El 18 de noviembre de 1676 Gottfried Wilhelm Leibniz puso sus pies al fin en La Haya, después de un viaje en barco que meditó largamente antes de llevarlo a cabo. Tenía treinta años y en esas fechas disponía de motivos suficientes para poder reclamar para si el título del primer intelectual de Europa, por seguir con las clasificaciones a las que los alumnos de Eloy Gutiérrez son tan aficionados en su vida cotidiana dentro y fuera del aula. La intención no era otra, aunque Leibniz nunca llegó a aceptarlo del todo, que visitar a Baruch Spinoza, su gran rival intelectual, el único que podía desbancarlo del puesto de número uno. Una preocupación que solo angustiaba al filósofo alemán, pues el pensador holandés, que no había cumplido los cuarenta y cuatro años y le quedaban tres meses de vida, estaba totalmente al margen de estas competencias y clasificaciones. Vivía en una habitación realquilada en casa de un pintor que tenía una numerosa y bulliciosa familia y con los que se llevaba cordialmente. De día, Spinoza se dedicaba a pulir lentes para hacer microscopios, un trabajo que puede que fuera la causa de la enfermedad pulmonar que le causó la muerte. De noche, a la luz de una vela, pulía su sistema metafísico. La idea de totalidad, que seguro estuvo presente en la conversación que mantuvieron los dos filósofos durante los tres días que duró la visita, fue la que eligió Eloy Gutiérrez para iniciar el nuevo módulo de filosofía con los alumnos de segundo de bachillerato. Ello fue posible tras arduas negociaciones con el claustro de profesores. Sabido es que siendo el último curso de la educación secundaria, lo han convertido en el primero de la larga lucha por la vida, o dicho con otras palabras. la larga carrera en la jungla de la información en dura competición por llegar el primero a la meta como sinónimo de haber conquistado la verdad. Quería oponer a la paranoia por la selectividad, puerta de entrada a aquella jungla, que en este último curso de bachillerato abraza a todos los alumnos, un jardín de conversación y cooperación donde pudieran despedirse de su adolescencia de tal manera que les permitiera, no tanto ser felices como pregonaban los antiguos, sino más bien adquirir la dignidad de poder serlo. Eloy ve este último curso del bachillerato como una bisagra en la vida de los alumnos entre el mito de la adolescencia que se va y el logos de la existencia adulta que llega. Y a la conversación entre Spinoza y Leibniz como una buena metáfora de ese giro existencial y educativo. Lo cual le puede permitir adentrarse en el ideal griego de educación, tal y como se refiere Jaeger, “Homero, dice, ha ensalzado todo: animales y plantas, el agua y la tierra, las armas y los caballos. Podemos decir que no pasó sobre nada sin elogio y alabanza. Incluso al único que ha denostado, Tersites, lo denomina orador de voz clara. La tendencia idealizadora de la épica, conectada con su origen en los antiguos cantos heroicos, la distingue de las demás formas literarias y la otorga un lugar preeminente en la historia de la educación griega. Todos los géneros de la literatura griega surgen de las formas primarias y naturales de la expresión humana.” Es decir, le permite hacer paideia mediante la mayeútica. Pretende así, con la mínima molestia, soslayar el orgulloso corporativo de sus compañeros y de la dirección del instituto, sin ponerse a los alumnos en su contra, conducta habitual siempre que captan alguna divergencia individual respecto al conjunto de los docentes. Ponerse a discurrir con los alumnos la idea de Dios que presidió las diferencias intelectuales entre Spinoza y Leibniz, le parece una decisión arriesgada pero muy adecuada - piensa Eloy - a ese giro que están a punto de dar los alumnos en sus vidas, al abandonar el instituto y entrar en la universidad. También porque el siglo XVII le parece una época deslumbrante y combativa, pórtico de una manera de ver el mundo a cuyo fin puede que estén asistiendo ya los alumnos que vienen a su clase. Si el que ha pasado a la historia de la filosofía como una de las mentes más brillantes ha sido Leibniz, el que sigue viviendo y dando continuidad a la historia menos vistosa de la humanidad es, sin duda, Spinoza. Cuyas ideas, por tanto, seguirán acompañando el destino de quienes cojan el relevo en este siglo XXI, pórtico a su vez de algo que no sabemos qué nos puede deparar. La idea de Dios como metáfora de la Totalidad es muy ajustada a la idea que tienen los bachilleres de todos lo tiempos. El peligro en la actualidad es que esa idea no provenga de la imaginación humana, sino del lenguaje interpuesto de las máquinas. O sea, que sea Leibniz, con su arrogante título de abogado de Dios en la Tierra, quien de el testigo a los alumnos digitales como abogados de internet en el cosmos, en lugar de Spinoza con su idea de Dios, desprovista de todo atributo humano. Es ese sentimiento de incompletud que, a pesar de su pretencioso título de abogado divino en la tierra, no podía dejar de sentir Leibniz, lo que le llevó a visitar a Spinoza en La Haya sin que nadie se lo pidiera, el que quiere discutir con los alumnos en relación a la misma pomposidad, vehiculada de forma acelerada y superlativa por los canales de Internet, con que van a irrumpir en la vida adulta. ¿Quieren pasar a la historia, como Leibniz, o dar continuidad a una humanidad renovada, como hace el pensamiento de Spinoza? ¿Como van a tratar, en la vida adulta, esa idea de totalidad que les ha acompañado durante la adolescencia?