jueves, 17 de octubre de 2019

HIJOS AJENOS

El Coordinador esperó con impaciencia, durante los días siguientes, a que alguna de las madres lectoras asistentes a la reunión dijese algo respecto a lo que Jenny reflexiona en la página 120 del libro “el regreso del soldado.” La escena no era para menos, y después de comentarla con los lectores hijos sin hijos, que asistieron también a la reunión, el Coordinador llegó a la conclusión de que es la que representa el momento cumbre de la narración de Rebecca West. Siempre ha sido difícil para los hijos con hijos explicar esa doble condición en la que viven atrapados o emparedados; un bloqueo que, al entender del Coordinador, es más asfixiante en la actualidad que nunca. Ningún cronista o investigador social o psicológico o autor de éxito en el Ramos de la literatura de autoayuda se atreve a llamar enfermos a esos progenitores, tal y como Jenny tiene la tentación de calificar a Margaret después de escuchar sus palabras respecto a Olivier, el hijo de Chris, y de Dick, su propio hijo, muertos ambos a los dos años cuando, según las palabras de la propia Margaret, estaban llenos de vida. La vida de estos padre laicos o de ahora, como la de Margaret entonces aún creyente, al hablar de sus hijos no abandona jamas ese enfoque místico respecto al hecho de vivir y morir, y por tanto frente a la pérdida y el duelo correspondiente. Para ello no tiene empacho de mostrar, al primero que se cruza en su camino, la colección infinita de fotos que les hacen a sus hijos como un fondo de reserva alimenticio ante una catástrofe inminente, tal y como Margaret hace con la foto del hijo de Chris al apretarla contra su corazón como si estuviese tapando la herida que le ha producido el tener conocimiento de la existencia de ese niño. Quizá todo tenga que ver con el estatuto que la sociedad, a medida que su bienestar ha ido aumentando sin límites corrupción mediante, ha otorgando a la infancia como absolución de los pecados cometidos en ese itinerario de ambición y codicia, hasta llegar a esa condición de intocables de que hoy gozan todos los infantes occidentales, solo comparable, por oposición, con los niños de la India pertenecientes a esa casta con idéntico nombre. Lo cual confirma lo que la observación cuidada del Coordinador le desvela, a saber, que tanto la miseria como la abundancia extrema conducen a similares pozos de desamparado y desesperación, dentro de los cuales los niños son las primeras y principales víctimas. No tener nada ni esperanza de tenerlo nunca, o tenerlo todo ni a nadie a lado que no te diga nunca que no te lo mereces, produce de hecho el mismo tipo de seres infelices, aunque jamas lleguen a conocerse. Y es que, al fin y al cabo, cada cual es infeliz a su manera, un consuelo a todas luces insuficiente. La pregunta que se hace el Coordinador es, ¿a qué se enfrentan los personajes de la novela y a qué los lectores que abordan sus peripecias? Al sentimiento de pérdida y al duelo subsiguiente en el caso de los personajes hechos con palabras y a las condiciones de posibilidad que estos crean en la vida de los protagonistas, digamos, de carne y hueso, que no han tenido que haber vivido en carne propia, pero si han podido vivir la tragedia en un biografía ajena o sencillamente al escuchar la voz narradora de Jenny, y darse cuenta, entonces, de que que presenta esa pérdida y su duelo, al escuchar a Margaret, como una posibilidad de la existencia de sus vidas. Algo a lo que no estamos preparados o no lo estamos nunca del todo, y a lo que conviene hacerle frente aunque nunca nos haya ocurrido ni tengamos referencias cercanas de ello. Valga la justificación lectora de “el regreso del soldado” en particular y de la lectura en general, apunta el Coordinador, aunque nada más sea para desbanalizar la vida entre padres e hijos que se empeña en transitar solo surfeando el oleaje que se da en la superficie. El Coordinador, piensa de la mano de las enseñanzas de Jenny, que las personas sin hijos son quienes mejor disfrutan de los niños, porque para los hijos sin hijos son como restos de inmadurez que hemos dejado en la cuneta del camino o en algún rincón de nuestras casa infantil, volviendo así a disfrutar, como lo hacemos cuando vuelven a nacer las flores, la posibilidad de alentar nuestro corazón adulto, que se abre galante y bondadoso ante la posibilidad que el infante le ofrece, esto es importante, sin proponérselo. Mientras que para los padres con hijos, estos no dejan de ser nunca un girón de sus propia carne o una esquirla de sus propios huesos, que no deja de sangrar y de tener miedo desde el día que le dieron la vida dejándolos flotando en el mundo. Ya en la conversación a propósito del libro “el castillo arena”, el Coordinador sintió el silencio helador de las mismas madres, cuando puso en tela de juicio la incondicionalidad del amor que tenían hacia sus propios hijos. También se dio cuenta, de que ese silencio helador era el eco del mar igualmente helado que llevaban dentro. Y no hay libro, ni voz de protagónica alguno que consiga romperlo o, al menos, cuartearlo, como los primeros rayos de sol de primavera agrietan el grueso témpano invernal del lago. Y que habría que conformarse, lánguidamente, con ese gesto de Margaret taponando la herida con el retrato de Olivier, lo que traducido al día de hoy sería un gesto de indiferencia como si las madres aludidas nunca hubieran parido, haciendo ver así la impertinencia de la pregunta. Ya que lo que siente Margaret, tal y como manifiesta en la novela, en relación con los niños es asunto de otra época, dirían las lectora madres de hoy plenas de convencimiento, tal y como informa el libro: los años de la gran guerra o como se la conoce ahora, la Primera Guerra Mundial.