Es éste un libro inusual y cautivador. Enseña a mirar, a vivir con intensidad, con sentido de lo intemporal y perdurable.”
“Admiramos ciertos lugares; otros nos conmueven y desearíamos vivir en ellos. Me parece que dependemos de los lugares en lo que atañe al espíritu, el humor, la pasión, el gusto y los sentimientos.” (La Bruyère)
Así rezan la contraportada y la cita que da entrada a este libro titulado, "Lugares donde se calma el dolor", de Cesar Antonio Molina.
Es casi imposible no estar de acuerdo con lo dice el autor francés, por eso les sugiero no dejar pasar inadvertidamente el tiempo que se avecina y tratar de revalidar o iniciar la relación con nuestros grandes lugares. Sin duda nos calmará el malestar de la existencia, siempre y cuando aceptemos que es imposible oponerse al hecho de que vivir duele y que al final nos espera la parca.
Les dejo muestra de tres de esos lugares, muy pegados a mi propia biografía, en los que he experimentado lo que comento. El primero tiene que ver con la ciudad donde nací: la plaza Mayor de Zamora. Allí, un dia, entré con mi padre en un bar donde él iba de joven a divertirse los fines de semana, “habia animadora y todo”, me dijo orgulloso. Siglos mas tarde - la fatuidad juvenil nos hace quedar ciegos durante demasiado tiempo - entendí que mi padre, aunque me pareciera increíble, había sido joven y que aquella plaza había sido testigo preferente de la importancia de lo que todo ello significa, y que a una parte a esa fuerza, de esa ilusión y de ese impulso debo yo mi existencia. El segundo tiene que ver con la ciudad donde he vivido la mayor parte de mi vida: el parque madrileño de El Retiro. Allí he disfrutado con mis amores y se me ha calmado el dolor de sus decepciones, allí he encontrado el mejor silencio para leer durante horas interminables, allí me he reído a mandíbula batiente con mis mejores amigos. Lo he recorrido en verano, en invierno, en primavera y en otoño. Y al final siempre he acabado saliendo por la puerta que da a la calle madre de todas las calles, la Cuesta Moyano, y su feria permanente de libros de viejo. El tercero tiene que ver con un lugar cerca de donde vio ahora: el macizo de la Albera. Y con un tipo que lo conoce literalmente como la palma de la mano, como los indios sioux conocían las grandes llanuras norteamericanas. A su lado he aprendido algo inimaginable en mis lecturas de los libros de guías de la naturaleza que se editan en las ciudades, ni en las prédicas que he oído a los salvadores apocalípticos de todo lo que se mueve. Recorriendo junto a él la infinidad de caminos de la Albera, he aprendido a mirar y a vivir la naturaleza y, por ende, mi propia vida y mis lecturas, de la misma manera, usando las mismas palabras con que acaba la contraportada del libro que le propongo: con intensidad, con sentido de lo intemporal y de lo perdurable.