El error de la modernidad es pensar que tiene atributos suficientes como para erradicar la barbarie del mundo. Siendo, como fue ella fundada con uno de los episodios más crueles y cruentos de la historia de la humanidad, el Terror francés, no queremos aceptar que aquellas cabezas cortadas nos siguen pidiendo cuentas hoy en día, pues sus guillotinadores nada omitieron con tal de hacerse irreconocibles. Bien que lo hemos aprendido sus herederos de ahora. O de otra manera, no queremos aceptar que aquella nueva libertad estrenada trajo otra nueva barbarie por desplegar. Y a pesar de todos los eslóganes emancipadores de los diferentes y variopintos predicadores en los últimos doscientos años, la violencia no cesa de producir espanto en cualquier rincón de nuestras vidas al más puro estilo medieval. Es más, se acentúa, y esto es lo novedoso, con su vocación obsesiva por ocultarse tras las cortinas trasparentes de los diferentes pacifismos u onegismos. Guiados todos por esa creencia infausta de que el infierno murió con Hitler y Stalin y que lo que vino a continuación fue el anhelado paraíso. Pero en esas estamos, es decir, volvemos a estar sumergidos en el nuevo "infierno", que hemos construido en nuestro dorado paraíso. En ese tiempo histórico en el que ya no podemos dejarnos llevar por el engaño de forma ilimitada. Porque el engaño no es otra cosa que autoengaño reactivo y reaccionario, fuente primordial y de feroz alimentación de toda esa violencia que habita en cada rincón de nuestro mundo.
Ahora sí tendremos que aceptar que nada ha cambiado desde Cervantes. Que el Quijote es la primera constitución literaria moderna que nos dice, de forma brillantemente anticipada, lo que nos espera y donde nos tenemos que guarecer cuando, 180 años más tarde, se apruebe la primera constitución política moderna que nos dice lo que tenemos que hacer y pagar, y a quien tenemos que matar y hacer sufrir, instigados por el nuevo salvajismo irreconocible, ya que siempre es justificable supersticiosamente por la causa de la libertad, la igualdad y la fraternidad, que marcará el paso en la nueva andadura que se inició después de la guillotina. Hasta hoy mismo, que plenamente formateados en este doble lenguaje, no sabemos qué hacer para continuar nuestra falsa representación. Y es que, ¿es tan difícil entender lo que pasa, y lo que nos pasa con lo que pasa?
Ante el descrédito de los profesores y de los progenitores como Caballeros Andantes del continente, y la emergencia de los alumnos y los hijos como sus nuevos Tiranos o Pícaros, ayunos de conocimientos y henchidos de vacuidad y orgullo, estos últimos abandonan las aulas y ocupan las plazas. Ayer en Madrid, hoy en París. Y así se hacen visibles lo que los politólogos llaman, siempre tan atentos al neologismo de impacto, las nuevas guerras edípicas, cuyos contendientes son, como no, los Caballeros Andantes de la globalización que no quieren renunciar a sus jugosas jubilaciones y prejubilaciones, y sus hijos, los Picaros de la subvención que se empiezan a dar cuenta de que se meten en los cuarenta sin nomina fija que llevarse al coleto. Los “viejos” cualquier día se mueren y ¿qué?, ¿otra vez como cuando los personajes de Dickens?
Los expertos con la calculadora en la mano dicen que hay que reducir las voluminosas jubilaciones y prejubilaciones de los Caballeros Andantes europeos para poder ofrecer un trabajo digno y estable a los Pícaros sudvencionados a la edad razonable de procreación. La especie humana solo se perpetuará con esa doble especialización: hijos y oficios, y no con tantos beneficios y subvenciones. Pero ¿cómo?, si el Caballero Andante Europeo no ve pícaros en sus hijos, sino hermosos e inteligentes gigantes permanentemente aniñados, y los Pícaros del continente no ven a sus padres, sino a banqueros de proximidad que les firman cheques en blanco a fondo perdido.
Y es que el mundo exterior y el interior se han convertido en dos paisajes marcianos, inhóspitos, con un paisanaje que tiene que volver a aprender a habitarlos. Ni nos valen lo que se dice en las aulas, ni lo que se habla en las plazas, ni en los subvencionados hogares, ni las palabras de sus predicadores ni las de sus eventuales oyentes y, menos aún, las palabras de Ese Yo Encumbrado e Ensimismado, que con una lanza mortífera atraviesa como un dios todos esos espacios y todas esas palabras. A fuerza de hablar y hablar, de hacer y hacer, hemos descubierto como se habla y se hace en nuestro dorado paraíso. Y es que con todo ese bienestar amurallando nuestras existencias, tenemos más miedo del que somos capaces de administrar. Como la primavera, no sabemos cómo ha llegado pero ahí está. Parafraseando a aquellos burgueses del XIX decimos, "como es que si lo tengo todo no acabo de encontrarme bien, al contrario, cada día que pasa estoy peor". Sin embargo, lo que debería ser la oportunidad de recuperar la capacidad de asombro perdida, se convierte en desdén y aburrimiento. Mucho desdén y aburrimiento, que los diferentes rituales festivos de la apariencia son incapaces de amortiguar.
De repente este sujeto moderno, altivo, encumbrado, ensimismado, Eterno Caballero Andante, el más quijotesco que en el mundo ha existido después de Don Alonso Quijano, no tenía previsto encontrarse en el horizonte de su imaginación el imperativo inaplazable de ser un don nadie, y tener que aprender a ser humilde, si no quiere que su arrogancia e iluminismo lo acabe animalizando de forma irreparable e irreversible, a fuerza de vislumbrar empresas gigantescas donde solo hay sencillos molinos. Y es que en nuestro paraíso, siempre estamos demasiado distraídos.
Entonces, atisbando el desastre, se le ofrece al trujamán un ágora de interpretaciones y silencios compartidos, en fin, se le ofrece un lugar inédito, la trastienda o el sótano de sus campos de batalla donde mata y se mata cada día. Un lugar donde le está vetado entrar a toda esa criminal y ruidosa violencia con la que vive. Un lugar donde pueda LEER historias que le permitan mirar cara a cara a todo ese pavoroso fracaso, dicho moderno. Un lugar para encontrase delante de unas palabras que, por primera vez en su beligerante vida, no sabe de dónde vienen y que pronuncia un tipo que no conoce. Un tipo que no es molino ni es gigante. Y, lo más inquietante de todo, tanto el tipo como sus palabras buscan un sitio en los adentros del trujamán para alojarse, que, como cree saberlo todo, desconoce que lo tiene desde que vino al mundo.
Y va y dice el trujamán: "que ahí dentro, en el sótano y en sus adentros, no sabe qué decir". ¿No será más bien que no sabe decir bien lo que tiene que decir? ¿No será más bien que no lo ha sabido nunca, tan ajetreado ha estado en los campos de batalla? El Caballero Andante Europeo moderno, en eso se diferencia del medieval, está por encima de estas cuitas verbales, pues él, bendecido por fulgor de la guillotina cortando el cuello del otro, ya lo ha dicho todo a cambio de hacerse irreconocible e inaudible. La sorda y muda revolución del Yo Guillotinador. Nada hay en él que aluda a las "flaquezas" de hacerse entender, y tal. La insatisfactoria pero inaplazable comunicación con el Otro, para que ninguno de los dos (Yo y El Otro) "pierdan" la cabeza. Ni el más leve sonrojo colorea su rostro, duro y pálido como el metal de su armadura, por no haber dicho nada con sus palabras. Nunca.
viernes, 29 de abril de 2016
jueves, 28 de abril de 2016
SINESTESIA
Los Cinco Sentidos (la vista, el oído, el olfato, el gusto, el tacto) son la clave. Los órganos que les dan soporte (El ojo, la oreja, la nariz, la boca, las manos) son el martillo. En el alma se alojan todas las palabras de la humanidad desde que empezamos a hablar y pensar (a ser genuinamente humano) con sus numerosos acordes, que producen al final el sentido común y a la vez individual e irrepetible de cada uno de nuestros sentimientos. La palabra es la que consigue reconocer al otro. Así somos plenamente humanos, pues el pensamiento y la palabra es lo que nos distingue de los demás animales que también ven, oyen, huelen, gustan tocan incluso de forma más eficaz que nosotros pero a ras de tierra. Solo somos nosotros quienes, menos eficaces y precarios en esa latitud, conseguimos elevarnos hacia el cielo. Solo viendo, oyendo, gustando tocando se puede ser alguien, es decir, "artista", si media la palabra pensada que diga que hacemos con lo que vemos, oímos, .... y que hace lo que vemos y oímos con nosotros. Aunque bien es cierto que podemos existir, de hecho es como existimos, haciendo músculo con alguno de los sentidos a costa de atrofiar los otros.
Los "artistas" somos quienes al tratar o manejar una u otra de aquellas claves, provocamos vibraciones en el alma. Es decir, renovamos el sentido común de la humanidad y el particular de cada individuo. Ponemos al día nuestros sentimientos. Solo en ese momento reconocemos "plenamente" al otro. Solo así podemos tratar de hacernos entender hacia el otro. Ser en el mundo es ser entre otros y de eso se trata. Aunque bien es cierto que podemos estar en el mundo, de hecho así estamos, manejando claves y acordes cada uno en nuestro compartimento. Una conquista, desde la cueva hasta el duplex, que nos protege de lo que más tememos de afuera, el vacío, la guerra o su otra cara, la siempre sospechosa paz del imperio. En fin, la muerte.
El primer cante el primer cuento la primera imagen el primer sonido el primer contacto el primer olor fueros todos al mismo tiempo. Los últimos también.
Los "artistas" somos quienes al tratar o manejar una u otra de aquellas claves, provocamos vibraciones en el alma. Es decir, renovamos el sentido común de la humanidad y el particular de cada individuo. Ponemos al día nuestros sentimientos. Solo en ese momento reconocemos "plenamente" al otro. Solo así podemos tratar de hacernos entender hacia el otro. Ser en el mundo es ser entre otros y de eso se trata. Aunque bien es cierto que podemos estar en el mundo, de hecho así estamos, manejando claves y acordes cada uno en nuestro compartimento. Una conquista, desde la cueva hasta el duplex, que nos protege de lo que más tememos de afuera, el vacío, la guerra o su otra cara, la siempre sospechosa paz del imperio. En fin, la muerte.
El primer cante el primer cuento la primera imagen el primer sonido el primer contacto el primer olor fueros todos al mismo tiempo. Los últimos también.
miércoles, 27 de abril de 2016
DESPUÉS DE LA TORMENTA VIENE LO QUE DA QUE PENSAR
Al final mandó en mi lectura de "La tormenta de hielo" ese mínimo necesario de atención y concentración que debía de tener sobre un relato, cuyo narrador no me lo había puesto fácil. Me lo sirvió exento de piedad alguna, cierto, pero acariciado por un par de guantes de seda (el primer párrafo y el último) colmados de humor e ironía, que no podían evitar que al acabar la lectura todo respirase benevolencia y compasión. Pero para llegar hasta ahí tenía que atravesar, y sobrevivir, una dura tormenta lingüistica que lo helaba todo. Y yo vivo en latitudes mas benignas donde me gusta que me traten con palabras de terciopelo. Ahí había que poner todo el esfuerzo de la lectura, en lucha feroz contra semejante ventisca. Soy un tipo del medio, ni de muy arriba ni de muy abajo, que me gusta hablar sin estridencias y que no me molestan los bocazas, donde mi deseo y mi realidad juegan su discreta y permanente partida inacabada e inacabable. Yo creo que lo que llamamos clase media es un precipitado inevitable sobre el presente de las violentas y criminales relaciones, de momento afortunadamente exhaustas, que tuvieron nuestros parientes en el pasado. Somos los del medio y del medio porque mas vale que no seamos otra cosa ni de otro sitio, ya que si nos salimos de los carriles de esa medianía con toda seguridad volveríamos a las andadas de nuestros ancestros. Nada mas hay que repasar nuestra historia europea para corroborar lo que digo. Pero eso es otra novela.
viernes, 22 de abril de 2016
CUANDO EMPIEZA TODO
Así empieza la novela La tormenta de hielo, de Rick Moody:
"Bueno, déjame que te castigue con esta comedia sobre una familia a la que conocí cuando era pequeño. Hay parte mía en esta historia, como siempre la hay en un cotilleo, pero más de esto último".
Y así termina:
"O así es como lo recuerdo yo, en cualquier caso. Yo. Paul. El charlatán. Eso es lo que recuerdo. Y este relato termina justo en este punto. Tengo que dejar a Benjamín allí con aquellas noticias, con un deseo de reconciliación que se consumirá en su propio interior; tengo que dejar a Elena, mi madre, a la cual nunca he entendido de verdad; tengo que dejar a Wendy, insegura, con un brazo alrededor del perro; y tengo que dejarme a mi mismo - Paul - en puertas de mi edad adulta, al final de aquel annus mirabilis en el que los tebeos no se distinguían de la verdad, al comienzo de mis confesiones. Tengo que dejarle a él y a su familia allí porque después de todo este tiempo, después de veinte años, es hora de que me marche.
Finis."
Finis. Acaba la novela y empieza la vida del narrador. La vida no empieza con el primer llanto, ni acaba coincidiendo con el último suspiro. La vida empieza cuando hemos hecho algo con ella. Mejor dicho, cuando hemos hecho algo y hemos entendido lo que hemos hecho. Algo, quiero decir, que vaya mas allá de soportarla y de tratar inútilmente de embellecerla. Y así no acaba nunca. Ya sabéis, así es inmortal. La vida de Paul Hood comienza veinte años mas tarde de cuando tenía diecisiete. Bien mirado no está nada mal. Para mucha gente su vida no acaba de empezar nunca. Y mira que lo intentan.
De su dureza, y todo lo demás, me remito al principio y al final que he mencionado. El charlatán Paul Hood se lo toma como un cotilleo dentro de una comedia. ¿Estaríamos salvados (de nosotros mismos, claro está) si llegásemos a tiempo de entender nuestra vida como lo hace Paul Hood, explicándola con su lenguaje? De los detalles de esa explicación, de nuestras dudas y perplejidades respecto a ella, de nuestras discrepancias y resistencias, etc., hablaremos el viernes 18 en sede bibliotecaria. Donde sería muy recomendable que nos viéramos.
"Bueno, déjame que te castigue con esta comedia sobre una familia a la que conocí cuando era pequeño. Hay parte mía en esta historia, como siempre la hay en un cotilleo, pero más de esto último".
Y así termina:
"O así es como lo recuerdo yo, en cualquier caso. Yo. Paul. El charlatán. Eso es lo que recuerdo. Y este relato termina justo en este punto. Tengo que dejar a Benjamín allí con aquellas noticias, con un deseo de reconciliación que se consumirá en su propio interior; tengo que dejar a Elena, mi madre, a la cual nunca he entendido de verdad; tengo que dejar a Wendy, insegura, con un brazo alrededor del perro; y tengo que dejarme a mi mismo - Paul - en puertas de mi edad adulta, al final de aquel annus mirabilis en el que los tebeos no se distinguían de la verdad, al comienzo de mis confesiones. Tengo que dejarle a él y a su familia allí porque después de todo este tiempo, después de veinte años, es hora de que me marche.
Finis."
Finis. Acaba la novela y empieza la vida del narrador. La vida no empieza con el primer llanto, ni acaba coincidiendo con el último suspiro. La vida empieza cuando hemos hecho algo con ella. Mejor dicho, cuando hemos hecho algo y hemos entendido lo que hemos hecho. Algo, quiero decir, que vaya mas allá de soportarla y de tratar inútilmente de embellecerla. Y así no acaba nunca. Ya sabéis, así es inmortal. La vida de Paul Hood comienza veinte años mas tarde de cuando tenía diecisiete. Bien mirado no está nada mal. Para mucha gente su vida no acaba de empezar nunca. Y mira que lo intentan.
De su dureza, y todo lo demás, me remito al principio y al final que he mencionado. El charlatán Paul Hood se lo toma como un cotilleo dentro de una comedia. ¿Estaríamos salvados (de nosotros mismos, claro está) si llegásemos a tiempo de entender nuestra vida como lo hace Paul Hood, explicándola con su lenguaje? De los detalles de esa explicación, de nuestras dudas y perplejidades respecto a ella, de nuestras discrepancias y resistencias, etc., hablaremos el viernes 18 en sede bibliotecaria. Donde sería muy recomendable que nos viéramos.
jueves, 21 de abril de 2016
SIEMPRE ESTAMOS MUY DISTRAIDOS
La
queremos tanto, la odiamos tanto, la necesitamos tanto, la ignoramos tanto. Sea
cual sea la ensalada de sentimientos que compongamos en nuestro fuero interno,
nuestra familia forma parte incurable y permanente de nuestras vidas. Puede que
ahí dentro no respiremos el aire de las prominentes alturas a que siempre
aspira el espíritu humano, ni obtengamos grandes perspectivas con nuestra
mirada, pero, así acurrucados, no deberíamos renunciar a mirar las hostilidades
propias de esa protección con la envidiable claridad que proporcionan las cotas
bajas y la corta distancia.
Así
voy tratando con un narrador, que no deja ver con facilidad lo que oculta con
la claridad formal de sus palabras.
miércoles, 20 de abril de 2016
LA TORMENTA DE HIELO, novela de Rick Moody
Siempre me han interesado los narradores que esconden su buen hacer narrativo bajo el ropaje ordinario y visible de la vida cotidiana. Esos que sacan oro de la disgregación inevitable que aquella esconde. Que el narrador de "La tormenta de hielo" pronuncie sus primeras palabras diciéndome que me va castigar (me va a dar "la paliza") con una comedia de una familia que conoció cuando era pequeño,y que lo que me va a contar es un cotilleo, me hizo pensar que estaba delante de unos de esos tipos. Quede claro que esto, más que una virtud, no deja de ser un prejuicio mío, que en este caso me ha facilitado el encuentro con este narrador. Y que, a lo mejor, me ha hecho perderme algo importante.
