jueves, 6 de abril de 2017

LA GRAN SUPERFICIE

¿La palabra profundo, no dicha explícitamente en la cena, fue el detonante para que la conversación superficial girase el foco hacia nuestro destino como adultos? Me sorprendió, de forma alentadora, que en una reunión de ciudadanos de clase media acomodada la palabra profundo remitiera a la palabra muerte, y a continuación orientara la conversación superficial, no hacia los chistes y las risotadas, sino hacia un lugar inhabitual que permitió dividir a la concurrencia en tres grupos tan significativos del estado de la cuestión. A saber, los preventivos, los que todavía no hablaban, lo que no dijeron ni mu. Sobre todo en lo que respecta a estos últimos, nunca antes queriendo uno ocultarse detrás del no querer decir nada, los que te observan pueden llegar a saber tanto de uno, quedando uno, a su vez y al mismo tiempo, tan radicalmente ignorante de lo que puedan estar pensando y sintiendo los otros. Lo cual puede que fuera debido a que la palabra profundo, además de detonante llevaba mucha pólvora, o los contertulios, desobedeciendo a Virginia Wolff, se miran cada mañana al espejo con una preocupación inconfesable. Algo hay, entre ese arrobamiento que sentimos frente al hecho de que nuestra vida solo pueda llegar a ser como la disfrazamos y lo que delatan el espejo y las articulaciones cada mañana, que merece la pena echarle un vistazo.

Vivir en la superficie es una decisión que proviene de eliminar de nuestras vidas, tanto en su práctica como en su representación, toda altura de miras y todo abismo que nos produzca vértigo. Una forma de vida que lleva incorporado un método, al que nos gusta ponerle el adjetivo de saludable: la convicción de que, mediante la aplicación de un conjunto de reglas de procedimiento bien definidas, queda garantizado el conocimiento que se obtiene del objeto en cuestión. De cualquier objeto y en cualquier ámbito. Un método que lleva adherido un lenguaje, cuya sintaxis y campo de acción narrativo no puede extralimitarse, por tanto, ni por arriba ni por abajo, ni hacia su interior ni hacia su exterior. Estar en la superficie, sin correr riesgos o con todos los riesgos perfectamente calculados, es lo propio de la vida que hemos decidido vivir la sociedad de la clase media occidental. Lo que en términos ontológicos se traduce, inevitablemente, en ser unos tipos superficiales. Lo paradójico del asunto es que nosotros creemos que es la imagen cabal del paraíso que nos debían y que nos merecemos. Sin embargo, no es nada más que una de las puertas de entrada al infierno, que el diablo triunfante después de la Experiencia de las Grandes Catástrofes nos ofrece con insistente amabilidad. Aquí se puede ver perfectamente encarnada el significado del silencio de los que no dicen nada cuando el tema los interpela. O dicho todo de otra manera, creyendo que al vivir en la superficie hemos burlado al fin a la muerte, lo que hemos conseguido es meternos sin darnos cuenta de coz y hoz en sus temidas fauces. La explicación es muy sencilla, aunque lamentablemente no lleva incorporado un método saludable para ponerla en práctica.

Todo comenzó hace más de doscientos años, y es la obra genuina de nuestra condición de seres de razón y de palabra. Aquellos antepasados nuestros decidieron dar un giro drástico a su Conciencia - en concordancia con lo que años antes Copérnico hizo con el Orden de los planetas -, respecto a como estar y representar el Mundo, dando por concluida la forma que lo había percibido y representado durante los siglos y milenios anteriores. De implorar la gracia del cielo para huir de las llamas del infierno, de depender absolutamente de la ayuda divina externa para sobrevivir en la tierra, de estar siempre amenazados por lo desconocido, hemos construido la Gran Superficie donde hoy vivimos en paz. Y lo hemos hecho a fuerza de allanar o nivelar o limpiar, con litros sangre, sudor y lágrimas, todo lo que rodea y estorba a nuestra conciencia racional limpia y transparente, la única herencia de aquellos antepasados, que son también los únicos antepasados nuestros. Los más antiguos son historia o leyenda, pero creemos que nada tienen que ver con nuestra forma de vida. Una Gran Superficie en la que ya no tenemos, ni podemos por tanto transmitir a nuestros vástagos, la experiencia del arriba y abajo, del adentro y afuera, de lo oscuro y lo luminoso. Ni la intensidad, ni la presencia, ni la ausencia que lo uno y lo otro tienen en nuestras vidas, y en nuestras ideas o formas de pensar.  En fin, no podemos experimentar el misterio de nuestra existencia. Sencillamente porque no hay misterio que valga. Ni suspense. Aquí dentro todo es claro, horizontal y lineal, bajo la influencia de una luz cegadora y perpetua. Lo que acarrea una actitud higiénica nunca antes vista en los que se encargan del mantenimiento de la Gran Superficie: toda perturbación o excrecencia física, social, psíquica o comunicacional debe ser diagnosticada primero como una patología, y en segundo lugar debe recibir un tratamiento severo de allanamiento, de horizontalización, de linealidad, que la reconduzca al seno de la Gran Superficie donde vivimos, y de la que nunca debió salir.

Coda final del Diablo
¿Habéis pensado en que medida el conversador superficial, imitando al troll de las redes sociales, perturba profundamente la ética conversacional de la civilización humana, al separar la expresión del contenido, el significante del significado, la comunicación de la intención? Imaginad un mundo donde, cuando alguien dice algo que no os gusta, no podéis determinar si lo dice en serio o no. ¿Habéis pensado si la superficie es un lugar de llegada (desde el subsuelo) o lo es de partida hacia la eternidad momentánea? O es donde mantenéis la ilusión de que todo es legible de pe a pa. Donde todo tiene sentido en vuestro beneficio. ¿Y el abajo y el arriba y lo que nunca podréis llegar a saber? Listos que sois unos listos. Siempre habrá algo o alguien que se os escapa, que se os esconde, que os espía. Lo sabré yo.