Arcadio Oliveras es un joven maestro de la escuela rural del pueblo de Cuenca en el que vive Silvana Montoro, la maestra argentina que en su día emigró a España por razones del corazón. El primero es, por tanto, quien se encarga de la educación de los hijos de la segunda. Un niño y una niña de siete y nueve años respectivamente. Paradójicamente Silvana hubiera preferido que sus hijos se educaran en casa, pero el negocio de la carpintería de su marido tenía unos altibajos que impedían la estabilidad económica deseada también por Silvana para sus hijos. La educación pública no puede perder el carácter industrial de su origen, repetía con frecuencia en las reuniones de la asociación de padres y madres de la escuela de la que ella fue durante un tiempo su presidenta. Te lo comento, aunque sé que opiniones como ésta te llevan los demonios, por lo que tiene de distorsión o agitación del pantano del que quieres ser su vigilante desde la orilla. Me refiero a lo público, ese ámbito al que te sueles referir como algo que no se toca. Vox populi, suprema lex est. De todas maneras, has de reconocer que no le falta razón a Silvana en esa apreciación que tiene respecto a la herencia industrial de la educación pública. Una herencia que, transformada adecuadamente para la ocasión del cambio que supuso el encendido de las luces ilustradas, lo es de otra, a saber, la de, digámoslo así, la industria y andanzas del cristianismo que dominó el imaginario occidental durante casi dos milenios. Silvana Montoro coincide con Werner Jaeger - cuya obra Paideia me confiesa que no deja de leer con creciente interés - en que “Es característico del primitivo pensamiento griego el hecho de que la estética no se halla separada de la ética. El proceso de su separación aparece relativamente tarde. Todavía para Platón la limitación del contenido de verdad de la poesía homérica lleva inmediatamente consigo una disminución de su valor. Por primera vez, la antigua retórica fomentó la consideración formal del arte y, finalmente, el cristianismo convirtió la valoración puramente estética de la poesía en una actitud espiritual predominante.” Todo se desencadenó como siempre de forma no prevista. Fue como consecuencia de la revista que los de la asociación de padres y madres de la escuela editaban cada trimestre con la intención de que fuera, al mismo tiempo que un instrumento para hacer balance, un lugar de encuentro de todos los que lo habían hecho posible. Un trimestre más. Ni que decir tiene, como podrás deducir, que dado el escepticismo de Silvana respecto a las posibilidades de la educación pública, imaginaba la revista como la constatación de un fracaso anunciado, para, partiendo de esa constatación, intentar abrir los ojos de los incrédulos. Nunca se lo hice saber, pero todo su empeño, que no estaba alimentado por el rencor o el resentimiento sino por una honesta idea de intentarlo de nuevo, corría el peligro de sumergirla en una depresión. Y una depresión en un pueblo del que además no era oriunda, aunque tuviera la impresión contraria, es menos llevadera que si le toca afrontarla en una gran ciudad. El anonimato de ésta, a mi entender, juega a favor del deprimido. El caso fue que, para el número del último trimestre del curso, le pidió a Arcadio Oliveras que escribiera un artículo sobre cómo veía la educación tanto a nivel general como en lo concerniente a lo que correspondía a la escuela del pueblo. Estaba convencida que romper con aquel maleficio que había impuesto el Vaticano, y habían heredado los poderes laicos de la modernidad, solo se podría llevar a cabo con un ejercicio continuado de amor incondicional a la naturaleza humana vista en su doble vertiente creativa y holística. Arcadio Oliveras era profesor de gimnasia y se encargaba de coordinar todas las actividades de la escuela que tenían que ver con la actividad física. Justamente por eso, a Silvana le interesaba su enfoque de la educación vista desde ese ángulo, digamos, materialista. No pienses que pretendió ponerle una trampa. Silvana sabe que hoy el cuerpo, en detrimento de la reflexión sobre el espíritu, acapara todas las convicciones de la sociedad. También piensa que es posible adaptar la capacidad de amor incondicional de padres a hijos, fruto de una tradición ancestral a la que ella pertenece y dentro de la cual se siente íntimamente partícipe, de manera que la conducta individual de los profesores pueda ser objeto de una legislación pública. Es una propuesta osada, sin duda. Solo confía en que es esa hipotética nueva legislación haya una cláusula de irrenunciable cumplimiento, por la que los ciudadanos que se postulen como enseñantes públicos estén todos obligados a tener a su cargo el cuidado y protección de al menos un vástago. No ve otra manera de que la palabra “pública”, hueca de todo significado al que pueda atenerse quien la pronuncia - no se que pensarás tú desde la asesoría laboral donde trabajas - vuelva a gozar de la honestidad y disfrutar del esplendor que le dieron los antiguos griegos. Aún así no le sorprendió que Arcadio Oliveras le respondiera, yo no sé escribir. Es lo que tiene estar sobrado de convicciones, que incluso afecta al sentido del humor. No entendido como pérdida, sino como degradación de un pilar fundamental de la existencia humana. Silvana me dijo que lo miró a los ojos fijamente, pues notó que la propuesta lo cogió con el paso cambiado. El desconcierto le vino, no porque sus palabras le hicieran tambalear su convicción del papel central que su trabajo de educador físico ocupaba en el diseño curricular del escuela del pueblo, sino porque alguien lo detuviera su forma de moverse infatigable y segura, y le hiciera una propuesta que lo obligaba a lo contrario. Pararse. Después de unos segundos, que parecieron horas, en los que solo existió el silencio entre ellos, Silvana, que reconoce que para ella fueron de auténtico deleite, le contestó: tómate tu tiempo.