Ante las dificultades, el cansancio o el miedo a la vida, refugiarse en una vida libresca, o, en el silencio, callando para siempre. Esas dos tentaciones tan acuciantes. Esas dos enfermedades crónicas. En fin.