martes, 20 de septiembre de 2016

LA ORACIÓN FÚNEBRE, de Pericles

Pensemos en los grandes discursos políticos de la historia. Esos textos, pocos bien es verdad, en los que la política y la poesía se encuentran y se trenzan como si fueran lo mismo.  Esos momentos, pocos bien es verdad, en que soñamos y pensamos como dioses. Esos textos en esos momentos en los que el alma se esponja y te dices que merece la pena seguir viviendo, no sobreviviendo, porque se nos aparece la vida llena de luz y de sentido. A un líder público lo que le pido, y le exijo, es que con sus palabras haga que me levante cada día con ganas de seguir estando entre los otros, porque otorgan el sentir y el sentido necesario a la comunidad que compartimos. Le pido, se nota que hoy estoy contento, que sea mi narrador de cabecera. No es tanto el aspecto de lo económico lo mas preocupante, y lo que más repugna, de la crisis actual, como la modorra y el hastío a que nos someten cada día, en voz alta, los majagranzas y chisgarabís que se encuentran al frente. De una crisis económica, tarde o temprano, se acaba saliendo, pero la ausencia de la poesía en el lenguaje de la acción pública, que continuará después, tiene que ver con la falta endémica de nobleza que anida de forma inmisericorde en el corazón y en el cerebro de los que mandan, y con la servidumbre voluntaria de quienes obedecen. Pero esta es otra historia.

Me voy dos mil quinientos años atrás. Escuchemos a Pericles mientras habla a los atenienses. Para muchos  estudiosos, desde Tucídides, el primer discurso de la democracia. Escuchemos. Y soñemos y pensemos, por un momento, como los dioses que deseamos ser. A lo grande. Y a lo que nunca debemos renunciar mientras sigamos leyendo y compartiendo nuestras lecturas.