jueves, 7 de abril de 2016

EL EXILIO IMPOSIBLE. STEFAN ZWEIG EN EL FIN DEL MUNDO, libro de George Prochnik

Estamos llegando juntos a ese final del camino que, en esta ocasión, de antemano todos sabemos. Lo saben los protagonistas, Stefan Zweig y su mujer Lotte, lo sabe el narrador de su exilio imposible, George Prochnick, y lo sé yo como lector. Todo acabará el domingo día 22 de febrero de 1942, en el dormitorio del domicilio que los Zweig han alquilado en la ciudad brasileña de Petróplis. Fin del camino que implica esa posada y una tumba. La lectura es parsimoniosa, como ha sido desde el principio. No hay prisa. Dos o tres páginas cada noche. 

Por la misma razón que calificamos a todo lo que hay antes la muerte con el sustantivo vida, y creemos, contra viento y marea, que esa vida consigue un equilibro irreductible solo quebrado por esa muerte, que nos parece ajena por lo que nos cuesta entender que alguien tome la decisión de anticiparse a ella. Pues si, como nos vanagloriamos sin cesar, somos dueños de nuestra vida, no es concebible, como sería lógico pensar, que lo podamos ser también de nuestra propia muerte. El suicido atenta directamente contra la línea de flotación de esa forma de concebir el mundo como la conjunción afirmativa de una serie de valores reunidos alrededor de algún eslogan o titular. Ayer, por ejemplo, la vida es un valle de lágrimas pero al final está la posibilidad de ganar el cielo, o como la concebía Zweig, según cuenta Prochnik, "el sueño de la unidad humana en la tierra y la capacidad del arte para inducir una trascendencia terrena, todas las aflicciones y partidismos mezquinos sublimados en un éxtasis estético", o como de forma mayoritaria se concibe hoy, la vida es un constante espectáculo para pasárselo bien, como la manera de ser y estar en el mundo bajo un único "imperativo" tan gaseoso como eludible, que alienta el dejar ser y dejar estar. En ningún caso se concibe la vida como un conjunto de fuerzas enfrentadas entre sí, sin orden ni concierto y de forma permanente, y sin capacidad alguna para alcanzar algún tipo de equilibrio. Zweig adoraba a Erasmo y Montaigne, pero maldecía a Lutero. Y tengo la sensación de que nunca leyó con detenimiento y determinación a Nietzsche, ni prestó la menor atención a la filosofía zen ni a Confucio. ¿Todavía era un europeo humanista pero con bigote imperial austro húngaro? Me lo hacen pensar las palabras del narrador Prochnik:
"Está claro que el suicidio de Stefan Zweig era inevitable desde hacía tiempo. Y para mí, el aspecto realmente angustioso de ese hecho no es su muerte, sino el hecho de que crease una situación en a que su joven esposa, a la que amaba profundamente, sintiera que no tenía otra elección que acompañarle. O quizá, para expresarlo mejor, hizo que decidiera seguirle. La muerte de Lotte es terrible. Y sobre su final se cierne aún un fondo de misterio. Porque las pruebas forense revelaron que ella no murió al mismo tiempo que Stefan. Cuando descubrieron los cuerpos, el suyo, a diferencia del de Stefan, todavía estaba caliente. Ella tomó el veneno después que él."

¿La fuerza de su amor por Lotte y la de su amor por cómo se imaginaba el mundo, y en concreto Europa, contra la fuerza de su impaciencia, al fin y al cabo, la que lo llevó a la tumba? De otra manera, ¿"el dolor no sólo de ser excluido, sino de saberse uno mismo agente de su propia exclusión"? ¿No es éste el dolor de quién se cree solo observador del mundo, y nunca se siente observado por ese mismo mundo? ¿No es el dolor, ademas de los impacientes, de los vanidosos? ¿No era lo que más molestaba a Musil de la literatura de Zweig? La vida del autor austriaco, tal y como la cuenta Prochnik, puede ser considerada como la fuente inspiradora de los buenistas actuales. Ergo, ¿por qué no aumenta el número de suicidios, si al final será, hoy como ayer, la fuerza de su impaciencia y vanidad la que acabará por afearlo y arruinarlo todo? ¿Por qué son más cínicos que Zweig o más ignorantes? ¿O por qué en un mundo globalizado, después de la experiencia de los grandes desastres que Zweig no llegó a conocer, es imposible el exilio tal y como lo vivió y sintió el austríaco, e imposible también el dolor inmenso que lo acompañó? ¿O por qué ya nadie se pregunta, cómo Zweig lo hizo durante toda su vida, "¿cuánta realidad podían soportar nuestros sueños en este mundo antes de quedar enfangados irremediablemente.?" En fin, o como dice Han, lo es ¿por qué somos todos irreversiblemente de vidrio?

Zweig lo idealizaba todo de forma absoluta. La Europa que dejó desangrándose y el Brasil colorista y lleno de naturaleza que lo recibió, haciendo caso omiso de que estuviera gobernado por un filo fascista italiano, Getulio Vargas. Después de no poder idealizar el mundo en Bath, cerca de Londres, a pesar del entusiasmo que le despertó la jardinería británica, ya que "como observaba Jules Romains, Zweig encontraba opresiva la insularidad del país, y no podía acostumbrarse a que las ciudades inglesas careciesen de toda apariencia externa de felicidad", y de no acostumbrarse al ritmo y las gentes que poblaban la ciudad de Nueva York, en parte debido al desprecio implícito que se despertó en él, como buen aristócrata de la cultura que era, hacia la incipiente sociedad de masas que se estaba gestando a toda máquina en la ciudad de los rascacielos. ¿Era también ese desprecio hacia la democracia que sustenta la vida de toda aquella masa? ¿Cómo manejaba Zweig todas estas contracciones en su alma de exiliado? En Brasil había estado en 1936, y fue en esas fechas cuando se apoderó de su imaginación los tonos y los perfiles roussonianos del gran país suramericano. El buen salvaje y tal.

