jueves, 24 de mayo de 2018

NO OPONERSE A LA ORDEN

Si a la etapa fúnebre del franquismo le sucedió la etapa jovial de lo que vino a continuación, que todo el mundo convino en denominarla con el nombre de la democracia, la orden era, como en toda fiesta que se precie, que no hubiera orden. Ello fue posible debido a esa forma de proceder mecánica que tiene el pensamiento cuando no piensa, ya que ha estado muchos años hibernando en el duelo de la derrota, en fin, la orden era que después de una dictadura lo que viene es una democracia, como después del día viene la noche y después del verano viene el otoño. Ergo, rápidamente asociamos que ser un demócrata era lo contrario que ser un fúnebre o un aguafiestas. Para Diego e Isabel Arozamena la orden era que Cristina y Rafael no entendieran ni percibieran como una orden, por ejemplo, que hacer ejercicio y andar era saludable; que tenían que ser unos niños fuertes; que no tenían que hacer ruido al entrar en casa; que tenían que ducharse cada día y lavarse las manos antes de sentarse a la mesa para comer; que tenían que decir buenos días o buenas noches; que no deberían asustarse por nada ni de nadie, por lo que lo mejor era que hablaran francamente entre ellos; que tenían que escuchar a sus padres y escucharse entre ellos; en fin, que tenían que hacer repaso de lo que albergaban en su conciencia y hacer las oportunas correcciones. Diego e Isabel querían que sus hijos no tuvieran la obligación de ser buenos y menos la cobardía de parecerlo, querían, puesto que estábamos en la fiesta de la democracia, que fueran lo que ellos no habían podido ser nunca, sin máscaras ni parabienes, ser auténticamente buenos.  Para lo cual era de obligado cumplimiento que Cristina y Rafael fueran al colegio no a aprender, sino a ser felices. Puesto que, al fin y al cabo, después de los años fúnebres del franquismo que todo el mundo asociaba con la infelicidad, la educación democrática no podía ser otra cosa que un sinónimo de felicidad. Orden que cumplieron a rajatabla los profesores que Cristina y Rafael tuvieron durante su etapa escolar, bajo la amenaza expresa de sus padres de sacarlos de la escuela o el instituto público y, en contra de sus propias creencias, llevarlos a la enseñanza privada incluso, llegado el caso, a la de matriz confesional. Bajo los auspicios poderosos de esta Santísima Trinidad laica, democracia-fiesta-felicidad, Cristina empezó hace un año su andadura profesional en el ámbito de la enseñanza. Ha sido suficiente tiempo para empezar a darse cuenta de que la fiesta de sus padres se ha acabado para siempre, pero que la educación no ha llegado todavía. Ni se le espera. Sin embargo, esa confusión (fiesta igual a educación) que sus padres siguen interpretándola - aunque anticlericales de pura cepa, como alardean ser, no lo digan con estas palabras - como su firme convencimiento de la presen­cia del orden superior por el que se deben regir todas las cosas en un mundo civilizado - así lo califican - ha dejado de tener eco y significado en los planes profesionales y personales de Cristina, ocupando su lugar un vacío inconsolable. No oponerse a la orden del mundo que le han dejado en herencia sus padres, bendecido por aquella Santísima Trinidad, nunca pensó que le fuera tan difícil, dificilísimo, en la práctica de su incipiente vida adulta. Se da cuenta de que, al igual que los alumnos que entran cada día en su clase, no tiene miedo pero tampoco sentimiento de culpa. Pero a diferencia de ellos, que como todos lo alumnos sí querían fiesta, ella ya no puede echar mano de semejante recurso porque le falta la fe suficiente para ser una colega más de la fiesta de sus alumnos y el cinismo necesario para parecerlo. La presencia de la Santísima Trinidad paterna le impide aceptar que cualquier persona enfrentada a un conflicto o a un dilema no sabe lo que le pasa, o al menos no lo puede saber todo. De repente, y en menos de un año de experiencia profesional, se dio cuenta de que ya no podía comerse el mundo como había imaginado cinco años atrás. Ni siquiera le consolaba la idea de que pudiera hacerlo de otra manera, y que esa fuera la causa de su desasosiego, que debido a un error de cálculo tal vez se hubiera  desviado momentáneamente del rumbo que había dibujado en el aula. Nada de eso. Sencillamente, el aula con los alumnos dentro se le aparece inconsistente o fragmentario, esa realidad cimentada cuando ella fue alumna por el colegeo de la fiesta se le vuelve ahora antitética, vuelve al clasicismo, ella en el estrado y los alumnos bostezando en los bancos. Así es incapaz de predecir el futuro más inmediato, lo único que desea es que suene el timbre y dar por concluida la clase y, por extensión, el día, la semana. ¡Viernes!, al fin. Por mucho que se informa hay cosas que no conoce, e intuye de manera angustiosa que no conocerá nunca, y muchas otras cosas y conductas de sus alumnos y sus compañeros le parecen contradictorias. Junto al aula las reuniones del claustro de profesores forman las dos estaciones del particular calvario en que se ha convertido su jornada laboral. No está acostumbrada a vivir en ni con la contradicción, pues la razón suprema que inspira la Santísima Trinidad paterna es coherente y siempre tuvo vocación de permanencia. Ahora que ha desaparecido trata de imponer un orden y de dar órdenes para no acabar loca, pero el primero es insatisfactorio y las segundas no tienen ningún eco en la actitud y conducta de sus alumnos que continúan a la espera de que la fiesta educativa reaparezca. Nota que la incipiente resistencia creativa que ha adquirido le abren un puñado interesante de posibilidades, pero no aparecen vinculadas a ciencia cierta a las decisiones que debería tomar, ni con el grado de importancia o irrelevancia que tendrían de poder llevarlas a la práctica. Se da cuenta, sencillamente, de que la respuesta a todo ese barullo imaginativo está en sus alumnos y sus compañeros de instituto, pero cuando grita, ¿hay alguien ahí?, el silencio más lacerante se apodera de todo. Así como se le revelan todas estas cosas, se le revelan otras que se podrían resumir así: Cristina Arozamena se siente incompetente ante los acontecimientos que le desbordan en su vida profesional docente y, como no, en su vida privada que está inevitablemente infectada de aquella.