No tuve que esperar mucho, en el segundo párrafo empieza a desplegar ya la fuerza de su cotilleo ("Primero: la habitación para invitados, con el ordenado descuido de todas las habitaciones para invitados"). Lo que llamamos extraordinario, me viene a decir, esta construido con grisáceas tácticas e inconfesables vulgaridades. Benjamin Hood es un buen ejemplo de ello. Si crees que las grandes pasiones e ilusiones humanas están hechas con los materiales mas nobles, te engañes, no son mas que meras supersticiones. Y si piensas que con mis palabras voy enjuiciar el proceso de su abulia y corrupción, conmigo no cuentes. Ya te he advertido, la vida de Hood y sus vecinos le darán a tus convicciones una dura paliza. Esta vez sin comillas. Solo se desencanta quien previamente se ha encantado. Créeme, los conozco bien, no es nada personal. Son así, y dicen y hacen estas cosas. Eso es todo.
Pero no olvido que el narrador también me dice que en parte la historia es suya, lo cual delata que no es solo la necesidad de cotillear (hablar por hablar) lo que lo anima a contar, sino el hacerlo con una intención determinada que le afecta y le importa. Y eso se nota en el estilo del lenguaje que emplea, que sin perder ese aroma de chascarrillo (el narrador parece, en la manera que tiene de elegir y describir los detalles de los protagonistas, un bufón que sabe de todos los chanchullos de esa corte aristocrática de la Sociedad del Bienestar Occidental una de cuyas sucursales está situada "en la mas agradable y superficialmente tranquila de las zonas residenciales de las afueras. En el Estado mas rico del noreste. En el país mas opulento de la Tierra") consigue, sin embargo, ordenar y dotar de coherencia a los fragmentos e hilachas de la disgregación desde donde habla. Y lo hace rompiendo la linealidad y literalidad propia del cotilleo auténtico, que solo busca la información acumulativa de los hechos y los datos.
No tuve que esperar mucho, en el segundo párrafo empieza a desplegar ya la fuerza de su cotilleo ("Primero: la habitación para invitados, con el ordenado descuido de todas las habitaciones para invitados"). Lo que llamamos extraordinario, me viene a decir, esta construido con grisáceas tácticas e inconfesables vulgaridades. Benjamin Hood es un buen ejemplo de ello. Si crees que las grandes pasiones e ilusiones humanas están hechas con los materiales mas nobles, te engañes, no son mas que meras supersticiones. Y si piensas que con mis palabras voy enjuiciar el proceso de su abulia y corrupción, conmigo no cuentes. Ya te he advertido, la vida de Hood y sus vecinos le darán a tus convicciones una dura paliza. Esta vez sin comillas. Solo se desencanta quien previamente se ha encantado. Créeme, los conozco bien, no es nada personal. Son así, y dicen y hacen estas cosas. Eso es todo.
Pero no olvido que el narrador también me dice que en parte la historia es suya, lo cual delata que no es solo la necesidad de cotillear (hablar por hablar) lo que lo anima a contar, sino el hacerlo con una intención determinada que le afecta y le importa. Y eso se nota en el estilo del lenguaje que emplea, que sin perder ese aroma de chascarrillo (el narrador parece, en la manera que tiene de elegir y describir los detalles de los protagonistas, un bufón que sabe de todos los chanchullos de esa corte aristocrática de la Sociedad del Bienestar Occidental una de cuyas sucursales está situada "en la mas agradable y superficialmente tranquila de las zonas residenciales de las afueras. En el Estado mas rico del noreste. En el país mas opulento de la Tierra") consigue, sin embargo, ordenar y dotar de coherencia a los fragmentos e hilachas de la disgregación desde donde habla. Y lo hace rompiendo la linealidad y literalidad propia del cotilleo auténtico, que solo busca la información acumulativa de los hechos y los datos.
martes, 19 de abril de 2016
VENTAJAS E INCONVENIENTES DE HACERSE ADULTO
Uno, te puedes morir al instante, como Martin Eden. Dos, te puedes ir muriendo de diferentes y exóticas maneras, como muchos de los que no se mueren al instante de hacerse adultos. Tres, puedes empezar a vivir aceptando la muerte como socia de tu nueva y plena vida de adulto.
Acabé de leer la novela de "Martin Eden", que acaba así: “Las manos y los pies empezaron a retorcerse y agitarse espasmódica, débilmente. Pero él los había engañado, y también a aquella voluntad de vivir que les empujaba a seguir luchando. Estaba a demasiada profundidad. Jamás podrían llevarle de nuevo a la superficie. Tenía la impresión de flotar lánguidamente en un mar de visiones. Le rodeaban colores y destellos luminosos que parecían embriagarle. ¿Qué era aquello? Parecía un faro, pero lo tenía dentro del cerebro...una luz deslumbradora, blanca y brillante. Su resplandor era cada vez mas cercano. Se oyó un ruido sordo y prolongado, y tuvo la sensación de caer rodando por una escalera enorme e interminable. Y al final de ella, en algún lugar, se sumió en la oscuridad. Eso lo supo. Se había sumido en la oscuridad. Y, en el instante mismo en que lo supo, dejó de saber.”
¿Cuantas golpes necesita el ser humano para vencer la fe incombustible en su infinitud, en su inmortalidad? ¿Cuantas, en fin, para convivir, sin abandonar la alegría de vivir, con la muerte? O todo o nada. O toda la vida o toda la muerte ¿Es impertinente tratar con tal disyuntiva? Los seres humanos habitamos abismos que nunca antes conocieron, ni conocerán, los dioses. ¿Por que insistimos en querer ser como ellos? ¿Es comprensible que sabiéndose inmortales, los dioses pongan todo el acento de sus acciones en la vida, su única certeza? ¿Por qué, sabiendo que somos mortales, no ponemos el foco de nuestra atención en nuestra única certeza, nuestra muerte? Para buscar el sentido de la vida dentro del misterio que acompaña a esa certeza. ¿Por qué nos cuesta tanto comprender que ser adulto no es otra cosa que aceptar a la muerte como una socia de la vida, esa parca que otorga valor al tiempo y medida al dolor y al amor? Aceptar la muerte como socia de la vida, en lugar de ir dejándonos morir, envueltos en los mil y un subterfugios que nos proporcionan la ciegas esperanzas de una vida, que no quiere saber nada de su muerte.
“Y la insignificancia iba aumentando de tamaño. Martin estaba sano, comía con regularidad, dormía muchas horas, y, sin embargo, aquella insignificancia empezaba a obsesionarle. Todo está escrito. Esa frase le atormentaba”.
Precisamente en su momento de máxima gloria, es decir, en el momento de máximo reconocimiento del público y cuando mas llena tiene la cuenta bancaria, Martin Eden se encuentra profunda e irremediablemente abatido. Todo está escrito o, ¿todo está por leer y escribir? Irrumpe con fuerza el fantasma de Bartleby y de todos los que dejan de escribir, o de crear. Prefiero no hacerlo, prefiero no leer, ni escribir más. ¿Por qué se ha quedado seco? ¿Por qué a los veinte años ya ve y sabe todo lo que los demás no conseguiremos vislumbrar ni en tres vidas que nos presten? ¿Exceso de vanidad o déficit de confianza? ¿O falta de voluntad y talento para, una vez que han pasado los veinte años, poder prestar atención a los acontecimientos que se relacionan con una existencia, que Eden se creía como la de los dioses, pero que empieza a percibir con los rasgos inequívocos y provisionales de su precariedad humana? ¿Hay sitio o lugar para Eden, entonces, entre la vida y la literatura? ¿Hay sitio para los lectores que lo hemos acompañado hasta su final?
O todo o nada. Amar la vida al margen de la pedagogía que proporciona la muerte, ¿es vida? Amar los libros sin prestar atención a su entendimiento, siempre misterioso y, por tanto, precario, ¿no es el camino mas corto para acabar odiándolos, para perder el criterio estético que tanto le ha costado alcanzar a Martin Eden?
“Ruth apoyó la cabeza en el hombro de Martin, presa del desaliento, y su cuerpo se estremeció. Él esperó un poco a que dijera algo y luego continuó.
- Y ahora quieres reanudar nuestro amor. Quieres que nos casemos. Me quieres a mí. Y, sin embargo, escúchame: si mis libros no hubieran tenido éxito, yo seguiría siendo lo que soy. Y tú no habrías venido. Son esos malditos libros.”
Poco antes de sumergirse en lo más hondo del mar Martin Eden vuelve a leer a aquel poeta poco delicado, Swinburne, que había leído por primera vez en casa de Ruth Morse, ese poeta que no era un gran poeta porque no ennoblecía las cosas. Recupera el mal gusto y se deja morir en el fondo del mar. Los libros, mejor dicho, la forma de tratar con los libros que ha tenido por primera vez a sus veinte años, ¿lo han llevado a la muerte? O no, ¿ha sido el inmundo sistema burgués? El mismo que protege legalmente su libertad de expresión. El mismo que posibilita publicar lo que escribe. El mismo que permite que sus textos, al fin y al cabo, sean mundialmente conocidos por millones de lectores. El mismo que le llena los bolsillos de dinero por la venta de sus libros. ¿Es ese sistema burgués el que ha acabado con todas sus esperanzas y sueños literarios, y de los otros?
¿Vanidad todo es vanidad? O, ¿prefiero no hacerlo?. O, ¿apártense que yo me apeo?. O, leer y escribir, después de los veinte, en este jodido e inmundo sistema burgués, ¿para qué? ¿Para conseguir otro sistema? O ¿para qué aparezcan otros lectores? O ¿ni para una cosa, ni para la otra? Pero, se conteste o no, se pueda contestar o no, la pregunta continúa. Es de las que siempre nos acompaña, como la muerte acompaña a la vida, como la vida acompaña a la literatura. Leer y escribir, ¿para qué?
Acabé de leer la novela de "Martin Eden", que acaba así: “Las manos y los pies empezaron a retorcerse y agitarse espasmódica, débilmente. Pero él los había engañado, y también a aquella voluntad de vivir que les empujaba a seguir luchando. Estaba a demasiada profundidad. Jamás podrían llevarle de nuevo a la superficie. Tenía la impresión de flotar lánguidamente en un mar de visiones. Le rodeaban colores y destellos luminosos que parecían embriagarle. ¿Qué era aquello? Parecía un faro, pero lo tenía dentro del cerebro...una luz deslumbradora, blanca y brillante. Su resplandor era cada vez mas cercano. Se oyó un ruido sordo y prolongado, y tuvo la sensación de caer rodando por una escalera enorme e interminable. Y al final de ella, en algún lugar, se sumió en la oscuridad. Eso lo supo. Se había sumido en la oscuridad. Y, en el instante mismo en que lo supo, dejó de saber.”
¿Cuantas golpes necesita el ser humano para vencer la fe incombustible en su infinitud, en su inmortalidad? ¿Cuantas, en fin, para convivir, sin abandonar la alegría de vivir, con la muerte? O todo o nada. O toda la vida o toda la muerte ¿Es impertinente tratar con tal disyuntiva? Los seres humanos habitamos abismos que nunca antes conocieron, ni conocerán, los dioses. ¿Por que insistimos en querer ser como ellos? ¿Es comprensible que sabiéndose inmortales, los dioses pongan todo el acento de sus acciones en la vida, su única certeza? ¿Por qué, sabiendo que somos mortales, no ponemos el foco de nuestra atención en nuestra única certeza, nuestra muerte? Para buscar el sentido de la vida dentro del misterio que acompaña a esa certeza. ¿Por qué nos cuesta tanto comprender que ser adulto no es otra cosa que aceptar a la muerte como una socia de la vida, esa parca que otorga valor al tiempo y medida al dolor y al amor? Aceptar la muerte como socia de la vida, en lugar de ir dejándonos morir, envueltos en los mil y un subterfugios que nos proporcionan la ciegas esperanzas de una vida, que no quiere saber nada de su muerte.
“Y la insignificancia iba aumentando de tamaño. Martin estaba sano, comía con regularidad, dormía muchas horas, y, sin embargo, aquella insignificancia empezaba a obsesionarle. Todo está escrito. Esa frase le atormentaba”.
Precisamente en su momento de máxima gloria, es decir, en el momento de máximo reconocimiento del público y cuando mas llena tiene la cuenta bancaria, Martin Eden se encuentra profunda e irremediablemente abatido. Todo está escrito o, ¿todo está por leer y escribir? Irrumpe con fuerza el fantasma de Bartleby y de todos los que dejan de escribir, o de crear. Prefiero no hacerlo, prefiero no leer, ni escribir más. ¿Por qué se ha quedado seco? ¿Por qué a los veinte años ya ve y sabe todo lo que los demás no conseguiremos vislumbrar ni en tres vidas que nos presten? ¿Exceso de vanidad o déficit de confianza? ¿O falta de voluntad y talento para, una vez que han pasado los veinte años, poder prestar atención a los acontecimientos que se relacionan con una existencia, que Eden se creía como la de los dioses, pero que empieza a percibir con los rasgos inequívocos y provisionales de su precariedad humana? ¿Hay sitio o lugar para Eden, entonces, entre la vida y la literatura? ¿Hay sitio para los lectores que lo hemos acompañado hasta su final?
O todo o nada. Amar la vida al margen de la pedagogía que proporciona la muerte, ¿es vida? Amar los libros sin prestar atención a su entendimiento, siempre misterioso y, por tanto, precario, ¿no es el camino mas corto para acabar odiándolos, para perder el criterio estético que tanto le ha costado alcanzar a Martin Eden?
“Ruth apoyó la cabeza en el hombro de Martin, presa del desaliento, y su cuerpo se estremeció. Él esperó un poco a que dijera algo y luego continuó.
- Y ahora quieres reanudar nuestro amor. Quieres que nos casemos. Me quieres a mí. Y, sin embargo, escúchame: si mis libros no hubieran tenido éxito, yo seguiría siendo lo que soy. Y tú no habrías venido. Son esos malditos libros.”
Poco antes de sumergirse en lo más hondo del mar Martin Eden vuelve a leer a aquel poeta poco delicado, Swinburne, que había leído por primera vez en casa de Ruth Morse, ese poeta que no era un gran poeta porque no ennoblecía las cosas. Recupera el mal gusto y se deja morir en el fondo del mar. Los libros, mejor dicho, la forma de tratar con los libros que ha tenido por primera vez a sus veinte años, ¿lo han llevado a la muerte? O no, ¿ha sido el inmundo sistema burgués? El mismo que protege legalmente su libertad de expresión. El mismo que posibilita publicar lo que escribe. El mismo que permite que sus textos, al fin y al cabo, sean mundialmente conocidos por millones de lectores. El mismo que le llena los bolsillos de dinero por la venta de sus libros. ¿Es ese sistema burgués el que ha acabado con todas sus esperanzas y sueños literarios, y de los otros?
¿Vanidad todo es vanidad? O, ¿prefiero no hacerlo?. O, ¿apártense que yo me apeo?. O, leer y escribir, después de los veinte, en este jodido e inmundo sistema burgués, ¿para qué? ¿Para conseguir otro sistema? O ¿para qué aparezcan otros lectores? O ¿ni para una cosa, ni para la otra? Pero, se conteste o no, se pueda contestar o no, la pregunta continúa. Es de las que siempre nos acompaña, como la muerte acompaña a la vida, como la vida acompaña a la literatura. Leer y escribir, ¿para qué?
sábado, 16 de abril de 2016
CONSECUENCIAS DE LA ENFERMEDAD DE LEER Y ESCRIBIR DE "MARTIN EDEN"
Normalmente, en nuestra vida cotidiana, ¿reaccionamos ante lo que no sabemos o ante los que no saben como nosotros? Yo creo que mas bien lo segundo. Ruth Morse es de esta estirpe de reaccionarios (última acepción en el diccionario de María Moliner). Y es que la señorita Morse vive muy bien como vive. Representa cabalmente a lo establecido. Igualmente establecido en su vida, el lector se siente seducido desde el principio por las peripecias literarias de Martín Eden, claro está, sin dejar de ser lo que es en su vida, como Ruth Morse. Preguntémonos rápido, ¿para qué nos sirve, a unos adultos de hoy con sus palabras gastadas e, incluso, manchadas, leer el descubrimiento entusiasta de las palabras nuevas y brillantes de los libros por parte de un veinteañero de ayer? Es inevitable leer buena parte de esta novela con el corazón partido y el cerebro a la deriva? Leer como el veinteañero de ayer, ¿qué bien otra vez, o, qué pereza? Leer como el adulto de hoy: ¿qué pereza, o, qué miedo? Este es el principal conflicto, a mi modo de ver, al que nos tenemos que enfrentar en la lectura de la novela "Martin Eden". Un conflicto que no es otro que el que mantienen las palabras de la vida con las palabras de la literatura. Y al revés. Es el conflicto de nuestro ser con el tiempo. O mejor dicho, el conflicto de nuestra forma de ser con el paso del tiempo.
Martín Eden comete el típico, e inevitable, error de quien quiere entrar por primera vez en el mundo de la ficción: pensar la literatura antes que su vida, es decir, antes que su experiencia. Leamos de nuevo el párrafo que puso Marga en el último Taller de Lectura. Son unas palabras que cobran toda la fuerza de su premonitoria significación, a medida que nos acercamos al final de la novela. Es como si el narrador nos dijese: este párrafo representa a un corazón enfermo mediante el que late toda la novela, lo demás es para que veáis hasta donde alcanzan sus latidos, quienes son los damnificados de la letal epidemia que lo acompaña: la enfermedad de leer y escribir de su protagonista, y las consecuencias de hacerlo así. Y si lo primero tiene que ver con lo segundo.
"Los libros tenían razón. Existían esa clase de mujeres. La hermana de Arthur era una de ellas. Parecía dar alas a su imaginación, y ante él aparecieron, algo difuminados, unos lienzos enormes y luminosos con gigantescas escenas de lances amorosos y heroicas hazañas en honor de una mujer...de una mujer pálida, una flor de oro. Y a través de aquella visión temblorosa y palpitante, como si fuera un espejo mágico, contemplaba a la mujer de carne y hueso, allí sentada, hablando de literatura y de arte. También escuchaba sus palabras, pero la contemplaba sin percatarse de la intensidad de su mirada o del hecho de que sus ojos reflejaran cuanto había de esencialmente masculino en él. Y, aunque ella apenas conociera el mundo de los hombres, al ser mujer, fue consciente de su expresión apasionada. Ningún hombre la había mirado de ese modo, y se sintió turbada. Tartamudeó y se detuvo en medio de una frase. Perdió el hilo de sus razonamientos. Él la asustaba, y al mismo tiempo era extrañamente agradable que la miraran así. Su educación la advertía del peligro y de lo equívoco, sutil y misterioso de aquella atracción; mientras que sus instintos corrían indomables, empujándola a olvidar linaje, clase social y respetabilidad por aquel viajero de otro mundo, por aquel joven tosco e inculto con heridas en las manos y una línea roja bajo el cuello almidonado, indudablemente marcado y degradado por una existencia grosera. Ella era pura, y su pureza se rebelaba; pero era una mujer, y estaba empezando a comprender las paradojas de serlo."
