miércoles, 23 de mayo de 2018

HIJOS SIN PADRES

Siguiendo con el escrito anterior, vale decir que la mala educación de aquellos padres ha hecho que sus hijos crezcan sin ellos, quedándose así completada la trilogía del natalismo de la especie humana. La cual queda constituida por la tipología clásica de los hijos con padres y, su némesis, los hijos sin hijos, a los que se añade esta última entrega de los hijos sin padres. Cuando Cristina Arozamena nació su hermano Rafael ya tenía dos años y medio. Su madre Isabel, al tener a su segundo hijo entre sus brazos, se dio cuenta de que la primera ya había crecido lo suficiente como para desparecer, lo cual le produjo primero una amable nostalgia seguido a continuación de un terror incontrolado. Fuera por esa combinación inopinada, y en justa compensación con lo que pensaba su marido Diego respecto al mundo, por lo que le pidió a éste que no dejara de capturar con su cámara de vídeo los mejores instantes que les ofrecieran sus hijos a partir de ese momento. Todo ello más la aceleración sufrida en los últimos años, que son los que han utilizado sus hijos para llegar a la mayoría de edad oficial, debería haber supuesto un cambio de actitud en el matrimonio Arozamena, algo así como pararse y pensar sobre lo que habían hecho y a donde habían llegado. Pero no ha sido así. Ni por parte de los padres, ni parece que a los hijos que piensan que la mayoría de edad es solo un dato que en nada les atañe. La forma de organización familiar que han elegido para vivir juntos es de tal manera que es imposible registrar ningún tipo de incompetencia que tenga que ver con el papel que cada miembro tiene asignado. Para entendernos, la familia Arozamena funciona como un sistema dentro de un doble eje de coordenadas y abscisas. En el primero queda registrado lo más tecnológico o cool, ahí se mueven como si fueran una empresa de venta a domicilio vía web antes de que la página web funcione, dicho de otra manera, funcionan con soluciones ficticias a problemas inventados. En el eje abscisas queda registrado lo más arcaico de su condición humana, donde para evitar el vacío que se produce entre una pregunta y su hipotética respuesta, es decir, para evitar el diálogo propio que se deriva de la implantación de la razón, lo que que se impone es la respuesta sin pregunta y la solución sin problema. Del mantenimiento del eje de coordenadas, por decirlo así y como no podía ser de otra manera, se encarga Diego y del de las abscisas la madre de sus hijos, Isabel. Vistas así las cosas pudiera parecer que la familia de los Arozamena hayan construido un modelo educativo que al fin ha logrado superar todos lo inconvenientes del pasado inmediato, o dicho con otras palabras, pareciera que Diego e Isabel Arozamena se hacen cargo verdaderamente de la educación de sus hijos. Pero si lo contrastamos con el ideal griego de Paideia que Werner Jaeger muestra en su libro homónimo, vemos la distancia que media entre uno y otro modelo. “No de otro modo es preciso interpretar la unión de la poesía con el mito que ha sido para los griegos una ley invariable. Se halla en íntima conexión con el origen de la poesía en los cantos heroicos, con la idea de los cantos de alabanza y la imitación de los héroes. La ley no vale más allá de la alta poesía. A lo sumo hallamos lo mítico, como un elemento idealizador, en otros géneros, como en la lírica. La épica constituye, originariamente, un mundo ideal. Y el elemento de idealidad se halla representado en el pensamiento griego primitivo por el mito.”  Y es que aquella mala educación de Diego e Isabel debería haber acabado cuando acabó la larga fiesta del postfranquismo pero, como les pasó a los docentes de entonces, los unos y los otros estaban ya inoculados por la desidia y la pereza intelectual que genera tantos años de jolgorio y algaravía, de tal suerte que fueron dos parámetros incuestionables en cualquier diseño curricular o familiar. La educación y la familia continuaron así enlazadas, y en esas estamos, por una especie de gincana sin fin que va desde los cero hasta los vientitantos años. Los hijos de Diego e Isabel, Cristina y Rafael, son, también con todos los derechos, eso que alguien con mucha lucidez denomina los zombis modernos. Esa combinación entre los más cool y lo más arcaico caminando sin destino y sin alma por las calles de una polis inexistente. No son malos chicos, ¡que van decir los padres!, pero en ellos la desidia y la pereza, herencia directa y sin testamento de sus padres, se ha hecho, como la sangre que corre por sus venas, una segunda circulación que pulula por su cuerpo arbitrariamente sin los momentos diastólicos y sistólicos de aquella. Y lo peor de todo es que lo que había que hacer en estos asuntos entre maestros y alumnos, padres e hijos, estaba ahí desde la antigüedad clásica, como dice Werner Jaeger. Como compensación, el momento para dar el salto y corregir el rumbo perdido no puede ser más propicio que este de la era digital. Lo que ha cambiado respecto a entonces es la posición de los protagonistas y los comportamientos que debería tener su lenguaje, que debería estar más atento ahora a las zonas ciegas de su realidad que pasan desapercibidas. Pero lo que falta es su disposición, que sigue empeñada en hablar por hablar de forma generalista y proceder mecánicamente a la hora de tratar de pensar.