El viaje de Nueva York a Río de Janeiro (entonces capital del estado brasileño), que sería el último del angustioso vagabundeo a que lo sometió la imposibilidad de su exilio, duró doce días del mes de agosto de 1941. Así le escribía a su ex mujer, Friederike, en la carta de despedida poco antes de suicidarse meses más tarde de llegar a Río.
"Cuando recibas yo estaré mucho mejor que antes ya me viste en Ossining (cerca de Nueva York), y después de una época buena y tranquila mi depresión se ha agudizado aún más...He sufrido tanto que no puedo concentrarme ya más...Amor y amistad, y anímate sabiéndome tranquilo y feliz".


Me ha sorprendido descubrir este estado de ánimo en un escritor como Zweig que, al contrario de lo que yo creía antes de leer el libro, era una auténtica celebridad allí donde fue en condición de exiliado. Todo el mundo lo conocía, todo el mundo lo quería y leía sus libros, todo el mundo quería estar cerca de él. Para entendernos, algo similar a lo que hoy es Mario Vargas Llosa (más el añadido de su novia filipina) en el mundo mundial interconectado. Por eso me sorprenden también más los datos de su suicidio, cuando yo lo justificaba antes de conocerlos como la consecuencia natural de un espíritu solo y abandonado en un agujero de la selva brasileña, después de haberse sentado a la diestra de los dioses de la cultura europea de principios del siglo XX (que entonces era como decir del mundo), y habiendo compartido con ellos las mieles de toda esa gloria irrepetible. Pero no fue así. Zweig se suicidió, digámoslo, en olor de multitud. Ya se cuidó de que esos efluvios de la masa, que necesita todo déspota ilustrado, no le abandonaran. Para lo cual, después de instalarse en Petróplis, y antes de su autobiografía "El mundo de ayer", publicó, "Brasil, el país del futuro". En el libro llega a decir que lo más interesante y vivo del país suramericano está fuera de la modernidad. Lo que le granjeó de inmediato las críticas y mosqueos de los modernos del país que lo acababa de acoger. Lo que no impidió que mantuviera la fidelidad fervorosa y entusiasta de la mayoría de los lectores brasileños. Visto desde hoy, ¿cómo se puede suicidar un escritor de betsellers?

Esa fuerza que es la impaciencia, la fama, el éxito, y, al fin, la decepción, ¿no será la materia de la barbarie que toda cultura incuba en su seno? ¿No será que cuanto más culta es la cultura más bárbara es la barbarie? ¿No es la impaciencia el principio de lo que nos está pasando ahora en el continente europeo, una vez más? ¿No se le pasó por la cabeza al "bueno" de Zweig que en el mundo de ayer, que tanto echaba en falta, estaban ya las fuerzas que lo aniquilarían? ¿Y que su impaciencia y aristocracia vienesa, más su proverbial indecisión eran parte activa e indiscutible de semejante catástrofe? Apretaba los puños, solo los apretaba, dice Porcnick, cuando visitaba los barrios pobres y hambrientos de la Viena gloriosa de sus veinte y treinta años, antes de la Primera Guerra Mundial. Tampoco fue capaz de condenar abiertamente la subida de Hitler al poder, con tal de no entrar en conflicto con su mundo: Paz, Paz, Paz y Cultura, Alta Cultura. 


Les dejo, para acabar, tres párrafos del libro de Prochnik que pueden explicar significativamente el ahogo que fue matando poco a poco a Zweig en Petrópolis, hasta que el veneno final lo transportara a su anhelada Eternidad. ¿El reverso de La Paz y la Alta Cultura con las que soñó durante su vida?
"El temido 60 cumpleaños de Stefan, el 28 de noviembre de 1941, ya se les echaba encima. Dio órdenes de que no hubiera celebraciones, ni noticias en los periódicos, ni regalos ni visitas. Pero por si acaso, también había hecho planes para pasar el día en una ciudad de montaña a horas de distancia con Lotte y con su editor".

"Los japoneses bombardearon Pearl Harbor, 7 de diciembre de 1941. Stefan y Lotte se sintieron más aislados aún de Europa".

"Zweig le preguntó a una amiga si pensaba que los nazis invadirían Sudamérica. Ella pensó un momento y luego dijo: sí. No le miro al darle la respuesta, pero cuando lo hizo, se quedó conmocionada al ver la expresión que se reflejaba en los ojos de él. Parecía destrozado. ¡Había sido un comentario casual! ¡Ella no podía juzgar con competencia las cuestiones militares! Sin embargo, no pudo evitar el efecto de la respuesta".

Stefan Zweig quiso ser Pacífico como Erasmo sin ser Guerrero como Lutero. Quiso que todo el mundo gozara de la alta cultura como lo había hecho él. Creía firmemente en la consecución del equilibrio de las fuerzas que se zurran en el mundo, y una vez conseguido creía en su imperecedera estabilidad. Quizá la física y la química que movía todo ese potaje espiritual dando forma, vigor y empuje a la fuerza de su impaciencia incontrolable, su altiva aristocracia cultural y su indecisión enfermiza, llevara dentro la dosis de Veronal que acabo matándolo. Arrastrando con esa infernal marea a su segunda y joven esposa.