lunes, 3 de abril de 2017

EL OTRO LADO DE LA ESPERANZA, película de Aki Kaurismäki

Antes de decidir ir a ver la película, eché un vistazo a una entrevista que le hacían al director finlandés. En un momento de la misma dice, entre otras cosas, que nadie en su sano juicio abandona a un náufrago en medio del mar. En principio, la imagen que sacó a colación Kaurismäki ante la entrevistadora para justificar de forma apresurada - como lo es todo lo que se diga en cualquier entrevista que se precie - la intencionalidad de su película, me pareció lo suficientemente convincente como para acercarme a la taquilla del cine. El prejuicio contra el que luchaba no era otro que el que surge del compromiso, que nos han hecho creer, que deben tener los creadores frente a las contingencias de la vida, ya que pienso que el único compromiso del creador es con su obra, que debe tratar de buscar su hueco o conexión con lo que de permanente hay en el mundo. Una guerra es una contingencia perfectamente consensuada. Lo que abre las condiciones de posibilidad para que náufragos y refugiados podamos serlo todos en cualquier momento de nuestra vida, así dice, más o menos, el director fines en la parte final de la entrevista. Si no lo somos desde que nacemos de una manera u otra, dejando como irrelevante si el naufragio ocurre en alta mar o en medio de una ciudad concurrida. Ayer en Berlín, hoy en Alepo. Añado por mi cuenta. De repente, en donde has vivido toda la vida todo se hunde y te ahogas, y por más que lo intentas no puedes mantenerte a flote. Todas la fuerza que concurren a tu alrededor cumplen con minuciosidad aquel consenso pactado: hacer ahí la vida humana imposible. Como lo es en el mar cuando se desata la galerna y quedas flotando abrazado a una tabla. Me pareció que no hacía falta que viviera en Alepo, o haber naufragado en el mar, para tratar de entablar un conversación con quién de allí huye. Saqué mi billete.

Si el capitán del barco que descubre al náufrago lo deja subir al barco sin someterlo a todo tipo de interrogatorios, sin hacerle rellenar los correspondientes formularios que aquellos les acompañan, sin decirle al náufrago que vuelva usted mañana, o pasado mañana, ni que vaya de ventanilla en ventanilla, ¿por qué sí hacen eso con el refugiado que ha naufragado en tierra? En la tierra donde vive en el momento en que se desató la tormenta. Pues si nadie pregunta a los pasajeros de un barco cuando se desatará la galerna de viento y agua, lo que los convierte de forma inmediata en seres inocentes a efectos de darles ayuda, tampoco les preguntan a los vecinos de ayer en Berlín hoy en Alepo,  cuando vomitaran los aviones la tormenta de fuego, aunque eso no impide que se conviertan ante nuestros ojos en sospechosos habituales. La diferencia estriba en que la Naturaleza lanza su ferocidad sin resentimiento, es su carácter, mientras el de la tormenta de los hombres está llena de odio y resentimiento. Kiarusmaki me pareció, en la entrevista, que pretendía hacer justicia equiparando los resultados de una galerna marina a una tormenta de fuego humano. Equiparando náufragos a refugiados. Pues sea en alta mar o en medio de la ciudad, los que sufren la destrucción e impiedad de las fuerzas destructivas que sobre ellos se desatan, les importa una higa la primacía que puedan conseguir las unas respecto a las otras. Y en que medida lo podrían haber evitado. Todo, entonces, se hace fatalmente natural. Pero no deja de existir, a pesar de ello, una especie de extraño regüeldo en los que quedamos a salvo de aquellas, que tiene el sabor de la culpa o la mala conciencia. Son de los mismos que esperan en la cola delante de la taquilla, a los que oigo que quieren que se cumplan las leyes internacionales. O los que en las pantallas piden la expulsión inmediata de todos los que llegan. No es ese el estado del alma del personaje de la película, que anuncia Kaurismäki en su entrevista. No es este el otro lado de la esperanza ajena, sino de fantasía propia. No del que llega buscando asiento, sino del que ya está plenamente asentado. El director de Finlandia busca, para entendernos, el alma del que nunca ha tenido nada y ha sido extranjero siempre, aunque ahora su cuerpo lo tenga casi todo. La única alma con capacidad acogedora. El alma de quién se encuentra en tierra firme, fuera de la tentación de poner moral a todas esas fuerzas que actúan entre si. Porque sabe que si lo hiciera tendría que distinguir una jornada de bombardeos en Alepo de una en la Bolsa de Nueva York, o de Moscú, o de cualquier de las capitales europeas. Porque sabe que son campos de batalla diferentes, pero las fuerzas que se enfrentan entre si son las mismas o sus sucursales. Con estas distracciones, propias del periodismo, el protagonista quedaría doblemente desaparecido. La primera vez en la barbarie de las bombas de su ciudad y la segunda en la de la actualidad de la ciudad donde llega