La lectura de un texto provoca al lector, enfrentándolo a sus prejuicios y mitos asumidos, desde una distancia cuya perturbación solo puede obtener acomodación definitiva por la cercanía de su intimidad. Es la paradoja esencial que todos los lectores sentimos, aunque sea diferente la manera de explicarnos. Incluso cuando no lo hacemos, que es una manera contundente de explicarlo todo, aunque sin el riesgo y el roce con la más que probable desentonación de los matices.
John Berger lo dice en “El cuaderno de Bento” de una manera, que a mí me parece hecha con la precisión y la elegancia de un óptico, Bento talmente: “La perturbación de las distancias. Una perturbación a la que sólo se puede acomodar uno adoptando una visión aérea, conforme a la cual los kilómetros se transforman en milímetros, pero el tamaño del corazón no se reduce nunca”
Me viene esto a la cabeza debido a que el otro día estaba sentado con mi mujer en un terraza, cuando se acercó una compañera de su trabajo. Se sentó a nuestro lado y después de los parabienes de cortesía nos dijo: me la ha comprado, al fin, mi hija me la ha regalado para mi cumpleaños. Era una iPad. Así puedo llevar todos los libros conmigo sin que me molesten, ni que me pesen, dijo emocionada a continuación. Y que libros llevas, le pregunté. De los míos, ya sabes, de los que yo leo. Me respondió, como pidiendo disculpas.
No sé la distancia que pueden determinar con su lenguaje los narradores de aquellos textos, y si es mas angulosa, escarpada u oscura que la que definen los narradores a los que yo me acerco. Lo que no me cabe ninguna duda es que el tamaño del corazón de esa mujer y el mío no se reducen nunca. Y que vengan de donde vengan las historias que nos explican nuestros respectivos narradores, a él se han de remitir lo que transmite siempre su forma de hacer literatura, que en todos los casos es algo enormemente arcaico, primitivo, originario e imprescindible. Sea esa forma más o menos sofisticada, más o menos grotesca.
Todos los lectores leemos porque queremos salir del ámbito cerrado de nuestras limitadas experiencias. Cada cual quiere salir del ámbito de si mismo. Pero, al mismo tiempo, todos necesitamos mitigar los efectos perturbadores de la distancia a que esa necesidad nos obliga (salir de uno mismo es el viaje mas largo y enigmático posible), y que nos viene impuesta por lo que nos cuentan los diferentes narradores. Todos necesitamos acoger esas experiencias, de nuevo, en la cercanía de nuestra intimidad, donde florecen con toda la fuerza enormes posibilidades nunca antes imaginadas, con sus matices y sus más penetrantes y oscuras perspectivas. En fin, todos necesitamos religarnos (de religare, de religión), lo creamos o no, después de lo que hemos leído. Después del agotador viaje fuera de uno mismo. Leamos a Proust o sigamos los interminables capítulos de los folletines televisivos o literarios. O no leamos nunca. Los que no leen nunca, igualmente leen, pero no bajo los auspicios de los renglones impuestos por la letra impresa.