Martin Eden no piensa, no se pone en el lugar de su propia experiencia de marinero, que es también la experiencia vivida por otros que le han impresionado en sus singladuras marinas. Le da la espalda, se avergüenza, abomina de ella. Le pesa mucho y prefiere la ingravidez de lo que cuentan las palabras bellas de los libros que ha descubierto. ¿Con qué mejor podría contrastar sus lecturas? ¿Qué otra cosa podría contar sino lo que es suyo y lo que realmente le importa o ha importado mucho? Ahí residiría la singularidad, la originalidad (que será siempre una consecuencia, nunca un fin) y la fuerza de su escritura, no en darle la razón a los libros, ni en resolver literariamente un acertijo técnico. Las preguntas no interpelan a Martin Eden, pues solo tiene veinte años, las preguntas interpelan al lector adulto que lo esta leyendo. Martin Eden piensa en la lectura y la escritura como medio de alcanzar el estatus que lo haga digno de Ruth. Da la espalda a su vida, a su experiencia, por llegar a vivir en el mundo de Ruth que ha leído en los libros. Sin embargo, irá descubriendo algo terrible para el futuro de sus sueños: el modo en que, en ese mundo de Ruth Morse que él imagina lleno de personas inteligentes con pensamientos limpios, los libros sólo son un adorno, puro adorno, sin ninguna función de uso, emblema de estatus, marcas de distinción, signos de complicidad y exclusión. Los libros tienen razón si se leen desde la propia experiencia. Los libros tienen razón si nos damos cuenta de que - como nos advierte el genio de Kafka -"comprender la felicidad de que el suelo, sobre el que estas parado, no puede ser mas grande de lo que él cubren los dos pies". ¿Y si llegamos a los cincuenta años y no lo hemos comprendido todavía?
De manera distinta, también se lo espeta en la cara Russ Brissenden, un poeta que se encuentra Martin Eden en casa de los Morse.
“¡Maldita sean las editoriales! – fue la respuesta de Brissenden cuando Martin se ofreció a negociar en su nombre -. Ame la belleza por sí misma, y deje en paz las revistas. Vuelva a sus barcos y a su mar... ése es mi consejo Martin Eden. ¿Qué busca en las ciudades putrefactas y enfermas de los hombres? Se está perjudicando a sí mimso cada día que pasa en ellas intentando prostituir la belleza en aras de las necesidades de las revistas. ¿Cómo era su cita del otro día? Oh, sí, ‘el hombre, la última de las cosas efímeras’. Y ¿para qué quiere usted, la última de las cosas efímeras, la fama? Si la alcanzase, le envenenaría. Es usted demasiado sencillo, demasiado elemental, y también demasiado racional para prosperar en esa bazofia. Espero que no consiga vender una línea a las revistas. Sólo debemos doblegarnos ante la belleza. ¡Sírvala a ella, y al diablo con la multitud! ¡El éxito! ¿Qué demonios es el éxito sino lo que hay en su soneto sobre Stevenson, superior a la Aparición de Henley, o en su Ciclo del amor y en sus Poemas del mar?
No se encuentra placer en lo que se logra sino en el proceso de lograrlo. No necesita decírmelo. Lo sé. Y usted también lo sabe. La belleza le hace daño. Es un dolor que no cesa, una herida que no cicatriza, un cuchillo que abrasa. ¿Por qué negociar con las revistas? Persiga la belleza. ¿Por qué convertir la belleza en oro? En cualquier caso, no puede, así que no tiene sentido que me enfade. Puede pasar mil años leyendo revistas y nunca encontrará algo que valga lo que un verso de Keats. Olvide fama y dinero, embárquese mañana y vuelva a su mar.
- No lo hago por fama, sino por el amor – se rio Martin -. El amor no parece tener lugar en su Cosmos; en el mío, la Belleza es sierva del Amor.
Brisseden le miró con lástima y con admiración".
Lo mismo que yo a estas alturas de mi lectura (pg. 299 y 300). Aunque yo en lugar de lástima diría preocupación por su destino. Que es preocupación por el mío propio como lector. Me quedan 100 páginas. Del Amor a los libros sale el Amor a Ruth Morse del que sale el Amor a la Belleza. En definitiva, ¿se puede decir que el Amor de Martin Eden es el amor al propio Amor? ¿Cómo y qué ha leído alguien tan ciego de amor? ¿Sería fiable lo que dice o escribe sobre sus lecturas, por ejemplo, en nuestras tertulias? ¿Sucumbiría como lo hacen, a veces, “todos nuestros veinteañeros” que participan en esas mismas tertulias? Y si quiere dedicarse a escribir, ¿a parte de ese Amor, puede haber algo que le importe y que su importancia sea directamente proporcional al sentido que adquiera en su vida? ¿Se puede hablar en estos términos ante el itinerario literario de Martin Eden? ¿Si decidiéramos disculparlo, pues solo tiene veinte años, nos estaríamos disculpando a nosotros mismos? ¿O seguir el itinerario literario de Martin Eden nos ha servido para descubrir algo que no habíamos previsto, tal es el entusiasmo romántico o bohemio con que nos ha hipnotizado: la auténtica naturaleza de la enfermedad de leer (ese mito todavía tan arraigado) y los peligros que acarrea, cuando se dejan de tener veinte años? Quiero decir, y vuelvo al principio, los peligros de pensar la literatura y no la propia experiencia. Ante las dificultades, el cansancio o el miedo a la vida, refugiarse en una vida libresca, o, en el silencio, callando para siempre. Esas dos tentaciones tan acuciantes. Esas dos enfermedades crónicas. En fin.
Martín Eden comete el típico, e inevitable, error de quien quiere entrar por primera vez en el mundo de la ficción: pensar la literatura antes que su vida, es decir, antes que su experiencia. Leamos de nuevo el párrafo que puso Marga en el último Taller de Lectura. Son unas palabras que cobran toda la fuerza de su premonitoria significación, a medida que nos acercamos al final de la novela. Es como si el narrador nos dijese: este párrafo representa a un corazón enfermo mediante el que late toda la novela, lo demás es para que veáis hasta donde alcanzan sus latidos, quienes son los damnificados de la letal epidemia que lo acompaña: la enfermedad de leer y escribir de su protagonista, y las consecuencias de hacerlo así. Y si lo primero tiene que ver con lo segundo.
"Los libros tenían razón. Existían esa clase de mujeres. La hermana de Arthur era una de ellas. Parecía dar alas a su imaginación, y ante él aparecieron, algo difuminados, unos lienzos enormes y luminosos con gigantescas escenas de lances amorosos y heroicas hazañas en honor de una mujer...de una mujer pálida, una flor de oro. Y a través de aquella visión temblorosa y palpitante, como si fuera un espejo mágico, contemplaba a la mujer de carne y hueso, allí sentada, hablando de literatura y de arte. También escuchaba sus palabras, pero la contemplaba sin percatarse de la intensidad de su mirada o del hecho de que sus ojos reflejaran cuanto había de esencialmente masculino en él. Y, aunque ella apenas conociera el mundo de los hombres, al ser mujer, fue consciente de su expresión apasionada. Ningún hombre la había mirado de ese modo, y se sintió turbada. Tartamudeó y se detuvo en medio de una frase. Perdió el hilo de sus razonamientos. Él la asustaba, y al mismo tiempo era extrañamente agradable que la miraran así. Su educación la advertía del peligro y de lo equívoco, sutil y misterioso de aquella atracción; mientras que sus instintos corrían indomables, empujándola a olvidar linaje, clase social y respetabilidad por aquel viajero de otro mundo, por aquel joven tosco e inculto con heridas en las manos y una línea roja bajo el cuello almidonado, indudablemente marcado y degradado por una existencia grosera. Ella era pura, y su pureza se rebelaba; pero era una mujer, y estaba empezando a comprender las paradojas de serlo."
Martin Eden no piensa, no se pone en el lugar de su propia experiencia de marinero, que es también la experiencia vivida por otros que le han impresionado en sus singladuras marinas. Le da la espalda, se avergüenza, abomina de ella. Le pesa mucho y prefiere la ingravidez de lo que cuentan las palabras bellas de los libros que ha descubierto. ¿Con qué mejor podría contrastar sus lecturas? ¿Qué otra cosa podría contar sino lo que es suyo y lo que realmente le importa o ha importado mucho? Ahí residiría la singularidad, la originalidad (que será siempre una consecuencia, nunca un fin) y la fuerza de su escritura, no en darle la razón a los libros, ni en resolver literariamente un acertijo técnico. Las preguntas no interpelan a Martin Eden, pues solo tiene veinte años, las preguntas interpelan al lector adulto que lo esta leyendo. Martin Eden piensa en la lectura y la escritura como medio de alcanzar el estatus que lo haga digno de Ruth. Da la espalda a su vida, a su experiencia, por llegar a vivir en el mundo de Ruth que ha leído en los libros. Sin embargo, irá descubriendo algo terrible para el futuro de sus sueños: el modo en que, en ese mundo de Ruth Morse que él imagina lleno de personas inteligentes con pensamientos limpios, los libros sólo son un adorno, puro adorno, sin ninguna función de uso, emblema de estatus, marcas de distinción, signos de complicidad y exclusión. Los libros tienen razón si se leen desde la propia experiencia. Los libros tienen razón si nos damos cuenta de que - como nos advierte el genio de Kafka -"comprender la felicidad de que el suelo, sobre el que estas parado, no puede ser mas grande de lo que él cubren los dos pies". ¿Y si llegamos a los cincuenta años y no lo hemos comprendido todavía?
De manera distinta, también se lo espeta en la cara Russ Brissenden, un poeta que se encuentra Martin Eden en casa de los Morse.
“¡Maldita sean las editoriales! – fue la respuesta de Brissenden cuando Martin se ofreció a negociar en su nombre -. Ame la belleza por sí misma, y deje en paz las revistas. Vuelva a sus barcos y a su mar... ése es mi consejo Martin Eden. ¿Qué busca en las ciudades putrefactas y enfermas de los hombres? Se está perjudicando a sí mimso cada día que pasa en ellas intentando prostituir la belleza en aras de las necesidades de las revistas. ¿Cómo era su cita del otro día? Oh, sí, ‘el hombre, la última de las cosas efímeras’. Y ¿para qué quiere usted, la última de las cosas efímeras, la fama? Si la alcanzase, le envenenaría. Es usted demasiado sencillo, demasiado elemental, y también demasiado racional para prosperar en esa bazofia. Espero que no consiga vender una línea a las revistas. Sólo debemos doblegarnos ante la belleza. ¡Sírvala a ella, y al diablo con la multitud! ¡El éxito! ¿Qué demonios es el éxito sino lo que hay en su soneto sobre Stevenson, superior a la Aparición de Henley, o en su Ciclo del amor y en sus Poemas del mar?
No se encuentra placer en lo que se logra sino en el proceso de lograrlo. No necesita decírmelo. Lo sé. Y usted también lo sabe. La belleza le hace daño. Es un dolor que no cesa, una herida que no cicatriza, un cuchillo que abrasa. ¿Por qué negociar con las revistas? Persiga la belleza. ¿Por qué convertir la belleza en oro? En cualquier caso, no puede, así que no tiene sentido que me enfade. Puede pasar mil años leyendo revistas y nunca encontrará algo que valga lo que un verso de Keats. Olvide fama y dinero, embárquese mañana y vuelva a su mar.
- No lo hago por fama, sino por el amor – se rio Martin -. El amor no parece tener lugar en su Cosmos; en el mío, la Belleza es sierva del Amor.
Brisseden le miró con lástima y con admiración".
Lo mismo que yo a estas alturas de mi lectura (pg. 299 y 300). Aunque yo en lugar de lástima diría preocupación por su destino. Que es preocupación por el mío propio como lector. Me quedan 100 páginas. Del Amor a los libros sale el Amor a Ruth Morse del que sale el Amor a la Belleza. En definitiva, ¿se puede decir que el Amor de Martin Eden es el amor al propio Amor? ¿Cómo y qué ha leído alguien tan ciego de amor? ¿Sería fiable lo que dice o escribe sobre sus lecturas, por ejemplo, en nuestras tertulias? ¿Sucumbiría como lo hacen, a veces, “todos nuestros veinteañeros” que participan en esas mismas tertulias? Y si quiere dedicarse a escribir, ¿a parte de ese Amor, puede haber algo que le importe y que su importancia sea directamente proporcional al sentido que adquiera en su vida? ¿Se puede hablar en estos términos ante el itinerario literario de Martin Eden? ¿Si decidiéramos disculparlo, pues solo tiene veinte años, nos estaríamos disculpando a nosotros mismos? ¿O seguir el itinerario literario de Martin Eden nos ha servido para descubrir algo que no habíamos previsto, tal es el entusiasmo romántico o bohemio con que nos ha hipnotizado: la auténtica naturaleza de la enfermedad de leer (ese mito todavía tan arraigado) y los peligros que acarrea, cuando se dejan de tener veinte años? Quiero decir, y vuelvo al principio, los peligros de pensar la literatura y no la propia experiencia. Ante las dificultades, el cansancio o el miedo a la vida, refugiarse en una vida libresca, o, en el silencio, callando para siempre. Esas dos tentaciones tan acuciantes. Esas dos enfermedades crónicas. En fin.
viernes, 15 de abril de 2016
VIDA, EXPERIENCIA Y LITERATURA, A PROPÓSITO DE LA LECTURA DE "MARTIN EDEN"
¿Qué es la vida?
Si nos ponemos mecanicistas: espacio es igual a velocidad por tiempo. Si nos ponemos cuánticos: energía es igual a masa por la velocidad de la luz al cuadrado. Si nos metemos en una guardería, por aquello de que leer - como ya he dicho en otros escritos - es leer como un niño, por aquello de que solo comenzamos a leer cuando no sabemos nada (como un niño), si la vemos desde una guardería, digo, la vida - eso que observado desde afuera llamamos realidad objetiva - no es otra cosa, si nos fijamos con atención, que materia plástica, plastilina, algo que esta esperando que alguien o algo le dé forma. Plastilina, ¡qué imagen!, me quedo con ella. Fuera de los laboratorios no hay realidad objetiva, solo existe quien mira la plastilina y le da forma con su mirada. Solo existen los límites de esa forma, que acaban donde empiezan los de los otros que miran. Fuera de los laboratorios solo existe una realidad, la que constituyen los encuentros y encontronazos constantes entre esas dos miradas incompletas e insuficientes. Dentro de los laboratorios..., ¿quien quiere ser objeto de análisis en manos de un técnico especializado de laboratorio? ¿Para qué?
¿Qué es la experiencia?
Lo que hacemos con la vida, mejor dicho, lo que hacemos con lo que la vida hace con nosotros. No he construido un galimatías. No lo es. La vida es mucho mas grande que cada uno de nosotros. Aunque siempre tengamos el Yo en la boca. Porque Yo...La experiencia es un almacén donde se amontona todo eso. Es una almacén de cosas sentidas (unas mas otras menos), cosas sentidas por nosotros y por los otros en su momento, que con la maceración de los años da el vino de los buenos y los malos sentimientos, que es de lo que primordialmente estamos hechos. La experiencia es la primera forma que le damos a la plastilina. Una primera forma, todavía en bruto, pero, al fin y al cabo una forma, que todo el mundo alberga en sus adentros (como dice la Piquer), y que no puede ser falsa, porque es lo que le hace latir los pulsos.
¿Qué es la literatura?
Es la voz de alguien que no tiene suficiente con esa primera forma en bruto y decide ensanchar su perspectiva, mirar mas allá. Esa voz narradora es una segunda forma, ya mas refinada y estilizada (mas poética decimos), que se ofrece (diálogo) a la primera forma de todos los demás (lectores). Es decir, se ofrece a sus experiencias, para que hagan igualmente ese viaje a donde se ve de otra manera, para que cada uno adquiera, también, su segunda forma. Una segunda forma, que a diferencia de la primera, que era indiferenciada, otorga a quien la obtiene la vitola de lo único e irrepetible. Otorga un halo de indudable excelencia a su humanidad.
¿Cómo se pone en contacto todo esto?
A través de los pasadizos de ida y vuelta que las personas abrimos entre nuestra vida y nuestra experiencia, y los lectores entre nuestra experiencia y la literatura.
En el caso de los primeros, dado que el trato con la vida se acumula en el almacén de nuestra experiencia (los éxitos y los fracasos, lo que quiero ser, lo que soy y lo que no seré nunca, lo que me pasa y lo que le ha pasado al otro, lo que he leído, lo que me habría gustado leer y las lecturas ajenas, lo que entiendo y lo que no entenderé jamás, lo que veo y lo que no alcanzo a escrutar,...), a las personas solo nos debe preocupar que los pasadizos entre nuestra vida y nuestra experiencia estén siempre abiertos y expeditos. Si abrimos el tapón de la experiencia (disco verde), se ponen en marcha nuestros sentimientos, ergo, sentimos, tenemos la posibilidad de captar las formas sensibles (poéticas) que se nos ofrezcan. Si cerramos el tapón de los sentimientos (disco rojo), miramos, para entendernos, con esa cara que ponen las vacas cuando pasa un tren a su lado.
