Recién estrenado el siglo XXI, todo un augurio, saltó una noticia en los periódicos, y las incipientes formas de conexión digital, en la que se hacía mención de la decisión del gobierno holandés de modificar algunos aspectos del de la vigente ley educativa, pues el actual tenía algunas lagunas que le parecían inadmisibles. Las autoridades educativas holandesas se referían particularmente al área de humanidades, donde autores como, por ejemplo, Erasmo, Spinoza y otros, eran completamente desconocidos por los escolares contemporáneos de los Países Bajos. La nueva enmienda a la ley educativa pretendía que las obras más importantes de estos autores fueran de obligada lectura por los alumnos durante su periodo de formación escolar. Lo cual suponía que esas lecturas se incluyeran dentro de los diseños curriculares que elaborara cada centro educativo. Nada más conocer la noticia de que Spinoza volvería con pleno derecho a las aulas, las autoridades católicas holandesas se levantaron, movidas por el proverbial odio que sienten hacia todo lo que venga del judío sefardí, y lanzaron su contraoferta educativa inspirada en el concilio Vaticano II, punto de referencia de todo lo que puedan ofrecer de renovación los jerarcas del Vaticano. La noticia tuvo una repercusión continental y planteó de nuevo la idoneidad de los sistemas educativos, en un momento en que se estaba llevando a cabo en Europa la aplicación del plan Bolonia. Pero aunque no tuvo la misma repercusión, digamos, a nivel mediático, la vuelta del pensamiento de Spinoza al lado periférico de la actualidad no pasó desapercibido para quienes lo ven como uno de los orígenes de nuestra forma de vida moderna. La clave de la forma de pensar del judío holandés es, de manera sintética, la manera que tiene de concebir la idea de Dios, al desprenderla de cualquier vestimenta o atributo humano, voluntad e inteligencia sobre todo, que nos permita de inmediato a los hombres y mujeres poder recurrir a esa idea ante los dolores y ansiedades que nos provoca continuamente nuestra finitud e imperfección. Es decir, nuestra mortalidad. Para decirlo con otras palabras, el dios de Spinoza nos obliga a enfrentarnos, si o si, con nuestra condición de seres mortales, sin que podamos buscar atajos o subterfugios, ni prebendas o sinecuras, que nos permitan evitarla o canjearla como moneda de cambio según las contingencias de la existencia de cada individuo o grupo social. Como podrás observar, queda clara la diferencia que existe entre el sujeto de todas las perfecciones, que sería lo que defiende el Vaticano incluso después del Concilio Vaticano II, a partir del cual ha aceptado una cierta libertad de conciencia entre sus feligreses, y una sustancia con infinitos atributos que es la idea que defiende Spinoza en su obra Ética. La visión sustancial de Spinoza restaura, a mi entender, la distancia y el destino que los antiguos griegos tenían con respecto a sus dioses, y que la visión subjetiva de la Iglesia hizo desaparecer por considerar que era un atentado directo contra la línea de flotación del sistema que acabaron por imponer a todo el mundo occidental. Escuchando las palabras de Werner Jaeger no puedo dejar de pensar que el tipo de racionalidad que emplea Spinoza para construir su visión del mundo no es ajena a la que inspiraban las magnas obras del gran poeta de la antigüedad griega, Homero, cuyos detractores allanaron el camino a los predicadores de la Iglesia de Roma en su afán por que la distancia y el destino de ese sujeto de todas las perfecciones tuviera siempre a la vista y controlados a todos los demás sujetos que, por el contrario, eran depositarios de todas las imperfecciones. Dice así Jaeger, “Nos repugna, naturalmente, ver cómo la poética filosófica tardía del helenismo interpreta la educación de Homero como una resaca y racionalista fábula docet o cómo, de acuerdo con los sofistas, hace de la épica una enciclopedia de todas las artes y las ciencias. Pero esta quimera de la escolástica no es sino la degeneración de un pensamiento en sí mismo justo que, como todo lo bello y verdadero, se hace grosero en manos rudas. Por mucho que semejante utilitarismo repugne, con razón, a nuestro sentido estético, no deja de ser evidente que Homero, como todos los grandes poetas de Grecia, no debe ser considerado como simple objeto de la historia formal de la literatura, sino como el primero y el más grande creador y formador de la humanidad griega.”
No en balde el mejor conocedor del pensamiento de Spinoza fue Leibniz, el abogado defensor de los intereses de Dios en la Tierra - como a él quería que lo recordaran en los siglos venideros -, quien de forma secreta arrastró toda su vida la visita que hizo al pensador holandés en La Haya, el 18 de noviembre de 1676, donde conoció de primera mano lo que significaba el giro radical, en la distancia y en el destino, que llevaban en su seno las ideas de aquel. Un giro en la distancia porque, de repente, Dios, o sea Naturaleza - como Spinoza quería expresar su idea - está en todo, incluso dentro de uno mismo, convirtiéndose en un nombre amable y venerable del nombramiento y ordenamiento de lo pueda haber más allá de las limitaciones de ese uno mismo mortal. Y un giro en el destino, ya que recupera la autonomía moral o dignidad del ser humano que lleva implícita en sus actos, perdida o aniquilada al tener que rezar o dar gracias por seguir vivo imperfectamente cada día a ese sujeto de todas las perfecciones. Recupera, por tanto, una forma de proximidad que, dentro de aquella racionalidad primera, siempre gozaron los héroes griegos respecto a los dioses que los protegían y los guiaban. Esa nueva distancia y ese nuevo destino posibilitan, ahora sí, imaginar un nuevo ideal sobre la educación dentro de la racionalidad moderna. Siempre y cuando aceptemos que es una racionalidad, como la de los poetas griegos, propia del alma, que acota su distancia y desde ahí busca su destino no con datos, sino con sentimientos que son formas de sentir con sentido. Es decir, no con datos, sino con ideas. Un alma universal que es la que pone en contacto a Spinoza con Homero, no una alma internacional, como la preconiza el Vaticano, que solo sintoniza entre el fervor de los católicos del planeta.