Cada vez es más difícil imaginar un proceso de aprendizaje como el que tenían los estudiantes anterior, pongamos, a la entrada en las casas y las aulas de los dispositivos digitales. El 23 de abril de 1988 fue la fecha en la que decidió, quien por entonces era solo un entusiasta lector del Quijote, dedicar su tesis doctoral a la figura de legendario hidalgo de la Mancha. El protocolo que tenía que seguir estaba bien definido y, por encima de los vaivenes históricos y políticos, más o menos repetía lo que algunos conspicuos alumnos de la Universidad de Alcalá de Henares, ciudad natal de Miguel de Cervantes, comentan en los pasajes más notables de los recuerdos que tienen de aquella época de sus vidas. A parte de una trayectoria impecable durante la carrera de estudiante, para ponerle el broche con una tesis doctoral lo primero que el aspirante a doctor tenía que hacer era elegir un tutor. Pero poner en manos ajenas lo que puede llegar a ser el cum lauden de tu carrera, no deja de ser visto hoy en día como una antigualla. Así lo atestigua aquel entusiasta lector del Quijote, hoy convertido en catedrático de literatura española en la universidad de Madrid. El otro día comprendí al fin, me dice, la inutilidad de mi trabajo cuando me quedé literalmente mudo ante las palabras de un estudiante que entró en mi despacho, no a pedirme que le dirigiera la tesis doctoral, sino a que le pusiera la firma que avalara el trabajo que él mismo se estaba dirigiendo y que estaba a punto de acabar. En este nuevo mundo solo algunos nostálgicos de la revolución conservan en su mente la figura del poeta, alguien cuya misión evoca remotamente a la que en los momentos de mayor gloria tuvo el tutor en el destino de sus estudiantes. Aunque, todo hay que decirlo, las intenciones del uso del poeta en los trajines posmodernos sean bastante divergentes de lo que escribe Jaeger respecto a la relación del poeta con el ideal griego de la educación, que a mi modo de entender alargó su benéfica sombra hasta aquella actitud gloriosa de los tutores, hoy transformada en algo grotesco tal y como estampan sus firmas sobre las tesis doctorales muchos de los actuales. Las palabras del autor alemán dicen así, “No es una «evolución» en el sentido semi-naturalista que acostumbra emplear la investigación histórica, sino un desarrollo esencial de una forma originaria del espíritu griego, que permanece idéntico a sí mismo, en su estructura fundamental, a través de todas las fases de su historia.” (...) “La concepción del poeta como educador de su pueblo — en el sentido más amplio y más profundo — fue familiar desde el origen, y mantuvo constantemente su importancia.” Aunque todos los ritos de paso sociales hayan desaparecido en esta sociedad empujada por los designios del cómo, es decir, del dato y la demostración - poniendo la palabra tutoriales de forma genérica en internet, me salieron más de doscientos millones de entradas - la liturgia de leer capítulo a capítulo la obra magna de Cervantes a cargo de notorios personajes, elegidos antes por su fama que por su prestigio intelectual aunque éste, en algunos casos, no deje de asistirles con toda justicia, se ha materializado como una forma insustituible de uno de los diferentes eventos que jalonan la fiesta del día internacional del libro. ¿Acaso no se trata de un pasatiempo infantil?, me dice el catedrático abajo firmante de la tesis doctoral hecha por su alumno a base de seguir los tutoriales pertinentes. Muchos lectores adultos confiesan en privado que les relaja, y, como los niños antes de dormirse, entran en un embotamiento liviano al escuchar leer a otro mientras uno no hace nada. Reconocen, bien es verdad que cada vez con menos pudor, que les acrecienta el placer de lo inútil. Lo cual me hace pensar en el tipo de ambigüedad misteriosa donde nos metemos cuando intentamos adivinar el por qué de la lectura y de los lectores que leen, es decir, cuando sacamos a esa actividad fuera de la influencia mecánica del dato y del cómo demostrativo a que me refería antes. Tradicionalmente responder a ese por qué siempre ha servido solo para elevarnos espiritualmente, sin embargo, compruebo que hoy también vale para apalancar los cuerpos en la butaca o en la cama. En 2016 se celebraron los cuatrocientos años del fallecimiento de Miguel de Cervantes, entonces le propuse a mi amigo, el catedrático con firma pero sin voz ni voto, que fuéramos a celebrarlo haciendo una visita al paraninfo de la Universidad Complutense de Alcalá de Henares, desde cuya tribuna habla cada año el galardonado con el premio que lleva el mismo nombre que el autor del Quijote. Aunque, lo más importante, es que es la misma tribuna desde donde antaño los aspirantes a doctores leían sus trabajos delante de sus directores de tesis y demás autoridades universitarias. Este año me he acordado de aquella visita y de la situación profesional desconsolada que vive el catedrático amigo, que también sigue dando clases entre cuatro paredes, al leer unas palabras recientes del último premio Cervantes, Sergio Ramírez, que ha subido a aquella ejemplar tribuna alcalaína. “Que si bien escribo entre cuatro paredes, lo hago con las ventanas abiertas, porque como novelista no puedo ignorar las anormalidades constantes de la realidad en que vivo, tan desconcertantes y tornadizas, y no pocas veces tan trágicas pero siempre seductoras.”