Lo que deben circular por los segundos pasadizos, los que comunican la experiencia del lector con la voz del narrador (literatura), son las preguntas con las que el lector convive en su experiencia y mediante las que quiere dialogar con la voz narradora. Son esas preguntas que, como si fueran machetes, permitirán al lector abrirse camino en la selva de las palabras, mejor dicho, en el trato con el significado de las palabras que leemos. Son esas preguntas que le dirán al lector cuales son las lecturas necesarias y cuales las prescindibles. Son esas preguntas con las que decidiremos mirar la vida de frente, porque lo que leemos va en serio. Son esas preguntas, en fin, que nos permitirán dilucidar, al leer, si el amor a Ruth Morse es como lo imagina Martin Eden, o se parece más a un agujero negro, como lo imagina la madre de Ruth Morse. O si ese amor, cualquier amor, es algo más sombrío, donde su pasión va acompañada de niebla. Algo que oculta lo mismo que revela. Que da y niega. Un amor que, como todos los amores verdaderos, va acompañado de dolor, resentimiento y furia. Una amor que empieza y se puede acabar, la mayoría de la veces de forma nada espectacular, ni clara ni distinta. Son esas preguntas que nos ayudarán a discernir y decidir, un día o ninguno, entre nuestro amor incondicional a los libros (los libros de nuestros sueños) y la lectura absolutamente condicionada por la voz narradora (los libros de nuestra vida).
Si nos ponemos mecanicistas: espacio es igual a velocidad por tiempo. Si nos ponemos cuánticos: energía es igual a masa por la velocidad de la luz al cuadrado. Si nos metemos en una guardería, por aquello de que leer - como ya he dicho en otros escritos - es leer como un niño, por aquello de que solo comenzamos a leer cuando no sabemos nada (como un niño), si la vemos desde una guardería, digo, la vida - eso que observado desde afuera llamamos realidad objetiva - no es otra cosa, si nos fijamos con atención, que materia plástica, plastilina, algo que esta esperando que alguien o algo le dé forma. Plastilina, ¡qué imagen!, me quedo con ella. Fuera de los laboratorios no hay realidad objetiva, solo existe quien mira la plastilina y le da forma con su mirada. Solo existen los límites de esa forma, que acaban donde empiezan los de los otros que miran. Fuera de los laboratorios solo existe una realidad, la que constituyen los encuentros y encontronazos constantes entre esas dos miradas incompletas e insuficientes. Dentro de los laboratorios..., ¿quien quiere ser objeto de análisis en manos de un técnico especializado de laboratorio? ¿Para qué?
¿Qué es la experiencia?
Lo que hacemos con la vida, mejor dicho, lo que hacemos con lo que la vida hace con nosotros. No he construido un galimatías. No lo es. La vida es mucho mas grande que cada uno de nosotros. Aunque siempre tengamos el Yo en la boca. Porque Yo...La experiencia es un almacén donde se amontona todo eso. Es una almacén de cosas sentidas (unas mas otras menos), cosas sentidas por nosotros y por los otros en su momento, que con la maceración de los años da el vino de los buenos y los malos sentimientos, que es de lo que primordialmente estamos hechos. La experiencia es la primera forma que le damos a la plastilina. Una primera forma, todavía en bruto, pero, al fin y al cabo una forma, que todo el mundo alberga en sus adentros (como dice la Piquer), y que no puede ser falsa, porque es lo que le hace latir los pulsos.
¿Qué es la literatura?
Es la voz de alguien que no tiene suficiente con esa primera forma en bruto y decide ensanchar su perspectiva, mirar mas allá. Esa voz narradora es una segunda forma, ya mas refinada y estilizada (mas poética decimos), que se ofrece (diálogo) a la primera forma de todos los demás (lectores). Es decir, se ofrece a sus experiencias, para que hagan igualmente ese viaje a donde se ve de otra manera, para que cada uno adquiera, también, su segunda forma. Una segunda forma, que a diferencia de la primera, que era indiferenciada, otorga a quien la obtiene la vitola de lo único e irrepetible. Otorga un halo de indudable excelencia a su humanidad.
¿Cómo se pone en contacto todo esto?
A través de los pasadizos de ida y vuelta que las personas abrimos entre nuestra vida y nuestra experiencia, y los lectores entre nuestra experiencia y la literatura.
En el caso de los primeros, dado que el trato con la vida se acumula en el almacén de nuestra experiencia (los éxitos y los fracasos, lo que quiero ser, lo que soy y lo que no seré nunca, lo que me pasa y lo que le ha pasado al otro, lo que he leído, lo que me habría gustado leer y las lecturas ajenas, lo que entiendo y lo que no entenderé jamás, lo que veo y lo que no alcanzo a escrutar,...), a las personas solo nos debe preocupar que los pasadizos entre nuestra vida y nuestra experiencia estén siempre abiertos y expeditos. Si abrimos el tapón de la experiencia (disco verde), se ponen en marcha nuestros sentimientos, ergo, sentimos, tenemos la posibilidad de captar las formas sensibles (poéticas) que se nos ofrezcan. Si cerramos el tapón de los sentimientos (disco rojo), miramos, para entendernos, con esa cara que ponen las vacas cuando pasa un tren a su lado.
Lo que deben circular por los segundos pasadizos, los que comunican la experiencia del lector con la voz del narrador (literatura), son las preguntas con las que el lector convive en su experiencia y mediante las que quiere dialogar con la voz narradora. Son esas preguntas que, como si fueran machetes, permitirán al lector abrirse camino en la selva de las palabras, mejor dicho, en el trato con el significado de las palabras que leemos. Son esas preguntas que le dirán al lector cuales son las lecturas necesarias y cuales las prescindibles. Son esas preguntas con las que decidiremos mirar la vida de frente, porque lo que leemos va en serio. Son esas preguntas, en fin, que nos permitirán dilucidar, al leer, si el amor a Ruth Morse es como lo imagina Martin Eden, o se parece más a un agujero negro, como lo imagina la madre de Ruth Morse. O si ese amor, cualquier amor, es algo más sombrío, donde su pasión va acompañada de niebla. Algo que oculta lo mismo que revela. Que da y niega. Un amor que, como todos los amores verdaderos, va acompañado de dolor, resentimiento y furia. Una amor que empieza y se puede acabar, la mayoría de la veces de forma nada espectacular, ni clara ni distinta. Son esas preguntas que nos ayudarán a discernir y decidir, un día o ninguno, entre nuestro amor incondicional a los libros (los libros de nuestros sueños) y la lectura absolutamente condicionada por la voz narradora (los libros de nuestra vida).
jueves, 14 de abril de 2016
ESCRIBIR PARA SEGUIR LEYENDO
A primer golpe de ojo pudiera parecer que la novela de "Martin Eden" va de un joven marinero que un día decide entender los libros, y de su correlato novelesco: casarse con Ruth, conquistar su mundo; hacerse un gusto para gustar a alguien. Sin embargo, yo creo que la lectura es mas compleja y exigente. La historia no va tanto de lo que hace Eden con su vida, como de lo que hace la vida de Eden al entrometerse, sin previo aviso pero con nuestro permiso, en las vidas de quienes lo leemos. Cuando digo vida (tanto en el caso de Eden como del lector) me refiero a la forma de imaginarla y pensarla, es decir, de mirarla: cómo, por qué, hacia donde.
Como leo la novela de London desde el punto de vista de su principal protagonista, Martin Eden, no puedo dejar de sentirme conmovido (moverme con) cuando llega ese momento culminante en el que decide ponerse a escribir.
"Había aprovechado bien aquellos ocho meses y, además de aprender a hablar bien y a tener pensamientos elevados, descubrió muchas cosas de sí mismo. Junto a su humildad por saber tan poco, nació en él un sentimiento muy fuerte de poder. Se daba cuenta de que no era igual que sus compañeros de tripulación, pero era lo bastante sensato para comprender que la diferencia estaba en su potencial más que en sus logros. Lo que el sabía hacer, también sabían hacerlo los demás; pero un oscuro fermento se agitaba en su interior y le decía que había mas cosas en él de las que había demostrado. Lo atormentaba la belleza exquisita del mundo, y deseaba que Ruth pudiera compartirla con él. Decidió que le describiría muchas de las maravillas de los Mares del Sur. Su creatividad se inflamó ante ese pensamiento y le animó a recrear aquella hermosura para una audiencia más amplia que Ruth. Y entonces, rodeada de gloria y esplendor, surgió la gran idea. Escribiría. (...)
Cuando la idea germinó en su cabeza, se adueño de él, y el viaje de regreso a San Francisco pareció un sueño. Le embriagaba un vigor inesperado y se sentía capaz de cualquier cosa. En medio del inmenso y solitario océano, ganó en perspectiva . Con toda la claridad, y por primera vez, vio a Ruth y su mundo. Y aparecieron ante él como algo concreto que podía coger con las dos manos, volver del revés y examinar con profundidad. Había muchas cosas oscuras y nebulosas en ese mundo, pero lo veía en su conjunto, no con detalle, y veía también el modo de conquistarlo. ¡Escribir!
Dos páginas mas adelante el narrador dice.
"Después del desayuno, siguió con su relato por entregas. Las palabras fluían de su pluma, aunque interrumpía con frecuencia el trabajo para buscar definiciones en el diccionario o consultar alguna duda en el libro de retórica. A menudo leía o releía algún capítulo durante esas pausas; y le consolaba pensar que, aunque no escribiera las grandes cosas que sentía en su interior , al menos aprendía a redactar y se preparaba para dar forma y expresar sus ideas."
Martin Eden ha leído mucho y necesita poner orden en todo lo que esas lecturas le ha provocado. Necesita ordenar su pensamiento. Igualmente, como lector, es ese el sentimiento desde el que lo sigo. Eso no quiere decir que Martin Eden antes no tuviera ordenado su pensamiento como marinero, claro que sí. Es el choque con el mundo de los libros y de Ruth lo que le ha provocado el conflicto. Es el no saber en donde nos coloca la voz narradora. Son, por tanto, lo que le hace sentir la lectura y su amor por Ruth, los motivos de que aparezca de forma imprevista esa necesidad irreprimible por saber. De ordenar lo que siente. Al fin y al cabo, de escribir.
¿Qué les pasa a esos lectores a los que no se les puede decir que mientan cuando aseguran que, al igual que Martin Eden, padecen la enfermedad de leer? Es decir, leen mucho, pero nunca les llega la necesidad de escribir, de ordenar, como hace Eden, ese atracón lector. No lo sé. A la respuesta que no escriben porque no lo necesitan, se puede contestar con otra pregunta, ¿y dónde meten todo lo que leen, cómo les alimenta y en que se les nota? Y a usted que le importa. Cierto. Fin del diálogo en el ámbito de la vida.
Pero si queremos seguir dialogando con la vida, no tenemos mas remedio que hacerlo en el ámbito de la ficción. Así me pregunto, ¿que lee Martín Eden? ¿Lee lo necesario? ¿Para qué lee? ¿Se detiene en la lectura y se pregunta por su sentido? Por el sentido de leer un libro u otro en concreto y por el sentido global de la actividad de leer. Además del placer y la diversión que la lectura le comporta, ¿ve la lectura como un trabajo, una tarea? ¿Lee los textos poniendo en marcha sus mejores facultades: el juicio, la memoria, la imaginación? ¿Lee comprobando cómo se construye una realidad -una novela, un cuento,- y aprende que esa capacidad es directamente traducible a sus relaciones con su realidad real? Después de tanto leer, ¿entiende que vivir es construir? ¿Qué la realidad no está dada, qué la realidad se construye? ¿Entiende, en fin, que esa es la experiencia que le ofrece la lectura? ¿Qué ese es su valor de uso?
Más preguntas. ¿Cómo evalua el lector de la novela la forma de leer de Eden? ¿Es evaluar su propia forma de hacerlo? ¿Cómo influye en la actividad lectora de Eden su amor por Ruth, esa otra fuerza desbordante de su imaginación? Martín Eden cree que Ruth Morse entiende lo que lee mejor que él. Cree que Ruth sabe y el no, porque es licenciada en Filosofía y letras, y porque pertenece a una clase distinta, mas culta, con mas dinero. Una clase a la que él quiere pertencer. Pero, ¿se da cuenta de lo que, en el acto de su lectura, significa el saber de Ruth frente a su no saber? Lo digo porque hay muchos lectores que no dicen lo que piensan o imaginan porque creen que no tiene ningún valor, o porque eso que han imagimado o pensado no puede ir a ningún sitio de interés. No estan preparados - justifican su silencio - , y harían el rídiculo frente a los que sí lo están, cuya preparación normalmente la identifican con haber ido a la universidad, o por ahí, como es el caso de Ruth Morse.
Después de pensárselo mucho, "Él le leyó una historia, una de las que consideraba mejores. Se titulaba 'el vino de la vida', y el vino de la historia había embriagado su cerebro mientras la escribía, y volvió a embriagarlo mientras la leía. Había cierta magia en la idea original, y él la había enriquecido con su lenguaje y su estilo. Y el entusiasmo y la pasión con que lo había redactado le arrastraron de nuevo, impidiéndole percibir sus defectos. Pero a Ruth no le ocurría lo mismo. Su fino oído detectaba fallos y exageraciones, el énfasis excesivo del principiante, y, cuando el ritmo de las frases decaía, lo captaba al instante. Sólo parecía ser consciente del ritmo cuando se tornaba demasiado pomposo, y en esos momentos le molestaba su escasa profesionalidad. Y ése fue su veredicto final sobre el relato, en conjunto: era la obra de un aficionado; aunque a él se lo ocultó. Cuando acabó su lectura, le señaló pequeños errores y le dijo que la historia le había gustado.
Pero él se llevó una gran desilusión. Las críticas eran justas. Lo reconocía, pero no estaba compartiendo su trabajo con ella para que le hiciera correcciones escolares. Los detalles carecían de importancia. Sabían cuidarse solos. Él podía corregirlos , podía aprender a corregirlos. Había captado algo extraordinario de la vida y había intentado reflejarlo en su historia. Era ese algo lo que le leía, no la construcción de las frases y los puntos y comas. Quería que ella sintiera lo que sus ojos habían visto, lo que su cerebro había luchado por asimilar y lo que sus manos habían mecanografiado en aquellas páginas. Bueno, había fracasado, decidió en su fuero interno. Tal vez los directores de los periódicos tuvieran razón. Él había percibido ese algo extraordinario, pero no había logrado transmitirlo. Disimuló su decepción, y aceptó con tanta facilidad las criticas de Ruth que la joven no se dio cuenta de que, en el fondo de su alma, estaba en desacuerdo con ella."
Como leo la novela de London desde el punto de vista de su principal protagonista, Martin Eden, no puedo dejar de sentirme conmovido (moverme con) cuando llega ese momento culminante en el que decide ponerse a escribir.
"Había aprovechado bien aquellos ocho meses y, además de aprender a hablar bien y a tener pensamientos elevados, descubrió muchas cosas de sí mismo. Junto a su humildad por saber tan poco, nació en él un sentimiento muy fuerte de poder. Se daba cuenta de que no era igual que sus compañeros de tripulación, pero era lo bastante sensato para comprender que la diferencia estaba en su potencial más que en sus logros. Lo que el sabía hacer, también sabían hacerlo los demás; pero un oscuro fermento se agitaba en su interior y le decía que había mas cosas en él de las que había demostrado. Lo atormentaba la belleza exquisita del mundo, y deseaba que Ruth pudiera compartirla con él. Decidió que le describiría muchas de las maravillas de los Mares del Sur. Su creatividad se inflamó ante ese pensamiento y le animó a recrear aquella hermosura para una audiencia más amplia que Ruth. Y entonces, rodeada de gloria y esplendor, surgió la gran idea. Escribiría. (...)
Cuando la idea germinó en su cabeza, se adueño de él, y el viaje de regreso a San Francisco pareció un sueño. Le embriagaba un vigor inesperado y se sentía capaz de cualquier cosa. En medio del inmenso y solitario océano, ganó en perspectiva . Con toda la claridad, y por primera vez, vio a Ruth y su mundo. Y aparecieron ante él como algo concreto que podía coger con las dos manos, volver del revés y examinar con profundidad. Había muchas cosas oscuras y nebulosas en ese mundo, pero lo veía en su conjunto, no con detalle, y veía también el modo de conquistarlo. ¡Escribir!
Dos páginas mas adelante el narrador dice.
"Después del desayuno, siguió con su relato por entregas. Las palabras fluían de su pluma, aunque interrumpía con frecuencia el trabajo para buscar definiciones en el diccionario o consultar alguna duda en el libro de retórica. A menudo leía o releía algún capítulo durante esas pausas; y le consolaba pensar que, aunque no escribiera las grandes cosas que sentía en su interior , al menos aprendía a redactar y se preparaba para dar forma y expresar sus ideas."
Martin Eden ha leído mucho y necesita poner orden en todo lo que esas lecturas le ha provocado. Necesita ordenar su pensamiento. Igualmente, como lector, es ese el sentimiento desde el que lo sigo. Eso no quiere decir que Martin Eden antes no tuviera ordenado su pensamiento como marinero, claro que sí. Es el choque con el mundo de los libros y de Ruth lo que le ha provocado el conflicto. Es el no saber en donde nos coloca la voz narradora. Son, por tanto, lo que le hace sentir la lectura y su amor por Ruth, los motivos de que aparezca de forma imprevista esa necesidad irreprimible por saber. De ordenar lo que siente. Al fin y al cabo, de escribir.
¿Qué les pasa a esos lectores a los que no se les puede decir que mientan cuando aseguran que, al igual que Martin Eden, padecen la enfermedad de leer? Es decir, leen mucho, pero nunca les llega la necesidad de escribir, de ordenar, como hace Eden, ese atracón lector. No lo sé. A la respuesta que no escriben porque no lo necesitan, se puede contestar con otra pregunta, ¿y dónde meten todo lo que leen, cómo les alimenta y en que se les nota? Y a usted que le importa. Cierto. Fin del diálogo en el ámbito de la vida.
Pero si queremos seguir dialogando con la vida, no tenemos mas remedio que hacerlo en el ámbito de la ficción. Así me pregunto, ¿que lee Martín Eden? ¿Lee lo necesario? ¿Para qué lee? ¿Se detiene en la lectura y se pregunta por su sentido? Por el sentido de leer un libro u otro en concreto y por el sentido global de la actividad de leer. Además del placer y la diversión que la lectura le comporta, ¿ve la lectura como un trabajo, una tarea? ¿Lee los textos poniendo en marcha sus mejores facultades: el juicio, la memoria, la imaginación? ¿Lee comprobando cómo se construye una realidad -una novela, un cuento,- y aprende que esa capacidad es directamente traducible a sus relaciones con su realidad real? Después de tanto leer, ¿entiende que vivir es construir? ¿Qué la realidad no está dada, qué la realidad se construye? ¿Entiende, en fin, que esa es la experiencia que le ofrece la lectura? ¿Qué ese es su valor de uso?
