viernes, 9 de septiembre de 2016

LA AUTORIDAD DEL NARRADOR

Sin la alianza y la complicidad necesaria entre la democracia total y el mercado global, la cultura de masas en la que estamos inmersos sería inviable. Cultura de masas que se rige, sin oposición alguna, por el imperativo de la mayoría. Lo cual determina,  hablando ya de lo que nos interesa, que el libro mas vendido es el que está mejor escrito. Por este camino, se produce lo inesperado: ranking y calidad se equiparan. Nunca antes, en toda la historia de la cultura de la humanidad, había pasado algo semejante. Esta ley implacable, a la que de momento nadie se atreve a ponerle una enmienda, es mediante la que se ordena el tráfico de personas y cosas en el mundo occidental. Llámenlo bienestar, distopía o dictadura feliz, llámenlo como quieran, el nombre no conseguirá distraernos de lo que es sin duda evidente: este es el mundo en el que que vivimos y al que la inmensa mayoría no está dispuesto a renunciar. Al contrario, lo que quiere es pertenecer a él con pleno derecho de consumo. Ciertamente hay otros mundos, pero están en éste, y se han de conformar con existir fuera de los focos iluminadores de la ley implacable. Se han de conformar con existir en los márgenes. Lo que existe bajo la algarabía colorista de la luz, eso que creemos que es como aparenta ser, son las diferentes formas y derivaciones que adquieren los trajines y trapicheos del mercado global y la democracia total.

No voy a discutir la autoridad que tienen los narradores de las novelas, pongamos, de Ruiz Zafón o Dan Brown. Según la ley implacable antes aludida la tienen, se la merecen y no hay nada más que decir. Es la autoridad que exige el poder de sus lectores, al que se someten gustosamente. Igual que no seré yo quien haga el más mínimo reproche al estilo verbal que han impuesto las redes sociales en la comunicación entre humanos. 140 caracteres son hoy más que suficientes para hablar con el mundo. Para hablar de nuestro mundo. Aprobado por abrumadora mayoría. Ni siquiera voy a discutir jamás si eso es bueno o malo. Es. Y está ahí.

Dentro de esa ley implacable el mundo tiene un único propósito, sin significados aparentes. Es abrumadoramente literal: leer un libro, para después leer otro y después otro, según los preceptos y las exigencias de la industria editorial. Escribir un tweet, y después otro, y otro, al ritmo trepidante que imponen las redes sociales. Afuera, el otro mundo, en contra de lo que pensábamos, no es dialéctico, ni tiene propósitos, es contradictorio y, sobre todo, paradójico. Pero la lectura ahí sí transmite al lector variados presentimientos llenos de significados. No es una cuestión de anarquismo tronado, es, como decía Kafka, que estamos afuera de la ley porque está abierta, pero a la vez estamos absolutamente dentro de la ley, porque sólo nos espera a nosotros, porque sólo nosotros tratamos de saber qué es esa ley. Es decir, nos excluye incluyéndonos y nos incluye excluyéndonos. Aunque nadie ha venido, en los años anteriores, a decirnos lo que debíamos leer, legalmente. Por tanto, mientras esperamos, seguiremos afuera de la ley, es decir, fuera de la influencia de la autoridad de los narradores, por continuar con los ejemplos citados, de Zafón y Brown. Y así no dejaremos de preguntarnos: ¿dónde ha de colocarse uno para saber de la vida, afuera de la ley o dentro de la ley?  

Aceptando nuestra ilegalidad, no nos queda mas remedio que entrar en contacto con escritores que, a su vez, entienden el oficio de otra manera a la de aquellos. Ni se les ocurre pensar que los narradores que crean puedan estar a servicio de los lectores. Ni que quien manda en el relato, no sea otro que el narrador que han imaginado, al que se debe someter toda la atención y la voluntad del lector. No quieren, de ninguna de las maneras, que estos tengan una relación con sus textos como la de esos amantes que solo buscan furtivos encuentros sin compromiso. Al tal respecto, Richard Ford mediante un intento heroico por poner en contacto toda la vida con la literatura, desvela la naturaleza auténtica de aquella ley implacable. Lo dice así:

“Para llevar a cabo esas grandes hazañas miméticas por las cuales el arte y la vida tiene efectos similares, los relatos contienen casi siempre esfuerzos pequeños y grandes, absolutamente evidentes y también apenas observables, de la autoridad del escritor. Por autoridad entiendo, en términos aproximados, la determinación del autor, llevada a cabo por distintos medios, de asumir el mando provisional de la atención y la voluntad de un lector y, de esa manera, superar la resistencia de éste y comprometer su credulidad con el fin de interponer algún plan que el escritor considera tan valioso para su tiempo y su problema como para los del lector.
El mero acto de escribir un relato y proyectarlo en un espacio mental que tal vez alguien habría preferido llenar con los combates de los miércoles por la noche o con un Château Montrose del 64, siempre constituye un acto de autoridad presuntuoso y rudimentario, a la vez que anticipa necesariamente todas las exigencias que impone la ficción. (...)  un acto de imposición cuyas duras exigencias deben ser sopesadas en estrictos términos morales y a la larga recompensadas.
Sin embargo, muy pronto este primer acto conceptual de autoridad (he imaginado una historia, para alguien) se materializa en el relato real y su primero gesto significativo, con exclusión del título”. (Flores en las grietas)

A lo que se refiere Ford en este último párrafo no es a otra cosa que a las primeras palabras de toda creación. A la importancia que tiene para la autoridad del narrador el comienzo de su relato. Dice a continuación: 

“Algo tiene que persuadirnos a nosotros los lectores de que nos enfrentamos a una fuerza (una mente, una competencia prometedora, un almacén de palabras, una atractiva imaginación) que tiene para nosotros algo que necesitamos, que nos mejoraría y posiblemente nos renovaría. Ese gesto inicial que implica la buena promesa del relato que nos espera, representa una aspecto y una pequeña prueba de la autoridad del relato”