Los Arozamena nunca han pensado que el éxito de su matrimonio pudiera estar vinculado a su mala educación. Isabel y Diego Arozamena son un matrimonio cántabro que reside en Madrid desde que tuvieron el primer hijo. El es ingeniero de telecomunicaciones en Telefónica. Ella es profesora en un instituto de secundaria en Moratalaz donde da clases de biología y botánica, aunque antes de venir a Madrid había estado contratada en un centro educativo en Santander, cuya propiedad era del Opus Dei. Fue durante ese periodo de sus vidas en el norte de España cuando Isabel conoció a Diego y para ella, así al menos lo confiesa todavía sin rubor, fue como un flechazo. Puede que para Diego la cosa no fuera para tanto, pero ese déficit amatorio fue rápidamente devorado por el excedente que tenía la que iba a ser su mujer. Nuestra percepción de la realidad es muy limitada, por lo que no tenemos más remedio que utilizar algún tipo de metáfora si nos queremos acercar a ella. Cuando Diego e Isabel se instalaron en Madrid, en 2009, la crisis estaba galopando a tumba abierta y la doctrina del shock se había hecho con los mandos de la percepción de la realidad. Así que sencillamente se limitaron a dejarse llevar por las circunstancias ambientales y emocionales, algo incomprensible, pensaron entonces quienes más los conocían, si se tenía en cuenta lo lejos que quedaban los matrimonios de conveniencia, fuente de toda la mala educación que arrastra la humanidad. Era una manera eufemística de decir que lo raro fue que no se divorciaran al poco tiempo de llegar a la capital. Crisis económicas surgidas simultáneamente a crisis emocionales ha habido siempre, pero lo que diferenciaba al caso de Diego e Isabel, y el de otros muchos matrimonios recientes en esos momentos, era la doctrina del impacto que dominaba la forma, o metáfora, de acercarse a la realidad en que vivían. Por ejemplo, Diego dejó de leer el periódico en papel y se apuntó a la inmediatez que le ofrecían las noticias que le llegaban vía digital. Isabel, por su parte, se hizo una adicta de los grupos de discusión en internet y de whatsapp. Por aquellas fechas dos honorables nonagenarios empezaron a salir en los medios digitales llamando a toda aquella efervescencia con la palabra indignación, invitando a todo el mundo a relacionarse pública y abiertamente con la realidad a través de este gesto primario. ¡Indignaos!, era la consigna general que a acabó en boca de todo el mundo. Del lado del mundo académico surgieron los primeros ensayos donde se registraba, sobre todo entre los más jóvenes, la nueva forma de vergüenza que suponía consumir productos afectados, digamos, por una parsimonia en su usabilidad (palabra que empezó a ocupar un lugar preeminente en la jerga habitual) de carácter neolítico. Todo ello, indignación y vergüenza por ser tocado por la parsimonia dio al traste con la tradición, más serena y más lenta, de vivir bajo la influencia de algún tipo mito. Al respecto Jaeger nos recuerda desde la atalaya de su obra Paideia que “Los mitos sirven siempre de instancia normativa a la cual apela el orador. Hay en su intimidad algo que tiene validez universal. No tiene un carácter meramente ficticio, aunque sea sin duda alguna originariamente el sedimento de acaecimientos históricos que han alcanzado su magnitud y la inmortalidad, mediante una larga tradición y la interpretación glorificadora de la fantasía creadora de la posteridad”. Ni siquiera el fútbol, dominador absoluto de esta parcela quedó indemne. La marea del momento convirtió al fútbol en lo que realmente es, veintidós niños millonarios dando patadas a un vegigo durante veintidós minutos. Se impuso entonces algo que un académico emérito, Emilio Lledó, lo denominó con acierto, adanismo, a la que no era ajena la sorna que empleaba al usar la nueva palabra en sus apariciones públicas. Pues lo que estaba sucediendo, y nadie parecía advertirlo, era sencillamente que se había acabado la larga fiesta de celebración del final del franquismo, durante la que la clase media a la que pertenecen Diego e Isabel, según ellos por derecho propio, había crecido de forma portentosa y acelerada, como no, gracias a la extensión de la cobertura social y el bien estar material. Se creó así un coyuntural en la una parte importante de la población era suficientemente rica como para poder invertir en los productos culturales que estaban apareciendo en el momento, pero no así disponían del suficiente bagaje o capital educativo como para poder discernir entre ellos o como para poder consumir productos de cierta enjundia o densidad. Lo que había sucedido es que la fiesta del postfranquismo había durado demasiado y esa clase emergente, a la que seguían perteneciendo Diego e Isabel con todo derecho, no habían tenido tiempo de educarse. Con estos mimbres, lo que se consolidó en los años que siguieron a la gran resaca de la gran fiesta postfranquista fue una cultura, digámoslo así, surfista o de superficie a la que Diego e Isabel se apuntaron con el afán propio del adanista, tal y como dice Lladó, a saber, creyéndose que el día en que se conocieron coincidió con la inauguración del mundo. Así con ese celo propio de los adanistas, que pretender enmendar el abandono del primer Dios Creador respecto a sus criaturas originales, Diego se ha comprado una cámara de vídeo para capturar todo lo que se cruza en su camino. El mundo es tan hermoso que mercería existir siempre, dice cada vez que vuelve de viaje con Isabel y convocan a los amigos para hacerles ver sus proezas.