Más preguntas. ¿Cómo evalua el lector de la novela la forma de leer de Eden? ¿Es evaluar su propia forma de hacerlo? ¿Cómo influye en la actividad lectora de Eden su amor por Ruth, esa otra fuerza desbordante de su imaginación? Martín Eden cree que Ruth Morse entiende lo que lee mejor que él. Cree que Ruth sabe y el no, porque es licenciada en Filosofía y letras, y porque pertenece a una clase distinta, mas culta, con mas dinero. Una clase a la que él quiere pertencer. Pero, ¿se da cuenta de lo que, en el acto de su lectura, significa el saber de Ruth frente a su no saber? Lo digo porque hay muchos lectores que no dicen lo que piensan o imaginan porque creen que no tiene ningún valor, o porque eso que han imagimado o pensado no puede ir a ningún sitio de interés. No estan preparados - justifican su silencio - , y harían el rídiculo frente a los que sí lo están, cuya preparación normalmente la identifican con haber ido a la universidad, o por ahí, como es el caso de Ruth Morse.
Después de pensárselo mucho, "Él le leyó una historia, una de las que consideraba mejores. Se titulaba 'el vino de la vida', y el vino de la historia había embriagado su cerebro mientras la escribía, y volvió a embriagarlo mientras la leía. Había cierta magia en la idea original, y él la había enriquecido con su lenguaje y su estilo. Y el entusiasmo y la pasión con que lo había redactado le arrastraron de nuevo, impidiéndole percibir sus defectos. Pero a Ruth no le ocurría lo mismo. Su fino oído detectaba fallos y exageraciones, el énfasis excesivo del principiante, y, cuando el ritmo de las frases decaía, lo captaba al instante. Sólo parecía ser consciente del ritmo cuando se tornaba demasiado pomposo, y en esos momentos le molestaba su escasa profesionalidad. Y ése fue su veredicto final sobre el relato, en conjunto: era la obra de un aficionado; aunque a él se lo ocultó. Cuando acabó su lectura, le señaló pequeños errores y le dijo que la historia le había gustado.
Pero él se llevó una gran desilusión. Las críticas eran justas. Lo reconocía, pero no estaba compartiendo su trabajo con ella para que le hiciera correcciones escolares. Los detalles carecían de importancia. Sabían cuidarse solos. Él podía corregirlos , podía aprender a corregirlos. Había captado algo extraordinario de la vida y había intentado reflejarlo en su historia. Era ese algo lo que le leía, no la construcción de las frases y los puntos y comas. Quería que ella sintiera lo que sus ojos habían visto, lo que su cerebro había luchado por asimilar y lo que sus manos habían mecanografiado en aquellas páginas. Bueno, había fracasado, decidió en su fuero interno. Tal vez los directores de los periódicos tuvieran razón. Él había percibido ese algo extraordinario, pero no había logrado transmitirlo. Disimuló su decepción, y aceptó con tanta facilidad las criticas de Ruth que la joven no se dio cuenta de que, en el fondo de su alma, estaba en desacuerdo con ella."
miércoles, 13 de abril de 2016
¿QUÉ ES LO QUE QUEREMOS, TENER LA RAZÓN O SABER LA VERDAD?
Lo que me parece mas interesante del itinerario de Martin Eden es comprobar como se cumple la aseveración siguiente: la única manera de acceder a la verdad de la vida no es, como pudiera parecer lógico y razonable, viviendo con intensidad la propia vida, sino a través de la experiencia de la ficción. ¿Por qué? Porque la verdad es mas inquietante, perturbadora, misteriosa, inabarcable que la razón. Porque en la vida se puede, o no, tener razon, pero no se puede tener la verdad. Porque en la ficcion ningún lector tiene la razón, pero aspiramos conjuntamente a la verdad. No es un galimatías, pensemos un momento en ello.
¿Cómo se lee la novela de Martin Eden? Mediante la razón de la vida, es decir, los saberes ajenos, enfrentados a mi saber, para ver quien tiene la razón, o para ver como la partida queda en tablas. O mediante el diálogo con los demás lectores tratando de buscar la verdad: desde mi ignorancia (no saber) preguntando con ahínco a las demás ignorancias (no saberes ajenos), a ver si al final podemos saber algo mas, conscientes de que ese esfuerzo no nos permitirá saberlo todo. La verdad siempre es escurridiza, por eso no es la razón.
Todo lo anterior viene a cuento de lo siguiente. En el capítulo III Martin Eden abandona deslumbrado la casa de Ruth, donde ha (hemos) conocido a la familia de la chica y se dirige a su casa donde conocemos a su familia. Los siguientes capítulos lo vemos deambular en ese ambiente, lo que permite al lector saber donde vive Eden. Hasta el capítulo seis en que lo vemos entrar en una biblioteca. ¿Cómo nos relacionamos, cómo leemos con Eden a partir de ese momento en el que ya sabemos cual es la situación de su vida presente? Con la razón de la vida: chico pobre que aspira al mundo de los ricos. Chico que se desclasa, es decir, que se desquicia, se sale de su sitio mientras intenta entrar en el sitio de los otros, que piensa que es mejor. Lo expresa así: "quiero respirar una aire como el que usted respira aquí: aire de libros, de cuadros, de cosas hermosas, de gente que habla en voz baja y no a voces, que son limpios y tiene pensamientos limpios". O con el diálogo de la literatura: chico que está hecho un lío, que no sabe (como no saben los lectores), que entra en la biblioteca porque es donde se encuentran los libros que le permitirán el acceso al mundo en que se imagina vive Ruth, chico que ahí se siente perdido. Lee confusamente pues no consigue ordenar lo que lee. No entiende nada. ¿A qué Martin Eden hemos acompañado a partir de este momento: al hambriento pero atolondrado lector o al marinero arribista? ¿Cual nos interesa más? ¿Qué es lo que determina el destino de Martin Eden: su mala forma de leer o su ciega ambición? ¿Qué es lo que lleva a qué? Y los lectores, ¿qué es lo queremos, tener la razón o saber la verdad?
¿Cómo se lee la novela de Martin Eden? Mediante la razón de la vida, es decir, los saberes ajenos, enfrentados a mi saber, para ver quien tiene la razón, o para ver como la partida queda en tablas. O mediante el diálogo con los demás lectores tratando de buscar la verdad: desde mi ignorancia (no saber) preguntando con ahínco a las demás ignorancias (no saberes ajenos), a ver si al final podemos saber algo mas, conscientes de que ese esfuerzo no nos permitirá saberlo todo. La verdad siempre es escurridiza, por eso no es la razón.
Todo lo anterior viene a cuento de lo siguiente. En el capítulo III Martin Eden abandona deslumbrado la casa de Ruth, donde ha (hemos) conocido a la familia de la chica y se dirige a su casa donde conocemos a su familia. Los siguientes capítulos lo vemos deambular en ese ambiente, lo que permite al lector saber donde vive Eden. Hasta el capítulo seis en que lo vemos entrar en una biblioteca. ¿Cómo nos relacionamos, cómo leemos con Eden a partir de ese momento en el que ya sabemos cual es la situación de su vida presente? Con la razón de la vida: chico pobre que aspira al mundo de los ricos. Chico que se desclasa, es decir, que se desquicia, se sale de su sitio mientras intenta entrar en el sitio de los otros, que piensa que es mejor. Lo expresa así: "quiero respirar una aire como el que usted respira aquí: aire de libros, de cuadros, de cosas hermosas, de gente que habla en voz baja y no a voces, que son limpios y tiene pensamientos limpios". O con el diálogo de la literatura: chico que está hecho un lío, que no sabe (como no saben los lectores), que entra en la biblioteca porque es donde se encuentran los libros que le permitirán el acceso al mundo en que se imagina vive Ruth, chico que ahí se siente perdido. Lee confusamente pues no consigue ordenar lo que lee. No entiende nada. ¿A qué Martin Eden hemos acompañado a partir de este momento: al hambriento pero atolondrado lector o al marinero arribista? ¿Cual nos interesa más? ¿Qué es lo que determina el destino de Martin Eden: su mala forma de leer o su ciega ambición? ¿Qué es lo que lleva a qué? Y los lectores, ¿qué es lo queremos, tener la razón o saber la verdad?
martes, 12 de abril de 2016
MARTIN EDEN, de Jack London
Como todo ser vivo Martin Eden es un vividor, es decir, vive la vida que tiene, mejor dicho, la vida que le dejan tener. Pero, también, Martín Edén es un ser hablante, es decir, usa las palabras para poder ganarse la vida que vive. Es marinero. Es un buen experto en asuntos del mar. Ese mundo. Pero como todo ser vivo y hablante tiene alma o conciencia, tiene sentimientos, se da cuenta de hasta donde llegan las palabras con las que habla mientras trabaja, mientras vive. Un día entra en una casa y descubre que hay muchos libros, él que no conoce casi nada del mundo que hay en los libros. Y, también, conoce a una mujer, Ruth, él que ha conocido a tantas mujeres. Sin darnos cuenta con ese puñado de páginas ya estamos metidos de lleno en el volcán mas grande y mas poderosos en el que se pueda meter un ser vivo hablante, con alma y sentimientos. Ahí dentro se encuentran, bullendo a pleno rendimiento, las palabras de la vida, las palabras de la literatura, la mujer (o el hombre) de la vida o de nuestra vida, la mujer (o el hombre) de nuestros sueños.
Si nos fijamos, lo que le ocurre a Martin Eden es, ni mas ni menos, lo que a todos esos expertos en salud, en levantar edificios y puentes, expertos en leyes, en proporcionar información, en que la injusticia no sea del todo insoportable, en dar una adecuada imagen, en pedagogía, etc. que acuden a las aulas de creación literaria de las universidades europeas y norteamericanas porque necesitan cambiar la perspectiva de su lenguaje, ya que el de su profesión se les ha quedado alicorto.
Escuchemos con atención, con devoción me atrevería a decir, algunas de las primeras palabras del personaje de Martin Eden, de la mano de ese portento de narrador en tercera persona, el mismo que reclama nuestra presencia desde la primera línea del relato:
“Abrió la puerta con una llave y entró, seguido de un joven que se quitó torpemente la gorra. Su rudo atuendo evocaba el mar, y era obvio que no estaba en su elemento en aquel espacioso vestíbulo. No sabía qué hacer con la gorra, e iba a guardarla en el bolsillo del abrigo cuando el otro se la cogió. Lo hizo en silencio, con naturalidad, y el joven se lo agradeció.
‘El se hace cargo – pensó -. Me echará una mano’.
Siguió a su compañero balanceándose los hombros y con las piernas muy separadas, como si pisara la cubierta de un barco que cabecease. (...)
Cuando le rodeaba era desconocido, le intimidaba lo que pudiera ocurrir, ignoraba cómo debía comportarse, consciente de que andaba y se desenvolvía con torpeza, temeroso de que todo su ser reflejaba la misma falta de refinamiento. Era extremadamente sensible y muy tímido, y la mirada divertida que el otro le dirigió, disimuladamente, por encima de la carta pareció clavarse en él como una puñalada. Vio la mirada, pero no lo exorcizó, pues entre las cosas que había aprendido estaba la disciplina. Se maldijo por haber ido, y al mismo tiempo tomó la decisión de que ocurriera lo que ocurriera, seguía adelante. (...)
Un oleo llamó poderosamente su atención: un fuerte oleaje azotaba con violencia las rocas, nubes amenazadoras cubrían el cielo, y, mas allá de la línea de las olas, una goleta - ciñendo a rabiar, tan escorada que podían verse todos los detalles de su cubierta - se recortaba sobre el cielo tormentoso del crepúsculo. Era un cuadro precioso, y se sintió fascinado por él. Olvidó su andar desmañado y se acercó a dos pasos. (...)
Mientras su amigo leía la carta, vio los libros sobre la mesa. En sus ojos brilló la misma avidez que en los de un hombre hambriento ante la comida. Una impetuosa zancada, acompañada del balanceo de sus hombros, le llevó hasta la mesa, donde empezó a tocar los libros con cariño. Miró títulos y los autores, leyó algunos fragmentos, acarició los volúmenes con los ojos y con las manos, y sólo reconoció uno que ya hubiera leído. Los demás escritores y las demás obras le resultaban desconocidas. (...)
Se enfrascó nuevamente en el texto. No se dio cuenta de que una joven había entrado en la habitación. De pronto oyó decir a Arthur:
- Ruth, te presento al señor Eden.
Cerró el libro con el dedo índice entre sus páginas y se dio la vuelta emocionado (quien no se siente así cuando nos reconocen por primera vez, fuera del ámbito doméstico en que nos movemos, y del que aspiramos a salir), no por la presencia de la joven, sino por las palabras de su hermano. Aquel cuerpo musculoso escondía una masa de vibrante sensibilidad. Bastaba la más pequeña conmoción del mundo exterior sobre su conciencia para que sus pensamientos, simpatías y emociones se inflaran. Era extraordinariamente receptivo e impresionable, y su desbordante imaginación no dejaba nunca de establecer comparaciones (...) Y entonces se dio la vuelta y vio a la joven. Todos sus fantasmas se desvanecieron al contemplarla. Era una criatura pálida, éterea, de grandes y espirituales ojos azules y abundante cabellera dorada. Lo único que supo de su vestido fue que era maravilloso como ella. La comparó con una flor de oro pálido sobre un tallo muy fino. No, era un espíritu, una divinidad, una diosa, una belleza tan sublime no podía ser terrena. O quizá los libros tuvieran razón, y hubiera muchas mujers como ella entre la clase alta".
Uff, qué adjetivos, qué imágenes a servicio de fijar este instante, en el que el alma del protagonista tiembla y bulle sin contención, para que el lector lo pueda ver y sentir al mismo tiempo, para que lo pueda compartir, uff que narrador.
Uff, qué adjetivos, qué imágenes a servicio de fijar este instante, en el que el alma del protagonista tiembla y bulle sin contención, para que el lector lo pueda ver y sentir al mismo tiempo, para que lo pueda compartir, uff que narrador.
Si yo tuviese que narrar la experiencia de un lector bisoño no me alejaría, en lo que tienen de significativo y de constante, de las palabras anteriores del narrador de Martin Eden. Rudeza en la forma de expresar lo que ha leído y sensación constante por mi parte de que el nuevo lector se encuentra como un elefante en una cacharrería ante lo que los demás lectores van hablando y, sobre todo, ante las preguntas que se vuelcan sobre la mesa. Pero, también, es justo destacar esos momentos de esplendor y de lucidez donde el nuevo lector, al igual que Martin Eden frente al cuadro y los libros que desconoce, endereza su hablar técnico desmañado y, sobreponiéndose a su falta de refinamiento narrativo, hablando a dos pasos deja ver toda la fuerza de la sensibilidad que lleva dentro. Todo su potencial creativo.
No hace falta insistir en que Martín Eden, antes de entrar en la casa donde se encuentra con los libros que desconoce, también sabe. Pero lo que sabe - que es lo propio de todo ser vivo y hablante, y experto en algo para ganarse la vida - no le va a servir de nada para entender lo que dicen esos libros que desconoce. De esto también se da cuenta Martin Eden desde el principio. Sería deseable que, junto a lo que nos diga el narrador, fuese la guía principal de la lectura de quienes lo acompañemos en su aventura. Que, sin lugar a dudas, será también la nuestra.
sábado, 9 de abril de 2016
EL HOMBRE QUE AMABA AL PRÓJIMO, un cuento de Virginia Woolf
Tuve que leer el relato tres veces hasta darme cuenta de la importancia significativa que tienen las primeras palabras del narrador. Unas primeras palabras que eran las últimas, aunque eso lo supe cuando acabé de leerlo. Son importantes porque se dirigen a la conciencia y sentimentalidad del lector, es decir, a su capacidad de darles cobijo ahí en su seno (no se dirigen a su necesidad de consumirlas convulsivamente o de forma rutinaria). Y son significativas porque determinan con su forma de presentarse el lugar de esa conciencia y esa sentimentalidad desde el que tengo que oírlas. Y también las condiciones de posibilidad de lo que el lector pueda llegar a decir sobre lo que haga con ellas y sobre lo que ellas hagan con el lector. El problema es que todo esto es explícito solo en el momento que yo lo digo, y solo me sirve a mi, para vivir, para sobrevivir, para poder percibir el mundo, pero nunca debe ser usado por los otros lectores como un manual de instrucciones. Aquí radica, pienso yo, el peligro que existe al sacar momentáneamente a la luz lo que ha estado y debe seguir estando oculto. La importancia significativa que tienen esas primeras palabras del cuento de Woolf es implícita, solo la experiencia de cada lector puede hacerla explícita ante los otros lectores. Pero solo cada lector, uno a uno, sabe que naturaleza y dimensión tiene el alojamiento de esas palabras en su conciencia y sentimentalidad. Sin este trabajo previo, arduo, duro, exigente por parte del lector, el cuento de doña Virginia no tiene el más mínimo interés.
El no saber cuál es el lugar desde donde se lee no implica que el lector, presionado porque tiene que decir algo, no lo haga desde el estrado de juez que el mismo se ha nombrado sin tener que opositar. Sin sonrojarse lo más mínimo, juzga y sentencia. O lo que es lo mismo, el susodicho lector tiene también su manual de instrucciones para cada caso. Cuando las palabras de los lectores entran en este fango, su lectura se atasca, y es muy difícil salir de ahí. Para tal eventialidad recuerdo las palabras que Albert Camus pronunció en el discurso de recibimiento del premio Nobel: "No podemos mentir sobre los que sabemos, y debemos aguantar esa presión". Aunque puedan producir estupor, frases como ésta me parecen un efectivo disolvente contra todos los manuales de instrucciones, que pretendan salir a la palestra con ánimo de quedarse para aleccionar.
