Acabé de leer la novela de "Martin Eden", que acaba así: “Las manos y los pies empezaron a retorcerse y agitarse espasmódica, débilmente. Pero él los había engañado, y también a aquella voluntad de vivir que les empujaba a seguir luchando. Estaba a demasiada profundidad. Jamás podrían llevarle de nuevo a la superficie. Tenía la impresión de flotar lánguidamente en un mar de visiones. Le rodeaban colores y destellos luminosos que parecían embriagarle. ¿Qué era aquello? Parecía un faro, pero lo tenía dentro del cerebro...una luz deslumbradora, blanca y brillante. Su resplandor era cada vez mas cercano. Se oyó un ruido sordo y prolongado, y tuvo la sensación de caer rodando por una escalera enorme e interminable. Y al final de ella, en algún lugar, se sumió en la oscuridad. Eso lo supo. Se había sumido en la oscuridad. Y, en el instante mismo en que lo supo, dejó de saber.”
¿Cuantas golpes necesita el ser humano para vencer la fe incombustible en su infinitud, en su inmortalidad? ¿Cuantas, en fin, para convivir, sin abandonar la alegría de vivir, con la muerte? O todo o nada. O toda la vida o toda la muerte ¿Es impertinente tratar con tal disyuntiva? Los seres humanos habitamos abismos que nunca antes conocieron, ni conocerán, los dioses. ¿Por que insistimos en querer ser como ellos? ¿Es comprensible que sabiéndose inmortales, los dioses pongan todo el acento de sus acciones en la vida, su única certeza? ¿Por qué, sabiendo que somos mortales, no ponemos el foco de nuestra atención en nuestra única certeza, nuestra muerte? Para buscar el sentido de la vida dentro del misterio que acompaña a esa certeza. ¿Por qué nos cuesta tanto comprender que ser adulto no es otra cosa que aceptar a la muerte como una socia de la vida, esa parca que otorga valor al tiempo y medida al dolor y al amor? Aceptar la muerte como socia de la vida, en lugar de ir dejándonos morir, envueltos en los mil y un subterfugios que nos proporcionan la ciegas esperanzas de una vida, que no quiere saber nada de su muerte.
“Y la insignificancia iba aumentando de tamaño. Martin estaba sano, comía con regularidad, dormía muchas horas, y, sin embargo, aquella insignificancia empezaba a obsesionarle. Todo está escrito. Esa frase le atormentaba”.
Precisamente en su momento de máxima gloria, es decir, en el momento de máximo reconocimiento del público y cuando mas llena tiene la cuenta bancaria, Martin Eden se encuentra profunda e irremediablemente abatido. Todo está escrito o, ¿todo está por leer y escribir? Irrumpe con fuerza el fantasma de Bartleby y de todos los que dejan de escribir, o de crear. Prefiero no hacerlo, prefiero no leer, ni escribir más. ¿Por qué se ha quedado seco? ¿Por qué a los veinte años ya ve y sabe todo lo que los demás no conseguiremos vislumbrar ni en tres vidas que nos presten? ¿Exceso de vanidad o déficit de confianza? ¿O falta de voluntad y talento para, una vez que han pasado los veinte años, poder prestar atención a los acontecimientos que se relacionan con una existencia, que Eden se creía como la de los dioses, pero que empieza a percibir con los rasgos inequívocos y provisionales de su precariedad humana? ¿Hay sitio o lugar para Eden, entonces, entre la vida y la literatura? ¿Hay sitio para los lectores que lo hemos acompañado hasta su final?
O todo o nada. Amar la vida al margen de la pedagogía que proporciona la muerte, ¿es vida? Amar los libros sin prestar atención a su entendimiento, siempre misterioso y, por tanto, precario, ¿no es el camino mas corto para acabar odiándolos, para perder el criterio estético que tanto le ha costado alcanzar a Martin Eden?
“Ruth apoyó la cabeza en el hombro de Martin, presa del desaliento, y su cuerpo se estremeció. Él esperó un poco a que dijera algo y luego continuó.
- Y ahora quieres reanudar nuestro amor. Quieres que nos casemos. Me quieres a mí. Y, sin embargo, escúchame: si mis libros no hubieran tenido éxito, yo seguiría siendo lo que soy. Y tú no habrías venido. Son esos malditos libros.”
Poco antes de sumergirse en lo más hondo del mar Martin Eden vuelve a leer a aquel poeta poco delicado, Swinburne, que había leído por primera vez en casa de Ruth Morse, ese poeta que no era un gran poeta porque no ennoblecía las cosas. Recupera el mal gusto y se deja morir en el fondo del mar. Los libros, mejor dicho, la forma de tratar con los libros que ha tenido por primera vez a sus veinte años, ¿lo han llevado a la muerte? O no, ¿ha sido el inmundo sistema burgués? El mismo que protege legalmente su libertad de expresión. El mismo que posibilita publicar lo que escribe. El mismo que permite que sus textos, al fin y al cabo, sean mundialmente conocidos por millones de lectores. El mismo que le llena los bolsillos de dinero por la venta de sus libros. ¿Es ese sistema burgués el que ha acabado con todas sus esperanzas y sueños literarios, y de los otros?
¿Vanidad todo es vanidad? O, ¿prefiero no hacerlo?. O, ¿apártense que yo me apeo?. O, leer y escribir, después de los veinte, en este jodido e inmundo sistema burgués, ¿para qué? ¿Para conseguir otro sistema? O ¿para qué aparezcan otros lectores? O ¿ni para una cosa, ni para la otra? Pero, se conteste o no, se pueda contestar o no, la pregunta continúa. Es de las que siempre nos acompaña, como la muerte acompaña a la vida, como la vida acompaña a la literatura. Leer y escribir, ¿para qué?