La relectura de “El cuaderno de Bento”, de John Berger, me ha recordado dos de las preguntas que me hice, y que ya nunca me han abandonado. La primera tiene que ver con los lectores, ¿cómo dejamos el relato que hemos leído, para seguir con el run run de nuestras vidas? Y, la segunda, con el libro, ¿dónde nos coloca, y en que estado de ánimo, a los lectores el libro recién leído? Como puede comprobarse en realidad es una misma pregunta con dos caras, que dan forma al campo de acción en el que los lectores bregamos con nuestra lectura, en confrontación directa con nuestra vida, el mundo y la propia literatura.
Sin embargo, no dejo de darme cuenta de que en nuestras vidas hay momentos en que se ven las orillas y otros en que parecemos verdaderos naúfragos en medio de la nada oceánica. Suceden días donde se nos aparecen profundidades insondables o cotas inaccesibles, junto a otros dominados por la calma chicha que proporciona el plasma de la TV. Aún así nos enfrentamos a ello como podemos. Unos se van a dar la vuelta al mundo y vuelven como si se hubieran ido a comprar tabaco en el barrio, a la vuelta de la esquina. Los hay que vuelven a creer, inopinadamente, en la llegada de los reyes magos como la mejor solución para los problemas que nos atenazan. Unos ven el espacio interplanetario llenos de amenazantes figuras extraterrestres, mientras que otros solo ven un inmenso vacío navegable y, por tanto, explorable y medible. Los hay que no se mueven ya que ven cobradores de hacienda y jefes de negociado por todas partes, y quienes se conforman con la profundidad de campo de los telediarios.
Es debido a todo ese trajín en el que estamos inmersos por lo que sigo dudando si de nuestra cabeza se ha apoderado el silencio y la protección que le haya podido proporcionar la lectura, o de inmediato vuelven a ella los ruidos y los encontronazos que tenía antes de entrar. Peor aun, me pregunto que si - leamos o hagamos lo que hagamos - alguna vez estos nos abandonan. En fin, me pregunto si, como dice Berger:
“A lo largo del relato nos acostumbramos a los procedimientos del narrador, a su manera de prestar atención y luego de dar sentido a lo que a primera vista parecía caótico, adquirimos sus hábitos como narrador. Y si la historia nos ha impresionado, haremos nuestro algo de esos hábitos, algo de su manera de prestar atención. Y entonces los utilizaremos para dar sentido al caos de la vida, en la que se ocultan multitud de historias, de relatos.
Sin embargo, si nos imagináramos los relatos que se están narrando de un extremo al otro del mundo esta noche y consideráramos sus resultados y sus desenlaces, encontraríamos, creo yo, dos categorías principales: aquellos cuya narración hace hincapié en algo esencial que está oculto, y aquellos que hacen hincapié en lo que se revela”.
Oculto o revelado, pienso que al entrar a leer lo que nos cuesta es iniciar el recorrido hacia lo que no es radicalmente uno mismo. Hacia el otro lado de la apariencia de las personas y las cosas que hemos dejado afuera. Quiero decir, hacia el otro lado de los soniquetes y algarabías de sus representaciones, que son los que la sostienen. Nos cuesta imaginar que leer no es otra cosa que eso que decía: entrar en un libro con la cabeza llena de ruidos y que el narrador y sus protagonistas los callen, ya que dicen cosas que nos interesan porque fijan la perplejidad en nuestra mirada. ¿Qué significa, entonces, lo que existe afuera antes de entrar a leer, y que incentiva tantas zozobras y alborotos a los que estamos pegados?