Se pregunta Owen Barfield en su libro “Sobre las apariencias”, en qué medida y cual es el alcance de los cambios habidos en la consciencia del ser humano desde que se produjo, digámoslo así, el primer giro lingüístico de la historia de la humanidad, a saber, el abandono del habla de la naturaleza a través de los seres humanos siendo sustituido en su lugar por el habla de los seres humanos acerca de la naturaleza, que las primera sociedades letradas llevaron a cabo en detrimento de la tradición recibida de las sociedades iletradas o preliterarias. Sospecha el Coordinador, de la mano de Barfield y al hilo de su propia experiencia, que el cambio de consciencia en los seres hablantes debió ser inapreciable en los comienzos y en los siglos posteriores del giro lingüístico mencionado, pero reconoce, sin ningún género de dudas, que ha sido en la época digital en la que estamos donde ha estallado con toda la violencia incubada en los largos años de resentimiento. ¿Cómo se explica, pregunta el Coordinador, que cuando más se puede hablar menos se diga o se cuente algo, llegando al punto de indecibilidad en el que nos encontramos, pues a base de poder hablarlo todo y de todo, nadie consigue contar algo que no sea exhibirse delante de la marca sobre la que se aúpa el hablante en cuestión, que ya ha dejado de encargarse de hablar de la naturaleza, de la que ya nadie habla y, por tanto, a todos los efectos ha dejado de existir sino es como marca o decorado de aquel, digamos, charlatán digital. El hablante digital resentido es la pieza más acabada después de todo ese largo proceso de separación del habla humana del hablar de la naturaleza, de la que se había hecho portavoz aquel remoto hombre primordial, pues su asombro al contemplarla así se lo exigía casi como un imperativo de supervivencia. Al cabo de tantos años, sin embargo, fue imponiéndose en el nuevo hablante humano un regusto amargo de resentimiento. En efecto, piensa el Coordinador, ese gesto de altivez vanguardista: ahora soy yo quien mando y quien hablo de la naturaleza, ignorándola llegado el caso, es el santo y seña de esa nueva escuela, en la que solo entraban los nuevos privilegiados. ¿Quien se puede atrever a querer ser más grande que el todo que lo envuelve, sino es uno que se cree que va dos pasos pasos por delante o por encima de ese todo? ¿Quien puede ser, sino, que un vanguardista, el que decide empezar a hablar con un lenguaje inventado sólo por el y a servicio exclusivo de semejante atrevimiento? Que no es otro que hablar él acerca y en nombre de la naturaleza toda, a donde pertenece y a quien se debe. Reconoce el Coordinador que la escuela del resentimiento que alfabetizó a los más, quedó oculta bajo los éxitos de la escuela creativa, la otra rama del aquel primer giro lingüístico mencionado, donde se alfabetizaron los menos. La afamada cultura occidental no es otra cosa que el culto a estas dos escuelas fruto de la misma escisión, aunque algunos autores, según apunta el Coordinador, también gustan llamarla traición. Han bastado poco más de cien años de alfabetización tecno industrial para que la venganza de la escuela de los resentidos, los más, se haya hecho ley impuesta sobre la escuela de los creativos, los menos, siendo ahora aquellos los que hablan acerca de la naturaleza o de lo que queda de ella. Las más conspicuas líneas de investigación, a las que tiene acceso el Coordinador, lo denuncian una y otra vez en sus informes. Por un lado, que la clase media emergente fruto de la aquella revolución tecnológica centenaria no sabe expresar lo que siente en su relación con el mundo, lo que hace sospechar al Coordinador que ello es debido, trágica paradoja, a que no saben qué lugar ocupan en un mundo que es el mismo del que esa clase media se encarga de hablar. Por otro, los vástagos de esa clase media son catalogados en esos informes periciales como la primera generación de autistas sociales. El aleteo con los brazos o la indignación ante cualquier imponderable son formas de expresión que también tienen los autistas biológicos neuronales. La diferencia estriba, dicen los expertos, en la plena consciencia de aquellos que los segundos no tienen. Y aquí debe residir, al entender del Coordinador, el cambio que se ha producido en la consciencia de los hablantes que muy antaño decidieron hablar ellos de la naturaleza al mismo tiempo que le daban la espalda para siempre, y que hoy cobra toda la fuerza expresiva en forma del resentimiento que les ha acompañado desde entonces.