Prickett Ellis (el militante fanático),
"Se veía en el papel de sabio y tolerante servidor de la humanidad. Y sentía deseos de repetir esas frases en voz alta. Era desagradable que la conciencia de su bondad hirviera en su fuero interno. Era todavía más desagradable que a nadie pudiera decir lo que la gente había dicho de él. Gracias a Dios, repetía una y otra vez, mañana volveré a emprender mi trabajo; pero, a pesar de esto, ya no podía quedar satisfecho con el hecho de coger la puerta e irse a casa. Tenía que quedarse hasta haberse justificado. Pero, ¿cómo iba a justificarse? En aquella estancia rebosante de gente, no conocía a nadie con quien pudiera hablar".
La señorita O'Keefe (la esteta convulsa)
"no tenía palabras con que expresar el horror que la historia provocó en ella. En primer lugar, la vanidad de Prickett Ellis; en segundo lugar, la manera indecente con que hablaba de los humanos sentimientos; era una blasfemia; nadie en el mundo tenía derecho a contar una historia a fin de demostrar que amaba al prójimo. Sin embargo, mientras Prickett Ellis habló - del viejo en pie y erguido pronunciando su discursito -, las lágrimas acudieron a los ojos de la señorita O'Keefe; ¡ah, si alguien le hubiera dicho aquello a ella!, pero, a pesar de todo, la señorita O'Keefe pensó que era precisamente esto lo que condenaba irremediablemente a la humanidad; la gente nunca llegaría más allá, siempre habría Brunners soltando discursos a Prickett Ellis, y los Prickett Ellis estaría siempre diciendo lo mucho que aman al prójimo; siempre serían perezosos, transigentes y temerosos de la belleza. De ahí nacen la revoluciones; de la pereza y el temor y este amor a las escenas conmovedoras".
Son dos presencias en el cuento que pueden producir un tumultuoso escándalo en el lector poco habituado a conversaciones como la que aquellos mantienen, una vez que han abandonado el escenario del teatro de las apariencias donde vive Richard Dalloway (el anfitrión apaciguador), que los ha presentado en la página anterior.
Cara a cara, y a la intemperie, fuera del calor protector de la fiesta, Ellis y O'Keefe se enfrentan a la experiencia de su propio desgaste y deterioro. De su propio fracaso. Y si el lector está bien colocado desde el principio de su lectura no puede evitar hacer lo mismo. Ellis y O'Keefe que se creen guais, más solidarios y lúcidos que cualquiera de los que se han quedado dentro en la fiesta, comprueban mientras intercambian sus palabras que no son nadie. Se dan cuenta del papel anestesiador del grupo, del clan, de la familia, en fin, del rebaño, que sigue a su ji ji ja ja en la fiesta que ha organizado Dalloway. ¿Qué hace el lector, que la pericia del narrador lo ha sacado también de la fiesta, ante la conversación que mantienen Ellis y O'Keefe en la última página del cuento? ¿Llamarles cínicos, estúpidos, arrogantes, elititistas,...? "Los dos eran muy desdichados", dice el narrador a punto de concluir el cuento. Desdichados como todos los que aparentan creer en el éxito de sus vidas, es decir, como todos los que no quieren aprender a ser mortales.
La frase de Camus embrida, entonces, de forma inesperada a las tres almas perdidas que protagonizan esa última página: Ellis, O'Keefe y el lector. No podéis mentir sobre lo que sabéis. Tened valor y coraje para aguantar su presión. Desprenderos del miedo que no podéis administrar. No huyáis. Y, sobre todo, no volváis a la fiesta que organiza Richard Dalloway.
El no saber cuál es el lugar desde donde se lee no implica que el lector, presionado porque tiene que decir algo, no lo haga desde el estrado de juez que el mismo se ha nombrado sin tener que opositar. Sin sonrojarse lo más mínimo, juzga y sentencia. O lo que es lo mismo, el susodicho lector tiene también su manual de instrucciones para cada caso. Cuando las palabras de los lectores entran en este fango, su lectura se atasca, y es muy difícil salir de ahí. Para tal eventialidad recuerdo las palabras que Albert Camus pronunció en el discurso de recibimiento del premio Nobel: "No podemos mentir sobre los que sabemos, y debemos aguantar esa presión". Aunque puedan producir estupor, frases como ésta me parecen un efectivo disolvente contra todos los manuales de instrucciones, que pretendan salir a la palestra con ánimo de quedarse para aleccionar.
Prickett Ellis (el militante fanático),
"Se veía en el papel de sabio y tolerante servidor de la humanidad. Y sentía deseos de repetir esas frases en voz alta. Era desagradable que la conciencia de su bondad hirviera en su fuero interno. Era todavía más desagradable que a nadie pudiera decir lo que la gente había dicho de él. Gracias a Dios, repetía una y otra vez, mañana volveré a emprender mi trabajo; pero, a pesar de esto, ya no podía quedar satisfecho con el hecho de coger la puerta e irse a casa. Tenía que quedarse hasta haberse justificado. Pero, ¿cómo iba a justificarse? En aquella estancia rebosante de gente, no conocía a nadie con quien pudiera hablar".
La señorita O'Keefe (la esteta convulsa)
"no tenía palabras con que expresar el horror que la historia provocó en ella. En primer lugar, la vanidad de Prickett Ellis; en segundo lugar, la manera indecente con que hablaba de los humanos sentimientos; era una blasfemia; nadie en el mundo tenía derecho a contar una historia a fin de demostrar que amaba al prójimo. Sin embargo, mientras Prickett Ellis habló - del viejo en pie y erguido pronunciando su discursito -, las lágrimas acudieron a los ojos de la señorita O'Keefe; ¡ah, si alguien le hubiera dicho aquello a ella!, pero, a pesar de todo, la señorita O'Keefe pensó que era precisamente esto lo que condenaba irremediablemente a la humanidad; la gente nunca llegaría más allá, siempre habría Brunners soltando discursos a Prickett Ellis, y los Prickett Ellis estaría siempre diciendo lo mucho que aman al prójimo; siempre serían perezosos, transigentes y temerosos de la belleza. De ahí nacen la revoluciones; de la pereza y el temor y este amor a las escenas conmovedoras".
Son dos presencias en el cuento que pueden producir un tumultuoso escándalo en el lector poco habituado a conversaciones como la que aquellos mantienen, una vez que han abandonado el escenario del teatro de las apariencias donde vive Richard Dalloway (el anfitrión apaciguador), que los ha presentado en la página anterior.
Cara a cara, y a la intemperie, fuera del calor protector de la fiesta, Ellis y O'Keefe se enfrentan a la experiencia de su propio desgaste y deterioro. De su propio fracaso. Y si el lector está bien colocado desde el principio de su lectura no puede evitar hacer lo mismo. Ellis y O'Keefe que se creen guais, más solidarios y lúcidos que cualquiera de los que se han quedado dentro en la fiesta, comprueban mientras intercambian sus palabras que no son nadie. Se dan cuenta del papel anestesiador del grupo, del clan, de la familia, en fin, del rebaño, que sigue a su ji ji ja ja en la fiesta que ha organizado Dalloway. ¿Qué hace el lector, que la pericia del narrador lo ha sacado también de la fiesta, ante la conversación que mantienen Ellis y O'Keefe en la última página del cuento? ¿Llamarles cínicos, estúpidos, arrogantes, elititistas,...? "Los dos eran muy desdichados", dice el narrador a punto de concluir el cuento. Desdichados como todos los que aparentan creer en el éxito de sus vidas, es decir, como todos los que no quieren aprender a ser mortales.
La frase de Camus embrida, entonces, de forma inesperada a las tres almas perdidas que protagonizan esa última página: Ellis, O'Keefe y el lector. No podéis mentir sobre lo que sabéis. Tened valor y coraje para aguantar su presión. Desprenderos del miedo que no podéis administrar. No huyáis. Y, sobre todo, no volváis a la fiesta que organiza Richard Dalloway.
viernes, 8 de abril de 2016
BROOKLYN, película de John Crowley
No sé qué cara se nos pone, y que le ocurre a nuestra conciencia, cuando somos extranjeros de nosotros mismos, exiliados en el salón de nuestra casa, o al otro lado del Atlántico, pues en estos menesteres, tanto da. Porque esto de sentirse exiliado o extranjero, vivas donde vivas, se parecen todos al hecho de estar perdidamente enamorado de alguien que no te hace caso. Todo el mundo sigue a tu alrededor la vida normal y a uno todo le da vueltas hasta el punto de sentirse morir en medio de tanta y sofocante normalidad. Luego pasa el tiempo, compruebas felizmente que no te mueres, y te das cuenta de que ser extranjero siempre, estés donde estés y en compañía de quién estés, es tu forma particular de estar en el mundo. O de otra manera, es tu destino y tu carácter.
"Brooklyn", la peli de John Crowley, debe servir para lo de la cara. La novela homónima del escritor Colm Toibín debe servir para lo de la conciencia. ¿Cuál es el rostro del exilio?
Voy a la peli. La cara es la de la protagonista, Eilis Lacey, una chica de familia humilde que no encuentra trabajo en el pequeño pueblo del sudeste de Irlanda en el que vive. Cuando, iglesia mediante, le ofrecen un trabajo en unos grandes almacenes de Nueva York, no duda en aceptarlo. Al subir los títulos de crédito pensé: flojita. Aunque mas tarde pensé en la conveniencia de ese adjetivo.
Por ceñirme al lenguaje cinematográfico, ¿qué rostro da cuenta de ese despropósito que es el exilio a que se empuja a todo ser humano al nacer, dejándole como única misión aprender a ser mortal, en compañía de otros seres mortales? Si en verdad somos exiliados de nosotros mismos, acompañados de diferentes maneras a lo largo de nuestra vida, entonces, ¿por qué califiqué yo de flojita a la película? ¿No es un adjetivo más propio de la jerga de gente integrada sin fisuras, gente de la academia vigilante del canon? El rostro de la mujer protagonista de la película trasmite una fuerza oculta que nace de su inexpresividad, y que desentona con esa "banalidad y flojera ambiental" con que, dije yo nada más salir del cine, está tratado todo lo que lo rodea. ¿Le he prestado toda la atención que merecía? ¿He tratado de dialogar con ese rostro desde mi experiencia de exiliado? ¿O era toda la banalidad y flojera exterior lo que le daba forma a toda esa resistente belleza?
El rostro de Eilis no es flojito, pero tampoco aparece desquiciado por el dolor del exilio, ¿era eso lo yo que esperaba? A la película a lo mejor le falta perspectiva, pero no sé responder hacia dónde. ¿Entonces? ¿Y entonces lo de flojita? Por ejemplo, a Eilis no se la ve llorar en ningún momento de forma desconsolada y a lágrima chorreante, que me hubiera parecido una escena previsible en una historia de ese tipo. Cualquier exiliado de carne y hueso lo hace en algún momento de su exilio. La experiencia del exilio va ligada al llanto. El rostro de Eilis solo mira la normalidad que le rodea, ella que al principio se siente fuera de todo. ¿Flojita por qué no salen chispas de ese encuentro? ¿O flojita por qué Eilis se va dejando llevar por esa normalidad? ¿O flojita porque la normalidad que rodea a la exiliada Eilis tiene un protagonismo exagerado y poco excitante? Ejemplo: se deja enamorar por un italiano guapo miembro de una familia que, vaya por dios, no es mafiosa. Es "decente". Como la familia que dejó en Irlanda. ¿Si se hubiera enamorado de un miembro , pongamos, de la familia Gambino, hubiera sido menos flojita, más "decente" cinematográficamente hablando?
"Brooklyn", la peli de John Crowley, debe servir para lo de la cara. La novela homónima del escritor Colm Toibín debe servir para lo de la conciencia. ¿Cuál es el rostro del exilio?
Voy a la peli. La cara es la de la protagonista, Eilis Lacey, una chica de familia humilde que no encuentra trabajo en el pequeño pueblo del sudeste de Irlanda en el que vive. Cuando, iglesia mediante, le ofrecen un trabajo en unos grandes almacenes de Nueva York, no duda en aceptarlo. Al subir los títulos de crédito pensé: flojita. Aunque mas tarde pensé en la conveniencia de ese adjetivo.
Por ceñirme al lenguaje cinematográfico, ¿qué rostro da cuenta de ese despropósito que es el exilio a que se empuja a todo ser humano al nacer, dejándole como única misión aprender a ser mortal, en compañía de otros seres mortales? Si en verdad somos exiliados de nosotros mismos, acompañados de diferentes maneras a lo largo de nuestra vida, entonces, ¿por qué califiqué yo de flojita a la película? ¿No es un adjetivo más propio de la jerga de gente integrada sin fisuras, gente de la academia vigilante del canon? El rostro de la mujer protagonista de la película trasmite una fuerza oculta que nace de su inexpresividad, y que desentona con esa "banalidad y flojera ambiental" con que, dije yo nada más salir del cine, está tratado todo lo que lo rodea. ¿Le he prestado toda la atención que merecía? ¿He tratado de dialogar con ese rostro desde mi experiencia de exiliado? ¿O era toda la banalidad y flojera exterior lo que le daba forma a toda esa resistente belleza?
El rostro de Eilis no es flojito, pero tampoco aparece desquiciado por el dolor del exilio, ¿era eso lo yo que esperaba? A la película a lo mejor le falta perspectiva, pero no sé responder hacia dónde. ¿Entonces? ¿Y entonces lo de flojita? Por ejemplo, a Eilis no se la ve llorar en ningún momento de forma desconsolada y a lágrima chorreante, que me hubiera parecido una escena previsible en una historia de ese tipo. Cualquier exiliado de carne y hueso lo hace en algún momento de su exilio. La experiencia del exilio va ligada al llanto. El rostro de Eilis solo mira la normalidad que le rodea, ella que al principio se siente fuera de todo. ¿Flojita por qué no salen chispas de ese encuentro? ¿O flojita por qué Eilis se va dejando llevar por esa normalidad? ¿O flojita porque la normalidad que rodea a la exiliada Eilis tiene un protagonismo exagerado y poco excitante? Ejemplo: se deja enamorar por un italiano guapo miembro de una familia que, vaya por dios, no es mafiosa. Es "decente". Como la familia que dejó en Irlanda. ¿Si se hubiera enamorado de un miembro , pongamos, de la familia Gambino, hubiera sido menos flojita, más "decente" cinematográficamente hablando?
jueves, 7 de abril de 2016
EL EXILIO IMPOSIBLE. STEFAN ZWEIG EN EL FIN DEL MUNDO, libro de George Prochnik
Estamos llegando juntos a ese final del camino que, en esta ocasión, de antemano todos sabemos. Lo saben los protagonistas, Stefan Zweig y su mujer Lotte, lo sabe el narrador de su exilio imposible, George Prochnick, y lo sé yo como lector. Todo acabará el domingo día 22 de febrero de 1942, en el dormitorio del domicilio que los Zweig han alquilado en la ciudad brasileña de Petróplis. Fin del camino que implica esa posada y una tumba. La lectura es parsimoniosa, como ha sido desde el principio. No hay prisa. Dos o tres páginas cada noche.
Por la misma razón que calificamos a todo lo que hay antes la muerte con el sustantivo vida, y creemos, contra viento y marea, que esa vida consigue un equilibro irreductible solo quebrado por esa muerte, que nos parece ajena por lo que nos cuesta entender que alguien tome la decisión de anticiparse a ella. Pues si, como nos vanagloriamos sin cesar, somos dueños de nuestra vida, no es concebible, como sería lógico pensar, que lo podamos ser también de nuestra propia muerte. El suicido atenta directamente contra la línea de flotación de esa forma de concebir el mundo como la conjunción afirmativa de una serie de valores reunidos alrededor de algún eslogan o titular. Ayer, por ejemplo, la vida es un valle de lágrimas pero al final está la posibilidad de ganar el cielo, o como la concebía Zweig, según cuenta Prochnik, "el sueño de la unidad humana en la tierra y la capacidad del arte para inducir una trascendencia terrena, todas las aflicciones y partidismos mezquinos sublimados en un éxtasis estético", o como de forma mayoritaria se concibe hoy, la vida es un constante espectáculo para pasárselo bien, como la manera de ser y estar en el mundo bajo un único "imperativo" tan gaseoso como eludible, que alienta el dejar ser y dejar estar. En ningún caso se concibe la vida como un conjunto de fuerzas enfrentadas entre sí, sin orden ni concierto y de forma permanente, y sin capacidad alguna para alcanzar algún tipo de equilibrio. Zweig adoraba a Erasmo y Montaigne, pero maldecía a Lutero. Y tengo la sensación de que nunca leyó con detenimiento y determinación a Nietzsche, ni prestó la menor atención a la filosofía zen ni a Confucio. ¿Todavía era un europeo humanista pero con bigote imperial austro húngaro? Me lo hacen pensar las palabras del narrador Prochnik:
"Está claro que el suicidio de Stefan Zweig era inevitable desde hacía tiempo. Y para mí, el aspecto realmente angustioso de ese hecho no es su muerte, sino el hecho de que crease una situación en a que su joven esposa, a la que amaba profundamente, sintiera que no tenía otra elección que acompañarle. O quizá, para expresarlo mejor, hizo que decidiera seguirle. La muerte de Lotte es terrible. Y sobre su final se cierne aún un fondo de misterio. Porque las pruebas forense revelaron que ella no murió al mismo tiempo que Stefan. Cuando descubrieron los cuerpos, el suyo, a diferencia del de Stefan, todavía estaba caliente. Ella tomó el veneno después que él."
¿La fuerza de su amor por Lotte y la de su amor por cómo se imaginaba el mundo, y en concreto Europa, contra la fuerza de su impaciencia, al fin y al cabo, la que lo llevó a la tumba? De otra manera, ¿"el dolor no sólo de ser excluido, sino de saberse uno mismo agente de su propia exclusión"? ¿No es éste el dolor de quién se cree solo observador del mundo, y nunca se siente observado por ese mismo mundo? ¿No es el dolor, ademas de los impacientes, de los vanidosos? ¿No era lo que más molestaba a Musil de la literatura de Zweig? La vida del autor austriaco, tal y como la cuenta Prochnik, puede ser considerada como la fuente inspiradora de los buenistas actuales. Ergo, ¿por qué no aumenta el número de suicidios, si al final será, hoy como ayer, la fuerza de su impaciencia y vanidad la que acabará por afearlo y arruinarlo todo? ¿Por qué son más cínicos que Zweig o más ignorantes? ¿O por qué en un mundo globalizado, después de la experiencia de los grandes desastres que Zweig no llegó a conocer, es imposible el exilio tal y como lo vivió y sintió el austríaco, e imposible también el dolor inmenso que lo acompañó? ¿O por qué ya nadie se pregunta, cómo Zweig lo hizo durante toda su vida, "¿cuánta realidad podían soportar nuestros sueños en este mundo antes de quedar enfangados irremediablemente.?" En fin, o como dice Han, lo es ¿por qué somos todos irreversiblemente de vidrio?
