Recuérdalo de nuevo, toda cultura produce su propia barbarie. Dos ejemplos de cada día: ¿no hay mucha perversión e impiedad en esa estilización de la pobreza (pantalones rotos y otros harapos), que se ha hecho moda e industria millonaria en la forma de vestir de muchos de los que habitan el llamado mundo rico occidental? Si eso pasa con los trapos de vestir, ¿por qué no iba a afectar a las formas de leer y de escribir, imponiendo una estilización de la ignorancia? Aunque en ningún sitio está legislado que porque manejes dinero dejas de ser ignorante, desde siempre los seres humanos sabemos que para que el mundo sea soportable, es necesario exorcizar o expulsar las obsesiones. La pobreza y la ignorancia han sido dos de las obsesiones que han torturado con más inclemencia a los seres de nuestra especie dentro del rebaño. Todos los planes de emancipación han tenido como santo y seña salir de esos dos pozos de ignominia. Hasta la fecha, únicamente los planes por tener una cuenta corriente propia y la escolarización obligatoria han tenido un cierto éxito. Lo que ocurre es que algo empieza a oler mal, y no sabemos si su procedencia viene de aquellos pozos, lo cual significaría que no hemos salido todavía, o la pestilencia la está generando el nuevas estatus al que pertenecemos: la democracia consumista y la democracia lectora. O dicho de otra manera, todos somos lo suficientemente ricos para poder vestirnos como si fuéramos pobres y demasiado arrogantes para dejarnos adular cambiando de libro con tal de no dejar de pulsar, pues es donde buscamos el reconocimiento (esa cobardía moral), la tecla jaculatoria "me gusta 👍" o "no me gusta👎". El mal olor que provoca la conjunción de estas dos conductas, nunca previstas en los originales planes de emancipación, ni en sus enmiendas posteriores, produce por igual un inopinado desconcierto. La felicidad no acaba de hacerse un presencia física, más bien continúa siendo una ensoñación o una fantasía, como cuando éramos verdaderamente pobres e ignorantes. Si la causa fuera que todavía no hemos salido del nauseabundo pozo de nuestros antepasados, la solución no se haría esperar, más dinero para consumir y más libros para cambiar de libro. Pero mucho me temo que ya nadie se cree esa milonga. La pregunta, por tanto, prevalece, ¿en qué creen hoy los pordioseros de diseño y en qué los lectores adulados que les gusta cambiar de libro para decir me gusta o no me gusta? Ambos parecen añorar con sus poses aquellos relatos de Charles Dickens donde los pordioseros eran verdaderamente unos muertos de hambre y sus historias eran verdaderas historias de la supervivencia. Pero debe haber algo más. Nadie es tan perfectamente cínico como para creerse, y hacer creer a los demás, los disfraces con que se protege.
Si la pobreza y la ignorancia han sido erradicadas, hablando en términos materiales y contables, en el mundo rico y alfabetizado de este lado occidental del planeta, cabe preguntarse si había más problemas de los que se podían ver desde la perspectiva que daba estar metidos en el interior de aquellos pozos de inmundicia y tristeza. Entonces, si fuera así, bajo la luz con que nos alumbran los pordioseros de diseño y los adulados lectores, ¿cabe enmendar hacia el misterio aquellos planes de emancipación, para reconocer que la pobreza y la ignorancia son las dos palabras que mejor nos constituyen como seres humanos, finitos y limitados?
Dos espacios, y dos maneras de manejar el dinero y el tiempo, representan cabalmente está nueva dimensión de la pobreza y la ignorancia que menciono, y que parece han venido para quedarse entre nosotros. La gran superficie y los clubs de lectura. Pordioseros de diseño y lectores deseosos de que los adulen permanentemente, deambulan en su interior trajinando con todo lo que se mueva en los escaparates o en las páginas de los libros, orgullosos por completo con su estrenada condición de pobres e ignorantes. Es la nueva forma de barbarie que, como ya he dicho en otras entradas, Hanna Arendt la llamó con acierto la banalidad del mal, y que, en nuestras latitudes, produce el bienestar del que gozan, por seguir con los dos ejemplos, esos nuevos pordioseros e ignorantes. Un diagnóstico, el de Arendt, que tenía vocación fundacional de lo que iba a venir después de la Experiencia de los Grandes Desastres. Salimos de aquel pozo miserable, sí, pero su sombra no deja de perseguir a la nueva pobreza de los pordioseros de diseño y a la nueva ignorancia de los lectores adulados. Mientras tanto, todo consista en salir menos de casa y en acostumbrarnos a leer y escribir en compañía sin que nos den palmaditas en la espalda