En la mesa de al lado de donde me había sentado para beber una cerveza, una pareja discutía sobre la gente que llevaba placas en la cabeza. Carla, así se llamaba ella, decía que todas las películas que había visto últimamente iban de personajes que les habían implantado una placa en la cabeza. Por algo será, interpelada a Rusky, así se llamaba él. Lo que si aceptaba como normal era que un porcentaje elevado de las personas que caminaban llevaban, como mínimo, una prótesis en una de las rodillas. Un dia mirando en Google había leído que el número de quienes llevan prótesis en ambas rodillas ha aumentado exponencialmente en los últimos años. Era como si el acelerón que la vida había experimentado en la última década la hubiera convertido en eso. El articulo de Google también hacía referencia a los teléfonos inteligentes o smartphone, a los que consideraba la prótesis no del cráneo como las placas, sino del cerebro y por extensión del alma. De repente, este organismo inmaterial, tenazmente reprimido por el laicismo republicano después de la revolución francesa, se había implantado imperiosamente en las manos de todos los ciudadanos. Como si la vida hubiera entrado en un estadio en el que empezara a dejar de ser vida, pareciéndose mas a lo que podría entenderse como fin de la vida, dijo Carla haciendo al mismo tiempo un gesto facial con el que pretendía atraer la atención de Rusky, que parecía no estar muy interesado en las cavilaciones de su acompañante. Me fijé con disimulo y no detecté que Rusky llevara alguna placa en la cabeza o en alguna otra parte de su cuerpo. Mas que nada lo hice por la insistencia de Carla en que Rusky escuchara su historia, pues su forma de contarla me hizo suponer que era una manera indirecta de referirse a la posible prótesis craneal de su acompañante o en, su defecto, para tratar de hacerle ver la necesidad de que sin demora se la implantara, tal y como indicaban las tendencias actuales del cine y del mundo audiovisual en general. Había algo que se estaba rompiendo en las últimas décadas, pensé. La estabilidad física de la que los humanos siempre hemos hecho profuso alarde, si la comparamos con la catástrofe psicológica que nos constituye, se estaba derrumbando de manera incontrolada. Tal vez sea por eso que me guste tanto la película Robocop, cuyo personaje principal está hecho de implantes de placas y otros artificios electrónicos, bien es verdad que bastante rudimentarios si los comparamos con los de las últimas tendencias a las que se refería Carla. Esta película me parece la cabal advertencia sobre lo que media entre esa plenitud física de la que alardeamos y la catástrofe psicológica que padecemos y que tanto nos cuesta disimular con aquella. Cuando Carla y Rusky se levantaron de la mesa, y según se dirigían a la puerta de salida de la cafetería, pensé si lo de las placas en el cráneo, como los tatuajes en a piel, fueran los adelantados de que mañana la oreja quiera mudar al pie y que el pie quiera instalarse en la parte baja del ombligo. Después de todo nadie nos ha dicho que esa rutina orgánica, que disimula la locura que escondemos dentro, tenga que durar para siempre.