Zweig lo idealizaba todo de forma absoluta. La Europa que dejó desangrándose y el Brasil colorista y lleno de naturaleza que lo recibió, haciendo caso omiso de que estuviera gobernado por un filo fascista italiano, Getulio Vargas. Después de no poder idealizar el mundo en Bath, cerca de Londres, a pesar del entusiasmo que le despertó la jardinería británica, ya que "como observaba Jules Romains, Zweig encontraba opresiva la insularidad del país, y no podía acostumbrarse a que las ciudades inglesas careciesen de toda apariencia externa de felicidad", y de no acostumbrarse al ritmo y las gentes que poblaban la ciudad de Nueva York, en parte debido al desprecio implícito que se despertó en él, como buen aristócrata de la cultura que era, hacia la incipiente sociedad de masas que se estaba gestando a toda máquina en la ciudad de los rascacielos. ¿Era también ese desprecio hacia la democracia que sustenta la vida de toda aquella masa? ¿Cómo manejaba Zweig todas estas contracciones en su alma de exiliado? En Brasil había estado en 1936, y fue en esas fechas cuando se apoderó de su imaginación los tonos y los perfiles roussonianos del gran país suramericano. El buen salvaje y tal.
El viaje de Nueva York a Río de Janeiro (entonces capital del estado brasileño), que sería el último del angustioso vagabundeo a que lo sometió la imposibilidad de su exilio, duró doce días del mes de agosto de 1941. Así le escribía a su ex mujer, Friederike, en la carta de despedida poco antes de suicidarse meses más tarde de llegar a Río.
"Cuando recibas yo estaré mucho mejor que antes ya me viste en Ossining (cerca de Nueva York), y después de una época buena y tranquila mi depresión se ha agudizado aún más...He sufrido tanto que no puedo concentrarme ya más...Amor y amistad, y anímate sabiéndome tranquilo y feliz".
Me ha sorprendido descubrir este estado de ánimo en un escritor como Zweig que, al contrario de lo que yo creía antes de leer el libro, era una auténtica celebridad allí donde fue en condición de exiliado. Todo el mundo lo conocía, todo el mundo lo quería y leía sus libros, todo el mundo quería estar cerca de él. Para entendernos, algo similar a lo que hoy es Mario Vargas Llosa (más el añadido de su novia filipina) en el mundo mundial interconectado. Por eso me sorprenden también más los datos de su suicidio, cuando yo lo justificaba antes de conocerlos como la consecuencia natural de un espíritu solo y abandonado en un agujero de la selva brasileña, después de haberse sentado a la diestra de los dioses de la cultura europea de principios del siglo XX (que entonces era como decir del mundo), y habiendo compartido con ellos las mieles de toda esa gloria irrepetible. Pero no fue así. Zweig se suicidió, digámoslo, en olor de multitud. Ya se cuidó de que esos efluvios de la masa, que necesita todo déspota ilustrado, no le abandonaran. Para lo cual, después de instalarse en Petróplis, y antes de su autobiografía "El mundo de ayer", publicó, "Brasil, el país del futuro". En el libro llega a decir que lo más interesante y vivo del país suramericano está fuera de la modernidad. Lo que le granjeó de inmediato las críticas y mosqueos de los modernos del país que lo acababa de acoger. Lo que no impidió que mantuviera la fidelidad fervorosa y entusiasta de la mayoría de los lectores brasileños. Visto desde hoy, ¿cómo se puede suicidar un escritor de betsellers?
Esa fuerza que es la impaciencia, la fama, el éxito, y, al fin, la decepción, ¿no será la materia de la barbarie que toda cultura incuba en su seno? ¿No será que cuanto más culta es la cultura más bárbara es la barbarie? ¿No es la impaciencia el principio de lo que nos está pasando ahora en el continente europeo, una vez más? ¿No se le pasó por la cabeza al "bueno" de Zweig que en el mundo de ayer, que tanto echaba en falta, estaban ya las fuerzas que lo aniquilarían? ¿Y que su impaciencia y aristocracia vienesa, más su proverbial indecisión eran parte activa e indiscutible de semejante catástrofe? Apretaba los puños, solo los apretaba, dice Porcnick, cuando visitaba los barrios pobres y hambrientos de la Viena gloriosa de sus veinte y treinta años, antes de la Primera Guerra Mundial. Tampoco fue capaz de condenar abiertamente la subida de Hitler al poder, con tal de no entrar en conflicto con su mundo: Paz, Paz, Paz y Cultura, Alta Cultura.
Les dejo, para acabar, tres párrafos del libro de Prochnik que pueden explicar significativamente el ahogo que fue matando poco a poco a Zweig en Petrópolis, hasta que el veneno final lo transportara a su anhelada Eternidad. ¿El reverso de La Paz y la Alta Cultura con las que soñó durante su vida?
"El temido 60 cumpleaños de Stefan, el 28 de noviembre de 1941, ya se les echaba encima. Dio órdenes de que no hubiera celebraciones, ni noticias en los periódicos, ni regalos ni visitas. Pero por si acaso, también había hecho planes para pasar el día en una ciudad de montaña a horas de distancia con Lotte y con su editor".
"Los japoneses bombardearon Pearl Harbor, 7 de diciembre de 1941. Stefan y Lotte se sintieron más aislados aún de Europa".
"Zweig le preguntó a una amiga si pensaba que los nazis invadirían Sudamérica. Ella pensó un momento y luego dijo: sí. No le miro al darle la respuesta, pero cuando lo hizo, se quedó conmocionada al ver la expresión que se reflejaba en los ojos de él. Parecía destrozado. ¡Había sido un comentario casual! ¡Ella no podía juzgar con competencia las cuestiones militares! Sin embargo, no pudo evitar el efecto de la respuesta".
Stefan Zweig quiso ser Pacífico como Erasmo sin ser Guerrero como Lutero. Quiso que todo el mundo gozara de la alta cultura como lo había hecho él. Creía firmemente en la consecución del equilibrio de las fuerzas que se zurran en el mundo, y una vez conseguido creía en su imperecedera estabilidad. Quizá la física y la química que movía todo ese potaje espiritual dando forma, vigor y empuje a la fuerza de su impaciencia incontrolable, su altiva aristocracia cultural y su indecisión enfermiza, llevara dentro la dosis de Veronal que acabo matándolo. Arrastrando con esa infernal marea a su segunda y joven esposa.
Por la misma razón que calificamos a todo lo que hay antes la muerte con el sustantivo vida, y creemos, contra viento y marea, que esa vida consigue un equilibro irreductible solo quebrado por esa muerte, que nos parece ajena por lo que nos cuesta entender que alguien tome la decisión de anticiparse a ella. Pues si, como nos vanagloriamos sin cesar, somos dueños de nuestra vida, no es concebible, como sería lógico pensar, que lo podamos ser también de nuestra propia muerte. El suicido atenta directamente contra la línea de flotación de esa forma de concebir el mundo como la conjunción afirmativa de una serie de valores reunidos alrededor de algún eslogan o titular. Ayer, por ejemplo, la vida es un valle de lágrimas pero al final está la posibilidad de ganar el cielo, o como la concebía Zweig, según cuenta Prochnik, "el sueño de la unidad humana en la tierra y la capacidad del arte para inducir una trascendencia terrena, todas las aflicciones y partidismos mezquinos sublimados en un éxtasis estético", o como de forma mayoritaria se concibe hoy, la vida es un constante espectáculo para pasárselo bien, como la manera de ser y estar en el mundo bajo un único "imperativo" tan gaseoso como eludible, que alienta el dejar ser y dejar estar. En ningún caso se concibe la vida como un conjunto de fuerzas enfrentadas entre sí, sin orden ni concierto y de forma permanente, y sin capacidad alguna para alcanzar algún tipo de equilibrio. Zweig adoraba a Erasmo y Montaigne, pero maldecía a Lutero. Y tengo la sensación de que nunca leyó con detenimiento y determinación a Nietzsche, ni prestó la menor atención a la filosofía zen ni a Confucio. ¿Todavía era un europeo humanista pero con bigote imperial austro húngaro? Me lo hacen pensar las palabras del narrador Prochnik:
"Está claro que el suicidio de Stefan Zweig era inevitable desde hacía tiempo. Y para mí, el aspecto realmente angustioso de ese hecho no es su muerte, sino el hecho de que crease una situación en a que su joven esposa, a la que amaba profundamente, sintiera que no tenía otra elección que acompañarle. O quizá, para expresarlo mejor, hizo que decidiera seguirle. La muerte de Lotte es terrible. Y sobre su final se cierne aún un fondo de misterio. Porque las pruebas forense revelaron que ella no murió al mismo tiempo que Stefan. Cuando descubrieron los cuerpos, el suyo, a diferencia del de Stefan, todavía estaba caliente. Ella tomó el veneno después que él."
¿La fuerza de su amor por Lotte y la de su amor por cómo se imaginaba el mundo, y en concreto Europa, contra la fuerza de su impaciencia, al fin y al cabo, la que lo llevó a la tumba? De otra manera, ¿"el dolor no sólo de ser excluido, sino de saberse uno mismo agente de su propia exclusión"? ¿No es éste el dolor de quién se cree solo observador del mundo, y nunca se siente observado por ese mismo mundo? ¿No es el dolor, ademas de los impacientes, de los vanidosos? ¿No era lo que más molestaba a Musil de la literatura de Zweig? La vida del autor austriaco, tal y como la cuenta Prochnik, puede ser considerada como la fuente inspiradora de los buenistas actuales. Ergo, ¿por qué no aumenta el número de suicidios, si al final será, hoy como ayer, la fuerza de su impaciencia y vanidad la que acabará por afearlo y arruinarlo todo? ¿Por qué son más cínicos que Zweig o más ignorantes? ¿O por qué en un mundo globalizado, después de la experiencia de los grandes desastres que Zweig no llegó a conocer, es imposible el exilio tal y como lo vivió y sintió el austríaco, e imposible también el dolor inmenso que lo acompañó? ¿O por qué ya nadie se pregunta, cómo Zweig lo hizo durante toda su vida, "¿cuánta realidad podían soportar nuestros sueños en este mundo antes de quedar enfangados irremediablemente.?" En fin, o como dice Han, lo es ¿por qué somos todos irreversiblemente de vidrio?
Zweig lo idealizaba todo de forma absoluta. La Europa que dejó desangrándose y el Brasil colorista y lleno de naturaleza que lo recibió, haciendo caso omiso de que estuviera gobernado por un filo fascista italiano, Getulio Vargas. Después de no poder idealizar el mundo en Bath, cerca de Londres, a pesar del entusiasmo que le despertó la jardinería británica, ya que "como observaba Jules Romains, Zweig encontraba opresiva la insularidad del país, y no podía acostumbrarse a que las ciudades inglesas careciesen de toda apariencia externa de felicidad", y de no acostumbrarse al ritmo y las gentes que poblaban la ciudad de Nueva York, en parte debido al desprecio implícito que se despertó en él, como buen aristócrata de la cultura que era, hacia la incipiente sociedad de masas que se estaba gestando a toda máquina en la ciudad de los rascacielos. ¿Era también ese desprecio hacia la democracia que sustenta la vida de toda aquella masa? ¿Cómo manejaba Zweig todas estas contracciones en su alma de exiliado? En Brasil había estado en 1936, y fue en esas fechas cuando se apoderó de su imaginación los tonos y los perfiles roussonianos del gran país suramericano. El buen salvaje y tal.
El viaje de Nueva York a Río de Janeiro (entonces capital del estado brasileño), que sería el último del angustioso vagabundeo a que lo sometió la imposibilidad de su exilio, duró doce días del mes de agosto de 1941. Así le escribía a su ex mujer, Friederike, en la carta de despedida poco antes de suicidarse meses más tarde de llegar a Río.
"Cuando recibas yo estaré mucho mejor que antes ya me viste en Ossining (cerca de Nueva York), y después de una época buena y tranquila mi depresión se ha agudizado aún más...He sufrido tanto que no puedo concentrarme ya más...Amor y amistad, y anímate sabiéndome tranquilo y feliz".
Me ha sorprendido descubrir este estado de ánimo en un escritor como Zweig que, al contrario de lo que yo creía antes de leer el libro, era una auténtica celebridad allí donde fue en condición de exiliado. Todo el mundo lo conocía, todo el mundo lo quería y leía sus libros, todo el mundo quería estar cerca de él. Para entendernos, algo similar a lo que hoy es Mario Vargas Llosa (más el añadido de su novia filipina) en el mundo mundial interconectado. Por eso me sorprenden también más los datos de su suicidio, cuando yo lo justificaba antes de conocerlos como la consecuencia natural de un espíritu solo y abandonado en un agujero de la selva brasileña, después de haberse sentado a la diestra de los dioses de la cultura europea de principios del siglo XX (que entonces era como decir del mundo), y habiendo compartido con ellos las mieles de toda esa gloria irrepetible. Pero no fue así. Zweig se suicidió, digámoslo, en olor de multitud. Ya se cuidó de que esos efluvios de la masa, que necesita todo déspota ilustrado, no le abandonaran. Para lo cual, después de instalarse en Petróplis, y antes de su autobiografía "El mundo de ayer", publicó, "Brasil, el país del futuro". En el libro llega a decir que lo más interesante y vivo del país suramericano está fuera de la modernidad. Lo que le granjeó de inmediato las críticas y mosqueos de los modernos del país que lo acababa de acoger. Lo que no impidió que mantuviera la fidelidad fervorosa y entusiasta de la mayoría de los lectores brasileños. Visto desde hoy, ¿cómo se puede suicidar un escritor de betsellers?
Esa fuerza que es la impaciencia, la fama, el éxito, y, al fin, la decepción, ¿no será la materia de la barbarie que toda cultura incuba en su seno? ¿No será que cuanto más culta es la cultura más bárbara es la barbarie? ¿No es la impaciencia el principio de lo que nos está pasando ahora en el continente europeo, una vez más? ¿No se le pasó por la cabeza al "bueno" de Zweig que en el mundo de ayer, que tanto echaba en falta, estaban ya las fuerzas que lo aniquilarían? ¿Y que su impaciencia y aristocracia vienesa, más su proverbial indecisión eran parte activa e indiscutible de semejante catástrofe? Apretaba los puños, solo los apretaba, dice Porcnick, cuando visitaba los barrios pobres y hambrientos de la Viena gloriosa de sus veinte y treinta años, antes de la Primera Guerra Mundial. Tampoco fue capaz de condenar abiertamente la subida de Hitler al poder, con tal de no entrar en conflicto con su mundo: Paz, Paz, Paz y Cultura, Alta Cultura.
Les dejo, para acabar, tres párrafos del libro de Prochnik que pueden explicar significativamente el ahogo que fue matando poco a poco a Zweig en Petrópolis, hasta que el veneno final lo transportara a su anhelada Eternidad. ¿El reverso de La Paz y la Alta Cultura con las que soñó durante su vida?
"El temido 60 cumpleaños de Stefan, el 28 de noviembre de 1941, ya se les echaba encima. Dio órdenes de que no hubiera celebraciones, ni noticias en los periódicos, ni regalos ni visitas. Pero por si acaso, también había hecho planes para pasar el día en una ciudad de montaña a horas de distancia con Lotte y con su editor".
"Los japoneses bombardearon Pearl Harbor, 7 de diciembre de 1941. Stefan y Lotte se sintieron más aislados aún de Europa".
"Zweig le preguntó a una amiga si pensaba que los nazis invadirían Sudamérica. Ella pensó un momento y luego dijo: sí. No le miro al darle la respuesta, pero cuando lo hizo, se quedó conmocionada al ver la expresión que se reflejaba en los ojos de él. Parecía destrozado. ¡Había sido un comentario casual! ¡Ella no podía juzgar con competencia las cuestiones militares! Sin embargo, no pudo evitar el efecto de la respuesta".
Stefan Zweig quiso ser Pacífico como Erasmo sin ser Guerrero como Lutero. Quiso que todo el mundo gozara de la alta cultura como lo había hecho él. Creía firmemente en la consecución del equilibrio de las fuerzas que se zurran en el mundo, y una vez conseguido creía en su imperecedera estabilidad. Quizá la física y la química que movía todo ese potaje espiritual dando forma, vigor y empuje a la fuerza de su impaciencia incontrolable, su altiva aristocracia cultural y su indecisión enfermiza, llevara dentro la dosis de Veronal que acabo matándolo. Arrastrando con esa infernal marea a su segunda y joven esposa.
miércoles, 6 de abril de 2016
LO QUE SE DAN Y LO QUE SE QUITAN FANTE Y BANDINI EN "PREGÚNTALE AL POLVO"
Nos han tratado de convencer desde siempre que la vida y la literatura son dos ámbitos excluyentes. La vida porque hay que vivirla. Tampoco las explicaciones han sido demasiado convincentes, excepción hecha de que es una forma de tránsito para alcanzar una vida plena, bien en el más allá, bien en el más acá. Mientras hacemos el tránsito, la literatura es una forma de entretenimiento y distracción para hacerlo más llevadero. Todo eso ha desaparecido en la Sociedad del Espectáculo donde el entretenimiento y la distracción es constante en cada momento del presente, por lo que también ha perdido significado esperar a un futuro que nos otorgue una vida plena. Poca gente, excepción hecha de algunos escritores, entienden que estamos aquí para saber por qué estamos aquí. Y se aplican a ello con esfuerzo y concentración. El resultado son sus libros que nos ofrecen a los lectores, para que, guiados por ese propósito que les anima, entendamos que sentido tiene todo esto de vivir.
