miércoles, 16 de octubre de 2019

UNA PANTALLA PROPIA

Ante la insistencia del Coordinador de que los lectores escribieran sobre su experiencia lectora, o sobre su experiencia de la vida en general, la lectora M envió un texto al grupo de whatsapp del club de lectura que decía así: Mientras tenga mi teléfono, jamas se me ocurrirá sentarme a solas y ponerme a pensar. Cuando tengo un momento de tranquilidad, nunca me pongo a pensar. Mi teléfono es un mecanismo de seguridad para evitar tener que hablar con gente nueva o dejar vagar mi mente. Sé que esto es muy malo. Pero enviar mensajes de texto para pasar el rato es mi modo de vida. Casi todos lo miembros respondieron al instante con emoticones diversos, aunque todos halagadores de las palabras de la lectora M, con lo que más o menos venían a reconocer que ellos hacían lo mismo. El Coordinador se dio cuenta, de inmediato, que las palabras de la lectora M no se proponían mentir ni decir la verdad ni, por tanto, tratar de comunicarse con el Coordinador o decirle algo a sus compañeros de grupo, sino dar fe, o levantar acta, de que se había construido un hábitat y a ella misma como habitante dentro, hechos de tal manera el uno y la otra a imagen de sus hábitos. Dicho de otra manera, de lo que la lectora M quiso informar al Coordinador y a sus compañeros de grupo de whatsapp fue que, siguiendo los consejos de Virginia Wolff, se había construido una habitación propia, a la que, por supuesto, estaban invitados a entrar cuando les viniese en gana, pues serían siempre bienvenidos. Al Coordinador le pareció bien las nuevas ideas que sobre la arquitectura tenían la generaciones más jóvenes. Pues dejando intacto, y a la espera, el valor esencial o oculto de las palabras, han sabido otorgarle, en el estrecho espacio de la pantalla de su móvil, la amplitud de miras exteriores y visibles de un rascacielos. Sus compañeros de grupo manifestaron a la lectora M su alegría por la invitación con las sucesivas invasiones de emoticones que siguieron a la primera y acabaron por inundar la nueva casa de la nueva propietaria y amiga. La lectora M es una estudiante de cuarto curso de universidad, que tiene un empleo como becaria en una empresa de telecomunicación, vinculada a la agencia europea de investigación espacial. Lo que si notó el Coordinador fue que las palabras que sustituían a los ladrillos o los muebles o los utensilios de cocina, etc. de la nueva casa de la lectora M, no eran muy diferentes de las palabras que se utilizaban en la literatura, lo cual problematizaba de manera diferente lo que había sido hasta ahora la realidad compartida, digamos, entre el habitante de una casa convencional y el lector de un libro, entre los hábitos rutinarios y domésticos de aquel y las actitudes de atención y concentración de éste. Lo que dice con voz digital y a la velocidad de la luz la lectora M en su escrito es, ni más ni menos, lo mismo que ha hecho la humanidad, desde que tiene uso de razón, en silencio o al alcance del oído más cercano y a la velocidad del sonido. Lo que tal vez haya cambiando, pensó el Coordinador, es que la lectora M no tenga la necesidad de hacer saber a sus interlocutores, por ejemplo, que en el momento de escribir el mensaje está sentada en un escritorio de roble o de formica, que tiene dos puntas de madera en la parte de abajo a la altura de las rodillas, que se le clavan en cuando trate de girar el asiento para levantarse. Sin embargo, lo que si le sorprendió al Coordinador, mejor sería decir que lo dejó perplejo, fue la expresión “Sé que esto es muy malo.” Era como si, de repente, las fuerzas ocultas que sostienen la habitación digital de la lectora M rugieran desde su escondite pidiendo entrar en escena. Al Coordinador le costaba incluir esta locución en lo que en general reconocía en la intención de la lectora M al escribir el texto, que no pretendía ni mentir ni decir la verdad. La irrupción de la culpa en medio de la habitación digital de la lectora M nubló todas las vistas que, como si hubiera alquilado un ático en el rascacielos de una gran ciudad, disfrutaba con los clics de sus dedos. La culpa, efectivamente, no formaba parte de los mimbres con que había construido su hábitat, aunque, al aparecer así, como una cuña de inseguridad en medio de su firme convencimiento informático, si era parte sustancial de sus hábitos no todos vistos a la luz de esas pocas palabras del mensaje, pensó con optimismo el Coordinador, reconociendo así la grieta de esperanza que se había abierto en la nueva realidad que inaugura la escritura digital del tipo de la lectora M. Esa frase colocada así en medio de su escrito, ¿era una señal de auxilio? El Coordinador pensó en contestarle sin pérdida de tiempo, pero se dio cuenta de que la confesión de su mala conducta, no significaba que quisiera iniciar una conversación con él y con el resto de sus compañeros en la que tuviera que pensar. Pero tampoco su escrito significaba que no quisiera pensar en ningún caso ni en ningún otro momento. Sencillamente manifestaba que alguien acostumbrado a vivir dentro de un estrépito continuo, lo que necesita es aislarse y tratar de dejar la mente en blanco. El Coordinador piensa que la humanidad siempre ha tenido algo a mano que le ha servido de disculpa para no ponerse a pensar. La única diferencia que ve en el teléfono móvil, respecto a los chismes de otras épocas, es su procedencia. El teléfono móvil es un hijo natural de la época de abundancia como nunca antes la humanidad había vivido, a la que tienen acceso la mayor cantidad de seres humanos, igualmente, nunca antes vista. A lo que añadiría que, también por primera vez, gracias al teléfono móvil las palabras no son escritas para ser oídas, sino vistas. ¿Es eso lo que echa en falta la lectora M, imputándolo a un sentimiento de culpa que no acaba de entender? O dicho de otra manera, piensa el Coordinador que ha decidido de momento guardar silencio, ¿el teléfono móvil de la lectora M no tiene cobertura, por decirlo así, en la parte invisible e indeterminada de su existencia?