NO HUBO CAMPANADAS
El cambio de año no invitaba, contra todo el pronóstico de la propaganda y la publicidad imperante, a la renovación. La niebla todo lo igualaba, el frío todo lo encogía. En las calles comerciales de Tolosa los villacincos se afanaban por mantener en el alto el espíritu laico navideño. La idea de que otro año es posible, trataba de abrirse paso a toda costa entre los viandantes. Sin saber muy bien como, pues todos parecían como fantasmas entre la niebla. Lo de otro año es posible se asemejaba, si mi fijaba con atención en sus ademanes y sus andares, a ir sin rumbo hacia ningún sitio. Fantasmagoría que se acentuó el día primero del año. Estrenar año era como volver a caminar sin destino. Antes de comer en este último día del año, me di una vuelta por el mercado de objetos antiguos, o ya muy usados, que estaba ubicado alrededor del perímetro de la Basílica de San Sernin. Aquella chatarra y sus vendedores trataban de sobreponerse a la falta de horizonte que se intuía la vuelta del calendario, ofreciendo otra visión con sus productos: otro pasado es posible. Yo pienso que al final de la tarde, poco antes de que la oscuridad y la niebla más espesa se echaran sobre la ciudad, lo habían conseguido con cierto éxito. Volví al mercado de trastos viejos y vi a los comerciantes brindando por el nuevo pasado, en medio de un cambio de año que no anunciaba grandes novedades. El tiempo de los relojes, que inventaron los hombres para sustituir al tiempo eterno divino, daba la impresión de que estaba parado. Con signos claros de acabamiento. Había movimiento en las calles pero las horas y los minutos eran todos iguales. Se acercaba el fin de año y no había distinción con el principio. No había destino bajo la niebla y el frío de Tolosa, pero si abundaba la fascinación por hacer lo mismo que todos los años.
Un lector me dijo un día: la literatura va en serio porque leyendo descubrí que la vida va en serio. Días más tarde le dije que era una acertada comparación, pues me había ayudado ha reconciliarme con la idea de que la literatura, la filosofía, en fin, el arte en general, solo me interesa como misterio. Recapitulemos juntos le dije: la literatura va en serio porque leyendo descubrimos que la vida va en serio, es decir, porque las dos son un misterio. Entendiendo la una y la otra como experiencia, no como ir de un sitio a otro, o como atravesar un campo o una ciudad, o descender en canoa los rápidos de un río. Experiencia al leer y escribir sobre algo que nos importa y cuya importancia es directamente proporcional al sentido que adquiere ese algo en nuestra vida. Por eso fui a ver de nuevo la tumba de Santo Tomás de Aquino, reconocido como el pensador más incisivo del la época medieval. Por el misterio que proyectan sobre mi sus reflexiones, aunque yo pueda prescindir de la existencia de Dios para explicarme y para saber: "Dios existe porque es natural que el bien se extienda y se multiplique". Pues aunque sean otras las reflexiones en la época de la máxima tecnologización, que es también la época de la inexistencia oficial de Dios, no se pueden liberar del misterio que, paradójicamente, el aplomo de aquellas palabras medievales desprenden.
Es por ello que no se me quita de la cabeza que la banalidad del mal comienza a incubarse en este giro de la conciencia que deja de concebir la vida y la literatura como un misterio, para hacerlo como un problema que lleva incorporado un método que tiene la solución y la última palabra. Un método al que nos gusta, llegado el caso o la moda, ponerle el adjetivo de saludable: la convicción de que, mediante la aplicación de un conjunto de reglas de procedimiento bien definidas, queda garantizado el conocimiento que se obtiene del objeto en cuestión. De cualquier objeto y en cualquier ámbito familiar, profesional, psíquico o social. Un método, una solución y una última palabra que han ido formando el nido donde la banalidad del mal ha tratado, aprovechando las constantes turbulencias que han acompañado al giro de conciencia humana, colocar y fijar el nido desde donde desplegar todo el poder de su influencia. Los resultados los tenemos, hoy más que nunca, a la vista.
No hubo campanadas en la plaza del Capitolio, donde los que estábamos este último día del año en Tolosa de Languedoc nos reunimos a ver si pasaba algo. Había reloj, pero se quedó mudo. Había balcón del ayuntamiento, pero permaneció vacío. El cambio de año pasó y no pasó nada. Éramos el reloj. Rompimos el tiempo cuando decidimos dar aquel giro coperniquiano a nuestra conciencia sobre la percepción del mundo. Somos el reloj que cronometra, desde entonces, los fragmentos de nuestros sentimientos, que también cambiaron al perder la unidad que les daba su respiración acompasada. ¿Puede pasar algo bajo esa máscara, que es también nuestro sudario? En justa simetría entre la una y el otro, hubo besos y abrazos, gritos y ruidos diversos en la Plaza del Capitolio. Y otra niebla más espesa y otro frío más intenso.