miércoles, 5 de abril de 2017

LA CENA

Aunque la presión de la familia y de los amigos es enorme, debería saber, mejor dicho, debería recordar porque saber ya lo sé desde hace tiempo, que no estoy obligado a organizar ese tipo de cenas, ni de tener que ir de un lado para otro para prepararlas, ni consentir que me abrace la angustia en las horas precedentes porque falte algo, o algo no quede bien, o alguien pueda sentirse incómodo o contrariado. Las cenas con los amigos y familiares, lo haga como lo haga y cuando lo haga, son siempre igual a sí mismas. Ni siquiera la variante que introduce los que asisten y los que se ausentan, y la posibilidad de las diferentes conversaciones que de tales presencia y ausencias se derivan, altera en lo fundamental el resultado final del encuentro. La organización de estas cenas se parecen a la de las vacaciones cuando llega el verano, o las de la Navidad cuando llega el invierno. Quizá todo tiene que ver con un desconocimiento, que no sé si debe ser motivo de preocupación, de nuestros derechos y deberes como ciudadanos. Diría más, para ser unos ciudadanos ejemplares tal vez no hagan  falta ni las unas ni las otras. Veo, de seguir empeñados en ello, una de las explicaciones de nuestra infelicidad. Aunque tampoco sería descabellado pensar, como dice mi mujer, que nos comportamos así no por ignorancia, sino por apuntalar nuestra manera de ser civilizados. La nuestra, dice, es una civilización que ha sufrido mucho y no debemos perseverar por ese camino. El caso fue que en está ocasión mi mujer, contra todo pronóstico, introdujo - nada más oír sus palabras pensé que no había doble intención en ellas, para mí que se le habían escapado sin querer - el elemento de la discordia. Dijo, más o menos, que notaba que de un tiempo a esta parte nuestras conversaciones se habían convertido en muy superficiales. De repente, se abrió paso como por ensalmo entre las sonrisas, chistes y parabienes, que como era habitual se habían apropiado sin ninguna resistencia de los ademanes de los comensales que ocupaban la mesa, el hielo que todos llevamos dentro. Mi mujer se dio cuenta, al mismo tiempo que yo, de la que hay montado con sus palabras. Había convertido la cena en un claustro de icebergs atónitos flotando a la deriva en un mar desconocido. Noté que hizo un gesto como de pedir disculpas, pero se reprimió. No por proteger el asunto de la civilización. Me di cuenta, en ese momento, de que su gesto se había desprendido de semejante corsé, y apuntaba hacia un lugar para mí desconocido. La reunión acabó bien como siempre, y como siempre nos convocamos para la siguiente. Han pasado cinco días desde entonces, y mi mujer no me ha dicho nada sobre aquellas palabras que, al menos a mi, están haciendo que revise mis apuntes sobre quien habita en el subsuelo.