jueves, 15 de septiembre de 2016

DISTANCIA Y DESCONOCIMIENTO

"El emperador mandó quemar los libros, pretextando que los sabios habían provocado con sus libros tantas dudas, que las gentes abandonaban la agricultura"  G. W. F. Hegel

No deja de asistir la razón al emperador al querer desplazar la duda en beneficio de una mayor producción agrícola. Lo que ocurre es que para que la razón imperial tenga éxito, como así ha sido hasta ahora, tienen que concurrir dos de los atributos que mejor subrayan nuestra condición humana: la codicia ilimitada y la pereza insuperable. Dándose los dos siempre al mismo tiempo y en la misma dirección, idependientemente de las condiciones históricas en que vivan sus propietarios. Por eso ha fracasado, y fracasará, la idea de revolución que inspira la Catedral Dialéctica de Hegel a sus lectores de izquierda. Pues es una catedral en la que se prima absolutamente la verticalidad, y que le da legitimidad, no lo olvidemos, la obra y el espíritu del primer emperador moderno, Napoleón I Bonaparte. Sin embargo, contra natura, los bienintencionados hegelianos de izquierda apostaron por la total y excluyente horizontalidad del mundo. Ante semejante soberbia, la naturaleza ha dicho lo que tenía que decir, sin entregar, como siempre, las claves de sus secretos. Ahí volvemos a estar. 

¿Cuánto tienen que estar llenos los graneros para empezar a dudar? Siempre tienen que estar llenos a rebosar, vuelve a insistir el actual emperador, para evitar que los agricultores se adentren y distraigan con la duda de si estarán medio llenos a o medio vacíos. Mientras esa pregunta se formuló con el temor de que los graneros no acabaran de llenarse del todo, la retórica del emperador pudo seguir campando por sus fueros y las dudas de los sabios continuaron viviendo en el ostracismo. A la espera. Después de la experiencia de las grandes catástrofes, cuando el mundo de ayer desapareció de la faz del continente europeo, los emperadores vencedores se afanaron, como suele ocurrir en la ceremonia de los grandes funerales, en tratar de dar de zampar a los agricultores supervivientes y llenar al mismo tiempo a rebosar los graneros. Esta vez sin vuelta atrás. Y vaya si lo han conseguido. Han creado una sociedad excedentaria, que puede llenar los graneros del mundo un puñado de veces. Pero con la barriga siempre llena, la duda no aparece en los agricultores. Ni siquiera la vida buena. El granero lleno nos ha traído la comodidad pancista de la buena vida. Nada más. ¿El Absoluto impensado e imprevisto de Hegel? Es más, cada vez que se intenta que la duda tome protagonismo dentro de ese edificio impar, lo que aparece es la preocupación y el temor porque el granero no se vacíe. Aunque ahora no sea de grano, sino de tiempo. No tengo tiempo para dudar, es decir, para pensar. El emperador ha vuelto a salirse con la suya. Y los sabios han perdido ya toda esperanza de que los agricultores atiborrados se enfrenten a la pregunta, ¿cómo es posible qué, y a costa de quién, el granero está siempre lleno a rebosar? No contó Hegel - o si se dio cuenta nunca le dio la importancia necesaria, tal vez porque puso por encima su profesión de arquitecto divino definitivo -, que los materiales que tenía que utilizar, por mucho que estuviera sometidos a la perfección de la dialéctica de la historia eran humanos, demasiado humanos. Es decir, son unos materiales baratos y que tienen aluminosis (codicia ilimitada y pereza insuperable) entre sus venas.  

Los tres relatos que tengo en mi agenda lectora de otoño ponen en jaque a todo el edificio hegeliano, bajo cuyas arcadas, convenientemente remodeladas, nos protegemos los lectores europeos actuales. Bien es verdad que unos más que otros. Sus títulos son suficientemente reveladores. "El corazón delator", de E. A. Poe. "La impaciencia del corazón", de Stefan Zweig. "Por si se va la luz", de Lara Moreno. Son, a mi entender, tres vías de agua en los bajos de la Catedral Inderrumbable de Hegel. No hace falta que insista en ello, pero mi principal preocupación e interés se mueve en dirección opuesta a la del emperador, sin tener su mismo poder. Es decir, no puedo mandar quemar la mitad del contenido de los graneros, a ver si así aparece la duda en cada lector el día de cada lectura. Dicho de otra manera, no puedo decirles, entre otras cosas, que la lectura de cada uno de esos textos (como la de todas las lecturas) les provocará, enfrentándolos a sus prejuicios y mitos asumidos, desde una distancia cuya perturbación solo puede obtener acomodación definitiva por la cercanía de su intimidad. Es la paradoja esencial que todos los lectores sentimos, aunque sea diferente la manera de explicarnos. Incluso cuando no lo hacemos, que es una manera contundente de explicarlo todo, aunque sin el riesgo y el roce con la más que probable desentonación de los matices.

Distancia respecto a lo que nos viene de afuera, desconocimiento respecto de lo que tenemos adentro. Visto cómo han ido todas las promesas sobre la bondad y habitabilidad del mundo desde lo más alto de la Hermosa Catedral Dialéctica de Hegel, ¿es perentorio comprobar cómo está el granero para enfrentarnos a este descomunal dilema? Una distancia y un desconocimiento que Hegel se empeñó en reducir a cero, acercando la tierra al cielo y el hombre a dios, pero que las historias que han protagonizado los hombres en la tierra desde entonces han demostrado que no pertenecen a la Historia Oculta de Dios en el Cielo. La distancia y desconocimiento continúan pues no dependen de los placeres o los fracasos ni de sus días, sino que suceden siempre, en todo tiempo y lugar, a extramuros de la Gran Catedral de la Dialéctica Hegeliana. Por eso cuando las escuchamos, aunque hayan sido escritas o compuestas muchos siglos antes, nos resultan familiares. Extraña y perturbadoramente familiares. Pues son la distancia y el desconocimiento que, aunque no nos demos cuenta o no queramos aceptarlo, dan forma al ámbito en el que discurre y transcurre cualquier existencia humana mortal. Ahora y siempre.