Fante/Bandini afronta la vida de modo directo y abrupto, sin máscaras ni maquillaje, sin infantilismos, de modo abiertamente adulto, un modo que hace casi inevitable la novela y los cuentos que escribe. Su escritura no tiene por objeto el arte, sino la vida. Su forma particular de mirarla. No hay pose artística. Y verse expuesto a ello resulta abrumador. Como si todo surgiera de la vida verdadera, que es probablemente lo que ocurre. Hay una firme disposición para la expresión literaria en este personaje y sus acompañantes, que de lo contrario pasarían inadvertidos. Como nos pasa a cualquiera de nosotros. Ser Alguien o ser un Don Nadie. Entrar en el texto o ofrecer toda la resistencia a nuestro alcance. Exponernos, o no, al artificio, concisión, fuerza de sentimiento, proporción formal, intenso dramatismo. Y, sobre todo, exponernos, o no, al efecto que tiene la voz narradora del propio Bandini en el lector, intensificando con su estrategia las vidas que convoca alrededor de la lectura. Al final lo consigue, vida y literatura parecen lo mismo. Y escribir, por tanto, da la sensación de que está a alcance de cualquier ser hablante. Lo que nos proporcionaría Modos de Expresión capaces de contribuir a Nuevas Formas de Pensamiento y de Convivencia (amigos del alma) y de Sentimentalidad. Lo que nos haría, al fin, ser Alguien y dejar de ser un Don Nadie. Pero ya saben que no es así. Seguimos expresándonos mediante un uso del lenguaje esquemático y rudimentario, lo que hace que nuestro pensamiento sea, en proporción directa de esa manera de usar el lenguaje, igualmente rígido y rudimentario, plano, repetitivo, sin aliento, sin perspectiva, y aunque para disimular lo usemos de forma ampulosa y colorista, siempre es igual así mismo. No como lo es el vuelo del águila, o el galope del caballo, que son repetitivos siempre, pero siempre hermosos e inefables. Los humanos no hemos entendido todavía que nuestro lenguaje es nuestro destino y nuestro carácter, que requiere de una permanente renovación, sino lo queremos convertir en una degradación (me gusta/no me gusta) del pristino aullido del lobo. No hemos entendido que sólo somos nuestro lenguaje. Y nuestro pensamiento. Y que por mucho que "amemos" a la naturaleza nunca podemos ser como el águila o el caballo.
¿Por qué ninguno de estos aspectos de la esencial condición humana es fuente de nuestra preocupación primera como lectores? ¿Por qué nos cerramos al mundo con el velo o la bandera de las palabras de la ideología o la autoayuda? Lector Cliente del supermercado de las palabras, donde todas valen lo mismo aunque tengan distinto precio, según la temporada o el publicista. Lector que como todos los clientes siempre quiere tener la razón, nada más que para atragantarse con ella. ¿En qué medida un Lector Cliente usa las palabras como un águila las alas? Como un instrumento mecánico fruto de la evolución biológica, sin admitir el salto cualitativo, dentro de esa misma evolución, que se ha producido desde el ámbito de lo biomecánico al ámbito de lo inteligible mediante el simbolismo que llevan incorporadas las palabras. Un águila no necesita entender el medio donde vive, las alas le valen para sobrevivir. Ahí está su perenne belleza. El lenguaje articulado es lo que nos hace genuinamente humanos, nos impele, además de a sobrevivir, a entender por qué seguimos vivos aquí. Ahí radica la potencialidad y misterio de la nuestra. ¿Qué nos distrae de esta suprema misión individual y democrática, una vez que hemos conseguido la alfabetización general de la población? ¿Por qué seguimos discutiendo como si fuéramos fieras corrupias adscritas a las palabras de los clanes (familiares, profesionales, políticos, sociales,...)? ¿Por qué utilizamos esas palabras, una vez que hay libertad de expresión, como una manera de confundir a los demás del clan propio? ¿Por qué como si fueran misiles contra los del clan enemigo? ¿Todo para ocultar lo que les es común a los de uno y otro clan: su condición finita y paradójica? ¿Por qué creemos que en ese autoengaño se encuentra la curación primero y la salvación después? Necesitamos mirar hacia otros lados, sí, pero necesitamos conquistar o comprar algo a cambio. Lector cliente, los más. Simplemente no aceptamos que la verdad es por naturaleza fugitiva. Lector literario, los menos. Necesitamos mirar hacia otros lados para que nuestra cabeza se pueble de imágenes, para viajar a la noche y regresar a la superficie de la luz con las palabras de la lectura y la escritura, rasgando el velo o la bandera de la falsedad con que nos protegemos mediante las palabras de la ideología del clan. En fin, necesitamos mirar para otro lado para que no acaben con nosotros las esperanzas inútiles que ahí dentro a se fraguan.
"No entienden porque les falta formación y no quieren adquirirla", dijo con firmeza un lector de la tertulia. Yo creo que lo que les falta a los lectores es valor y coraje para enfrentarse a lo que ya saben. Lo que intento es recordárselo mediante el uso renovado del lenguaje en el campo de la conversación. Último reducto que nos queda a los humanos occidentales plenamente alfabetizados para poner a prueba la heroicidad de nuestra humanidad, y para dejar una huella verosímil, ante los otros, de nuestro paso por este mundo. Pero la mayoría de los lectores clientes quieren un predicador o un experto que les confirme que se merecen seguir existiendo. Porque ellos lo valen. En nuestra tradición occidental el desplazamiento, del experto a Sócrates, de la conferencia aleccionadora a la conversación interrogadora, se hace mediante un viaje por las palabras.
Les dejo las primeras palabras de Arturo Bandini en la novela de John Fante, "Pregúntale al polvo":
"Cierta noche me encontraba sentado en la cama de la habitación de la pensión de Búnker Hill en que me hospedaba, en el centro mismo de Los Ángeles. Era una noche de importancia vital para mí, ya que tenía que tomar una decisión relativa a la pensión. O pagaba o me iba: es lo que decía la nota, la nota que la dueña me había deslizado por debajo de la puerta. Un problema relevante, merecedor de una atención enorme. Lo resolví apagando la luz y echándome a dormir.
Cuando desperté por la mañana, me dije que tenía que hacer más ejercicio y comencé en el acto. Practiqué varias flexiones. Luego me cepillé los dientes, noté el sabor de la sangre, vi una mota sonrosada en el cepillo, me acorde de los anuncios y resolví bajar a la calle y tomar un café.
Fui al restaurante donde siempre iba cuando iba al restaurante, tomé asiento en un taburete que había ante el largo mostrador y pedí un café. Se parecía mucho al café, pero no valía el precio que se pagaba por él. Me fumé allí mismo un par de cigarrillos, leí los resultados de la Liga Americana de béisbol, pasé concienzudamente por alto los resultados de la Liga Nacional y comprobé con satisfacción que Joe DiMaggio seguía siendo un orgullo para Italia, ya que aún encabezaba la lista de mejores bateadores.
Una máquina de hacer tantos el DiMaggio. Salí del restaurante, me situé ante un pitcher imaginario y largué un pelotazo que se llevó por delante la barrera. Anduve luego por la calle, hacia Angel's Flight, preguntándome qué haría aquel día. Pero no había nada que hacer y por tanto decidí pasear por la ciudad."
Y las últimas:
"Era inútil. ¿Cómo buscarla? ¿Por qué tenía que buscarla? ¿Qué le podía ofrecer, salvo un retorno a la sociedad bárbara que había acabado con ella? Deshice lo andado a la luz del amanecer, melancólico a la luz del amanecer. Ahora pertenecía a las montañas. ¡Que las montañas la cobijasen! Que volviera a la soledad de aquellas montañas secretas. Que viviera con las piedras y el cielo, con el viento azotándole el cabello hasta el final. Que viviera de aquel modo.
Cuando llegué a la cabaña, el sol estaba alto. Ya hacía calor. Vía a Sammy en la puerta.
¿La has encontrado? - preguntó
No le respondí. Estaba cansado. Me observó durante unos instantes y desapareció en la casucha. Oí que echaba el cerrojo a la puerta. Del suelo del desierto se despegaba la lejana neblina temblorosa del calor. Fui sendero arriba hasta llegar al coche. En el asiento estaba el ejemplar de mi novela, mi primera novela. Encontré un lápiz, abrí el libro por la primera página en blanco y escribí:
Para Camila con Amor
Arturo
Me adentré con el,libro en el desierto un centenar de metros, en dirección sureste. Lo arrojé con todas mis fuerzas por donde se había ido Camila. Luego volví al vehículo, lo puse en marcha y emprendí el regreso a Los Ángeles."
Es tanto el miedo que tenemos a ese desplazamiento y, sobre todo, a emprender ese viaje a través de las palabras de los narradores, que deberíamos sentir vergüenza de tenerlo, pues no somos capaces de digerirlo. Lo cual es fuente de la peor y más nociva de las corrupciones. Entonces, a renglón seguido, llega la barbarie del bienestar 3.0, la muerte a crédito en la ciudad sitiada. Miedo antiguo, el miedo de siempre. Porque "sabemos" que delante del predicador o el experto todas las experiencia son iguales a sí mismas, pero delante de la figura socrática solo aparece nuestra genuina y misteriosa individualidad.
Fante/Bandini afronta la vida de modo directo y abrupto, sin máscaras ni maquillaje, sin infantilismos, de modo abiertamente adulto, un modo que hace casi inevitable la novela y los cuentos que escribe. Su escritura no tiene por objeto el arte, sino la vida. Su forma particular de mirarla. No hay pose artística. Y verse expuesto a ello resulta abrumador. Como si todo surgiera de la vida verdadera, que es probablemente lo que ocurre. Hay una firme disposición para la expresión literaria en este personaje y sus acompañantes, que de lo contrario pasarían inadvertidos. Como nos pasa a cualquiera de nosotros. Ser Alguien o ser un Don Nadie. Entrar en el texto o ofrecer toda la resistencia a nuestro alcance. Exponernos, o no, al artificio, concisión, fuerza de sentimiento, proporción formal, intenso dramatismo. Y, sobre todo, exponernos, o no, al efecto que tiene la voz narradora del propio Bandini en el lector, intensificando con su estrategia las vidas que convoca alrededor de la lectura. Al final lo consigue, vida y literatura parecen lo mismo. Y escribir, por tanto, da la sensación de que está a alcance de cualquier ser hablante. Lo que nos proporcionaría Modos de Expresión capaces de contribuir a Nuevas Formas de Pensamiento y de Convivencia (amigos del alma) y de Sentimentalidad. Lo que nos haría, al fin, ser Alguien y dejar de ser un Don Nadie. Pero ya saben que no es así. Seguimos expresándonos mediante un uso del lenguaje esquemático y rudimentario, lo que hace que nuestro pensamiento sea, en proporción directa de esa manera de usar el lenguaje, igualmente rígido y rudimentario, plano, repetitivo, sin aliento, sin perspectiva, y aunque para disimular lo usemos de forma ampulosa y colorista, siempre es igual así mismo. No como lo es el vuelo del águila, o el galope del caballo, que son repetitivos siempre, pero siempre hermosos e inefables. Los humanos no hemos entendido todavía que nuestro lenguaje es nuestro destino y nuestro carácter, que requiere de una permanente renovación, sino lo queremos convertir en una degradación (me gusta/no me gusta) del pristino aullido del lobo. No hemos entendido que sólo somos nuestro lenguaje. Y nuestro pensamiento. Y que por mucho que "amemos" a la naturaleza nunca podemos ser como el águila o el caballo.
¿Por qué ninguno de estos aspectos de la esencial condición humana es fuente de nuestra preocupación primera como lectores? ¿Por qué nos cerramos al mundo con el velo o la bandera de las palabras de la ideología o la autoayuda? Lector Cliente del supermercado de las palabras, donde todas valen lo mismo aunque tengan distinto precio, según la temporada o el publicista. Lector que como todos los clientes siempre quiere tener la razón, nada más que para atragantarse con ella. ¿En qué medida un Lector Cliente usa las palabras como un águila las alas? Como un instrumento mecánico fruto de la evolución biológica, sin admitir el salto cualitativo, dentro de esa misma evolución, que se ha producido desde el ámbito de lo biomecánico al ámbito de lo inteligible mediante el simbolismo que llevan incorporadas las palabras. Un águila no necesita entender el medio donde vive, las alas le valen para sobrevivir. Ahí está su perenne belleza. El lenguaje articulado es lo que nos hace genuinamente humanos, nos impele, además de a sobrevivir, a entender por qué seguimos vivos aquí. Ahí radica la potencialidad y misterio de la nuestra. ¿Qué nos distrae de esta suprema misión individual y democrática, una vez que hemos conseguido la alfabetización general de la población? ¿Por qué seguimos discutiendo como si fuéramos fieras corrupias adscritas a las palabras de los clanes (familiares, profesionales, políticos, sociales,...)? ¿Por qué utilizamos esas palabras, una vez que hay libertad de expresión, como una manera de confundir a los demás del clan propio? ¿Por qué como si fueran misiles contra los del clan enemigo? ¿Todo para ocultar lo que les es común a los de uno y otro clan: su condición finita y paradójica? ¿Por qué creemos que en ese autoengaño se encuentra la curación primero y la salvación después? Necesitamos mirar hacia otros lados, sí, pero necesitamos conquistar o comprar algo a cambio. Lector cliente, los más. Simplemente no aceptamos que la verdad es por naturaleza fugitiva. Lector literario, los menos. Necesitamos mirar hacia otros lados para que nuestra cabeza se pueble de imágenes, para viajar a la noche y regresar a la superficie de la luz con las palabras de la lectura y la escritura, rasgando el velo o la bandera de la falsedad con que nos protegemos mediante las palabras de la ideología del clan. En fin, necesitamos mirar para otro lado para que no acaben con nosotros las esperanzas inútiles que ahí dentro a se fraguan.
"No entienden porque les falta formación y no quieren adquirirla", dijo con firmeza un lector de la tertulia. Yo creo que lo que les falta a los lectores es valor y coraje para enfrentarse a lo que ya saben. Lo que intento es recordárselo mediante el uso renovado del lenguaje en el campo de la conversación. Último reducto que nos queda a los humanos occidentales plenamente alfabetizados para poner a prueba la heroicidad de nuestra humanidad, y para dejar una huella verosímil, ante los otros, de nuestro paso por este mundo. Pero la mayoría de los lectores clientes quieren un predicador o un experto que les confirme que se merecen seguir existiendo. Porque ellos lo valen. En nuestra tradición occidental el desplazamiento, del experto a Sócrates, de la conferencia aleccionadora a la conversación interrogadora, se hace mediante un viaje por las palabras.
Les dejo las primeras palabras de Arturo Bandini en la novela de John Fante, "Pregúntale al polvo":
"Cierta noche me encontraba sentado en la cama de la habitación de la pensión de Búnker Hill en que me hospedaba, en el centro mismo de Los Ángeles. Era una noche de importancia vital para mí, ya que tenía que tomar una decisión relativa a la pensión. O pagaba o me iba: es lo que decía la nota, la nota que la dueña me había deslizado por debajo de la puerta. Un problema relevante, merecedor de una atención enorme. Lo resolví apagando la luz y echándome a dormir.
Cuando desperté por la mañana, me dije que tenía que hacer más ejercicio y comencé en el acto. Practiqué varias flexiones. Luego me cepillé los dientes, noté el sabor de la sangre, vi una mota sonrosada en el cepillo, me acorde de los anuncios y resolví bajar a la calle y tomar un café.
Fui al restaurante donde siempre iba cuando iba al restaurante, tomé asiento en un taburete que había ante el largo mostrador y pedí un café. Se parecía mucho al café, pero no valía el precio que se pagaba por él. Me fumé allí mismo un par de cigarrillos, leí los resultados de la Liga Americana de béisbol, pasé concienzudamente por alto los resultados de la Liga Nacional y comprobé con satisfacción que Joe DiMaggio seguía siendo un orgullo para Italia, ya que aún encabezaba la lista de mejores bateadores.
Una máquina de hacer tantos el DiMaggio. Salí del restaurante, me situé ante un pitcher imaginario y largué un pelotazo que se llevó por delante la barrera. Anduve luego por la calle, hacia Angel's Flight, preguntándome qué haría aquel día. Pero no había nada que hacer y por tanto decidí pasear por la ciudad."
Y las últimas:
"Era inútil. ¿Cómo buscarla? ¿Por qué tenía que buscarla? ¿Qué le podía ofrecer, salvo un retorno a la sociedad bárbara que había acabado con ella? Deshice lo andado a la luz del amanecer, melancólico a la luz del amanecer. Ahora pertenecía a las montañas. ¡Que las montañas la cobijasen! Que volviera a la soledad de aquellas montañas secretas. Que viviera con las piedras y el cielo, con el viento azotándole el cabello hasta el final. Que viviera de aquel modo.
Cuando llegué a la cabaña, el sol estaba alto. Ya hacía calor. Vía a Sammy en la puerta.
¿La has encontrado? - preguntó
No le respondí. Estaba cansado. Me observó durante unos instantes y desapareció en la casucha. Oí que echaba el cerrojo a la puerta. Del suelo del desierto se despegaba la lejana neblina temblorosa del calor. Fui sendero arriba hasta llegar al coche. En el asiento estaba el ejemplar de mi novela, mi primera novela. Encontré un lápiz, abrí el libro por la primera página en blanco y escribí:
Para Camila con Amor
Arturo
Me adentré con el,libro en el desierto un centenar de metros, en dirección sureste. Lo arrojé con todas mis fuerzas por donde se había ido Camila. Luego volví al vehículo, lo puse en marcha y emprendí el regreso a Los Ángeles."
Es tanto el miedo que tenemos a ese desplazamiento y, sobre todo, a emprender ese viaje a través de las palabras de los narradores, que deberíamos sentir vergüenza de tenerlo, pues no somos capaces de digerirlo. Lo cual es fuente de la peor y más nociva de las corrupciones. Entonces, a renglón seguido, llega la barbarie del bienestar 3.0, la muerte a crédito en la ciudad sitiada. Miedo antiguo, el miedo de siempre. Porque "sabemos" que delante del predicador o el experto todas las experiencia son iguales a sí mismas, pero delante de la figura socrática solo aparece nuestra genuina y misteriosa individualidad.
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