Su rareza, al decir de quienes la conocen en la escuela, es que siempre frunce el ceño cada vez que algún compañero le recomienda un libro o una película para sus alumnos, y lo frunce aún más si la recomendación se hace extensiva a sus hijos. No le gusta la violencia en ninguna de sus manifestaciones o representaciones. Hay quien dice que ese temor tiene que ver con la muerte de su hermano pequeño en la guerra de las Malvinas. Aquel extraño episodio bélico, poco explicado por quienes trataron de invadir las islas británicas, dicen quienes la conocen bien - aunque por lo que me cuantas pienso que esa es una labor harto imposible - afectó de manera irreversible al gusto que tenía por la vida. Como todo el mundo, antes de una guerra, lo único que pretendía era ser feliz. Podría imaginarse que después de semejante catástrofe, también como todo el mundo, lo que hubiera querido fuese tirar hacia adelante, porque hacía atrás no había nada donde mirar. Sin embargo, ella sólo quería ser amable. Era como si la amabilidad recabara para sí el resto de autonomía moral que todavía le pudiera quedar después de la contienda. Sus conversaciones, por tanto, se organizaban únicamente alrededor de conseguir esa meta, se hablara de lo que se hablara. Cuando llegó a España, poco antes de que estallara la crisis financiera de 2008, se instaló en un pueblo de la provincia de Cuenca. Su marido se dedicaba a la carpintería en un taller propio. Ni que decir tiene que, por aquellos años, lo que en la península dominaba era una embriagadora sensación de felicidad, que todo el mundo pensaba que iba a ser eterna. La crisis de 2008 se vivió en la parte central del continente europeo como un asunto exclusivamente financiero, pero en España se vivió, y aún se sigue haciendo, aunque en baja intensidad, como una verdadera guerra civil. La quinta. Silvana Montoro, nada más llegar a Cuenca, no se dejó contagiar por la felicidad imperante, y se puso a preparar unas oposiciones de magisterio para entrar en la enseñanza pública. Los dos niños que tenía con el viticultor local fueron a parar a la escuela rural del pueblo donde vivían. Al principio, Silvana no se relacionaba demasiado con las otras madres y padres arguyendo que tenía que estudiar mucho si quería sacar la plaza de docente en la próxima convocatoria. Ella venía de una guerra y no tenía el ánimo para fiestas a todas horas, pues en eso consistía, a su entender, la actividad de la asociación de padres y madres de la escuela, que no parecían darse cuenta de que eran ellos los que estaban a punto de entrar en una guerra inusual, tanto en las características de los contendientes como en el campo de batalla donde se iban a librar los enfrentamientos. La experiencia de la guerra de las Malvinas le había hecho entender que la felicidad es un ideal inalcanzable por ser demasiado elevado. Pero tampoco quería perder sus ilusiones, ni olvidarse de pensar en el paso del tiempo, por eso su dedicación a la enseñanza - que fue efectiva en la escuela rural del pueblo de al lado donde vivía con su familia, una vez aprobada la oposición en la primera convocatoria que se presentó - la entendió más como una inclinación que como una pasión enaltecida. Quizá la vida no sea otra cosa que eso, manifestar humildemente nuestra inclinación hacia algo, en lugar de luchar fervientemente por mantenernos siempre estirados teniendo como una humillación imaginar la sola posibilidad de doblar la rodilla. Cuando el mismo año que aprobó la oposición llegó la crisis, nadie de sus compañeros de trabajo, ni de la asociación de padres y madres de la escuela donde estudiaban sus hijos, pensaron que iba a alcanzar al ideal elevado de su felicidad, pues era el legado que pensaban ofrecer a sus hijos. Fue en ese momento cuando Silvana vio peligrar - pues las guerras son para siempre aunque parezca que ya se han acabado los bombardeos - su ideal de amabilidad vinculado como ella quería al de la postura de la inclinación sin sumisión. En la siguiente década, sencillamente, los del ideal de felicidad lo cambiarían por el de amabilidad, como se cambian los largos de las faldas o los pantalones. Y así ha sido. Cuando me contaste la historia de esta “refugiada” como tu la llamas en tu afán justiciero - reconozco la gracia que tiene en privado, pero estarás de acuerdo conmigo que dicho en público no te van a conceder ninguna - me vino a la cabeza lo que Jaeger dice al respecto del ejemplo en la educación de los menores de edad griegos, en una época donde la guerra no tenía la consideración de ahora, lo cual no hacía a aquel pueblo menos noble e ilustrado, más bien al contrario, que nosotros. Dice así Jaeger, “La evocación del ejemplo de los famosos héroes y de los sagas forma, para el poeta, parte constitutiva de toda ética y educación aristocráticas. Habremos de insistir en el valor de este hecho para el conocimiento esencial de los poemas épicos y de su raíz en la estructura de la sociedad arcaica. Pero aun para los griegos de los siglos posteriores, tienen los paradigmas su significación, como categoría fundamental de la vida y del pensamiento”.