lunes, 10 de abril de 2017

TOLOSA DE LANGUEDOC 2

EL INQUILINO DEL CONVENTO DE LOS JACOBINOS

¿Por qué quería hacer una visita a la tumba de Santo Tomás de Aquino? Porque intuyo una extraña y no explicada continuidad en quienes protagonizamos el presente, embelesados y disfrazados, contemplando cada día las múltiples pantallas, de la hermosa respuesta que aquel dio a la pregunta de por qué Dios creó el mundo si no le hacia ninguna falta, si, siendo autosuficiente en su plenitud y perfección, no necesitaba nada. Tomás de Aquino respondió: Dios creó el mundo porque el bien tiene la propiedad natural de expandirse y multiplicarse. ¿Dónde se encuentra, entonces, la continuidad? Convengamos que, más de doscientos años después de la muerte de Dios por decreto humano, a la filosofía de las pantallas, que ha acabado por sustituir a Aquel en el alma de los hombres y las mujeres, le pasa algo parecido que a la respuesta tomista a por qué Dios creó el mundo, aunque con una diferencia notoria. Veamos. 

No tiene lo que aparece en las pantallas nada que ver con nuestras vidas, es decir, como en el caso de Dios no deja de ser una constante ficción, una retahíla irreal de lo que no somos y nos gustaría ser. Ahora bien, lo que ha acabado por expandirse y multiplicarse con éstas, a diferencia del bien que se expandía con Aquel, ha sido algo inesperado: la banalidad del mal. No es el infierno que imaginó Dante, pero no deja de ser infierno. Aunque es un tipo de mal que, en su banalidad, si ha heredado las mismas cualidades que el bien tomista: la filosofía dominante de las pantallas existe porque la banalidad del mal es expansiva y multiplicadora. ¿Valió la pena, al final, aquel deicidio? ¿Se ha hecho justicia? ¿La vida en toda su aparente diversidad, queda al alcance de cualquier mortal? ¿Es esa aparente diversidad de la vida, lo mismo que su plenitud? Yo creo que en está confusión radica la estafa de los trileros del nuevo infierno. 

La banalidad del mal ha llegado para quedarse entre nosotros, sí, pero no como el esperado momento de gloria de los malditos, entendidos como sinónimo romántico y emancipador de todos los desfavorecidos que aquel bien divino ha producido, sino como la forma más sutil y perversa de venganza que el diablo - un personaje, otrora castigado con el ostracismo por su rebeldía, que viene a cobrar y hacer patente su protagonismo en la nueva escena de las pantallas - nos tenía reservado a todos, a los maldecidos y a los bendecidos, pues la filosofía de las pantallas no hace en estos distingos. Así, y como correlato que sustituye  a la santidad de aquellos santos, se nos ha echado encima una fuerza desconocida y en liza de igualdad con las otras fuerzas del mundo, la miseria de los miserables. Aunque lo desconcertante es que, así como la obra de Dios entonces tuvo a su gran narrador en Santo Tomás de Aquino, la obra de hoy de los hombres no tiene quien la escriba con semejante autoridad y solvencia. ¿Es el hombre autosuficiente y pleno en el ejercicio de su banalidad?, sería la pregunta a la hoy nos tenemos que enfrentar. De momento resulta difícil decir que no. Así serán, por tanto, los narradores que se merece el mundo que se nos avecina

CONVENTO DE LOS JACOBINOS