Cabe la posibilidad de entenderlo de esta manera. Pienso que bajo una infinidad de máscaras y sudarios, y de una disposición firme a relacionarse con el presente como la única magnitud temporal a su alcance, la mayoría de quienes hoy asisten a los clubs de lectura tienen como bandera irrenunciable esta última raya fronteriza: yo sé que tengo razón, o a mí nadie me sabrá la mía. Nunca, o en raras ocasiones, se relacionan con las palabras sensibles del relato que los convoca junto con los otros lectores, sino que únicamente lo hacen con las palabras instrumentales que les apuntalan detrás o en lo alto de aquella frontera. No hay desvarío, ni sentimiento de pérdida, solo hay la firme convicción de que eso es lo que hay. Tengo la sensación de que, a fuerza de protegerse de una manera tan inmisericorde, ahí nada duele. Nada les duele. O mejor dicho, nada les duele, o nada sienten, si no es cambio de algo.
Una novela, o un cuento, o una narración, es una visión hecha con palabras sensibles, no es una noticia, ni es un método, ni un prontuario ideológico, que están hechos con palabras instrumentales, que sirven de igual manera que lo hace un mazo o un ordenador o un coche. Son meros instrumentos. Siendo tipográficamente las mismas o parecidas, la diferencia que hay entre las palabras sensibles y las palabras instrumentales es su relación con el tiempo. Las sensibles viven y perduran en el tiempo eterno, las instrumentales viven y se gastan en el tiempo cinético.
"Los Hijos y las Hijas de la fama, que nunca mueren
Y demasiado raramente nacen" (Emily Dickinson).
"Los hijos y las hijas de Isabel Preysler fueron a ver a su madre a Miami" (revista Hola).