jueves, 10 de mayo de 2018

LA ENERGÍA SOBRANTE

Cuando Pablo Ruiz Picasso nació en Málaga, el 25 de octubre de 1881, el mundo del arte se encaminaba junto con el siglo XIX hacia un futuro incierto dentro de la nave de la Historia del Progreso en la que lo habían metido, más o menos, cien años antes, para llevar cabo un viaje de no retorno. Es, para entendernos, lo que en el ámbito de lo material están imaginando ahora los ingenieros que preparan el primer viaje a Marte. Lo que ocurre es que en el ámbito espiritual, que en teoría es también el del arte, los viajes hacia el más allá no tienen el freno ni las limitaciones que impone lo material, y de una u otra manera los viajeros que se embarcan en tal aventura acaban siempre creyendo que deben cumplir con su destino. Caiga quien caiga. Es por ello que, debido a la ligereza y plasticidad que proporcionan a sus usuarios la tecnología digital, hoy es habitual encontrarte con viajeros marcianos que, sin haberse movido de su casa paterna, van y vienen con total desparpajo del planeta rojo, por seguir con la metáfora astrológica. Me refiero a los diseñadores de formación, que viendo que no acaban de abrirse camino profesional, de repente, un día quieren ser artistas emergentes, o a algunos seguidores de instagram que ademas de sus selfies, inasequibles al desaliento, nos cuentan también sus cuitas. Todo este vaivén, como es fácil suponer, al niño malagueño le era totalmente ajeno y, sin embargo, paradójicamente estaba destinado a ser su padre fundador. Por aquellos años solamente Picasso se limitaba a ser un buen hijo y un estudiante aplicado en la escuela de San Telmo de Bellas Artes de la ciudad andaluza, donde su padre era profesor. Así que pronto destacó como un excelente dibujante. Dicen que una obra suya de esta época, la de un picador en una corrida de toros, lo acompañó durante toda su vida, pues no quiso nunca desprenderse de ella. A medida que pasa el tiempo y el llamado arte contemporáneo cumple años hasta ser ya la estampa representativa de una época, la del siglo XX el corto, 1914-1989 (como lo renacentista representa al siglo XVI, lo barroco al siglo XVII, lo rococó al siglo XVIII, lo romántico al siglo XIX, siempre, claro está, según la manera historicista de ver y contar el mundo) creo que Picasso se ha convertido con pleno derecho en la figura que mejor encarna toda esta época. Que no es otra que la demolición de la idea de arte que, en paralelo con la idea de Dios, había sostenido a una idea de humanidad desde el arte parietal de las cavernas. Tengo para mi que la tensión entre lo visible y lo inviable, entre la presencia y la ausencia, que siempre había formado parte de la existencia humana, constreñida, digamos, por la idea de Dios que, en última instancia, determinaba las reglas del campo de juego donde toda esa energía debía y podía desplegarse, se desató de una manera incontrolable como nunca antes había existido en los años de formación del joven Picasso, o por decirlo así, en los años protocubistas, el llamado período azul de su carrera pictórica. A estas alturas del tiempo histórico la humanidad, con Picasso al frente, había alcanzado la mayor distancia posible del ideal griego que aparecía con Homero a su cabeza. Todo lo que vino después, hasta hoy mismo, no ha sido otra cosa que la experimentación en el alma propia del arte y en el cuerpo de los seres humanos de lo que supuso, a mi entender, ese dislate que no puedo dejar de calificar, por otro lado, como admirable. Ni el Dios Creador, con su proverbial vagancia, se atrevió a tanto. Creó el mundo en siete días y se ausentó para siempre, y se te he visto no me acuerdo. Durante casi dos milenios si querías ponerte en contacto con El tenía que ser, previa petición de audiencia, a través de los múltiples abogados que ha tenido en la tierra a su servicio. Pero Picasso, no. Con mucha menos energía y con fecha de caducidad para su vida, hasta el último aliento estuvo sacándole jugo a la energía que intuía permanecía oculta detrás de la apariencia física que adoptan los cuerpos para sobrevivir cada día. Lo veía como un infinito almacén de arcilla, para seguir con el mito de la creación bíblica, que estaba esperando al primero que llegara para darle forma. Una forma, como puedes decudir, que tenía aspectos y manifestaciones también infinitas, de ahí su obsesión, ya octogenario, con seguir trabajando sin descanso y con parecido afán que cuando se enfrentó por primera vez a esa intuición, de la que son buena muestra la serie de cuadros de esa etapa azul que ya he mencionado. ¿Que se perdió y que se ganó con aquel admirable dislate picassiano?, me preguntas en tu último escrito. Pienso que, de una parte, se rompió para siempre el hilo narrativo de una tradición que, para bien y para mal, nos mantenía en contacto con los fundamentos y con el alma original del pensamiento occidental. Así lo atestigua Jaeger, “La poesía griega, en sus formas más altas, no nos ofrece simplemente un fragmento cualquiera de la realidad, sino un escorzo de la existencia elegido y considerado en relación con un ideal determinado. Por otra parte, los valores más altos adquieren generalmente, mediante su expresión artística, el significado permanente y la fuerza emocional capaz de mover a los hombres. El arte tiene un poder ilimitado de conversión espiritual. Es lo que los griegos denominaron psicagogia. Sólo él posee, al mismo tiempo, la validez universal y la plenitud inmediata y vivaz que constituyen las condiciones más importantes de la acción educadora”
Pero, por otra, la actitud picassiana nos dejó en herencia algo extraordinario, el ejemplo de una conciencia expandida como una variante de la conciencia encorsetada habitual, en un mundo sin garantías ni vigilancia divinas, que nos ofrece la posibilidad de colocar nuestra mortalidad en un lugar apreciablemente distinto del que tenía antes de aquella ruptura con la tradición que no fue otro que hacernos creer a todos que éramos inmortales. Cuarenta y cinco años después de la muerte de Picasso, queda, por tanto, la posibilidad de reencontrarse con uno mismo tal y como, en nuestra intimidad profunda, nos conserva la eternidad. Lo que, tal vez, en su obsesión creativa por aprovechar al máximo toda la energía sobrante del cosmos, el pintor malagueño nunca llegó a ver a lo larga de su dilatada existencia.