Quisiera escribir sobre la fiesta de cumpleaños de mi mujer, 40 años, pero no sé que decir. Más bien es una forma de no perder la razón. El pesimismo es algo sospechoso entre quienes tengo cerca. La fiesta, como suele suceder en estos aniversarios redondos, fue una sorpresa para la homenajeada. Todo fue bien, tal y como lo había programado con mis hijos. Al menos es lo que a mí me pareció. Bueno, en realidad estoy tomando unas notas para ir a un programa de radio, al que me he apuntado como colaborador semanal, para explicar el fracaso de mi matrimonio. Hoy quisiera hablar de aquella fiesta, para ver si soy capaz de entender lo que nos ha pasado. Al ser la última cosa que hicimos juntos, puede que ahí se encuentre la explicación. No sé donde leí que los finales de las historias, si han sido bien contadas, te remiten de inmediato al principio. Y al colocarte ahí de nuevo acabas por entenderlo todo. Eso dicen. Lo que que ocurre es que yo no doy por terminada la historia con mi mujer. Llevamos ya dos años separados y todavía pienso que no hemos escrito el final. O que aquel final de la fiesta de su 40 aniversario es una final mal escrito. O fue la sorpresa la que no vino a cuento. No sé. El caso fue que al día siguiente de la fiesta mi mujer se fue a dormir sola al cuarto de los invitados. Un mes más tarde se había ido de casa. Un relato de terror empezó ha apoderarse de mi entonces, la irrefutable convicción de que ya nunca sería yo mismo. Y aquí estoy, a punto de ir a la emisora de radio, a ver qué digo.