La insistencia de los estoicos de que solo en nuestra intimidad somos verdaderamente libres, siempre y cuando no dejemos acercar a nadie ni a los fundamentos de semejante fortaleza, disparando incluso contra quienes lo intenten, ha acabado haciendo nido, después de siglos de incomprensión católica, en la sociedad de masas cuya ideología de que todo vale a condición de nada valga algo, ha sido la bendición tanto tiempo esperada por estos autistas modernos que se toman al pie de la letra las enseñanzas de Zenón de Citio, Marco Aurelio y compañía. Valga esto o a pesar de esto, dijo el Coordinador, en honor a la intuición de que la experiencia de la verdad es indiscutible e irrepetible alojada como está en la intimidad de cada ser humano. Aunque también se ha de decir, en honor a esa verdad, que esa intimidad por sí sola no es nada (y menos un tesoro sagrado, como defienden los autistas modernos) enclaustrada ahí dentro, si no va acompañada de la voluntad de salir fuera a explicarse. Pues como defienden los estoicos fundacionales la verdadera independencia de la intimidad solo puede ser auténtica cuando dependa de otro que escuche lo que le tiene que decir y además de escucharlo lo entienda. Y os digo esto, las palabras del Coordinador temblaron al salir de su boca de forma tan incontrolada que a él mismo le sorprendieron al descubrir el temor de su procedencia, no con ánimo de ofender a vuestra intimidad, sino para señalar un punto de salida en el camino conjunto que emprenden la intimidad de los lectores que deciden conversar sobre la experiencia de la lectura que han efectuado. El que no tengáis duda alguna sobre vuestro bienestar material, no quiere decir que las dudas del alma queden mecánicamente absorbidas por un efecto de ósmosis o metempsicosis. El lector K se sintió de repente incómodo en su asiento, que había ocupado con el desinterés propio de quien asiste a una reunión de propietarios a última hora de un día laboral. Luego, pensó el Coordinador, que no debía ser retórica ocupacional, por decirlo así, pues el lector K es dueño de una casa señorial cuyo abandono para asistir a la conversación con los otros lectores deber estar motivado por algo más que por una simple ocurrencia. Eso debió ser, al entender del Coordinador, lo que debió sentir el lector K cuando al oír sus palabras se removió con desasosiego sobre la silla. Todavía no había llegado con esa inquietud el momento de abandonar la reunión lectora, pero todo parecía indicar que no faltaba mucho para que llegara y el lector K de forma educada dijera que, contra su voluntad y sintiéndolo mucho, tenía que dejar la reunión de lectores y añadiría, como no podía ser de otra manera, que le estaba interesando mucho. El Coordinador se dio cuenta de inmediato, que la intimidad del lector K había sido asaltada por sus palabras sin su consentimiento. Fue entonces cuando percibió, con toda la claridad e intensidad que la escena se lo permitió, la dificultad que tenía la lectura en una sociedad compuesta mayoritariamente por propietarios, mejor dicho, de lectores con ese afán por atesorar propiedades. ¿Cómo y donde pueden convivir la grandeza de una casa como la del lector K, con la lectura que haya hecho del libro, pongamos, de “el regreso del soldado.”? ¿Qué explicación los une sin avergonzarse la casa de la novela? ¿Son un impedimento para la explicación de lo que un lector como K siente (no otra cosa es ese abandono de la intimidad a la búsqueda de su independencia en la dependencia del otro), las propiedades de los nuevos propietarios, que son también los nuevos lectores? Todo el mundo sabe que la obtención de la propiedad tiende a la autocomplacencia del propietario, mientras que la lectura a fondo tiende a la duda y a la extrañeza del lector. ¿Tenemos que aceptar, pensó el Coordinador, que la propiedad de los nuevos propietarios atenta contra la lectura de los nuevos lectores? ¿O lo que hay que aceptar es que la propiedad de los nuevos ricos es cómplice la de su nueva ignorancia? ¿O es que la jovialidad de la propiedad arrincona a la gravedad de las palabras? El caso es que el lector K lee porque no hay propietario que se confiese entre sus pares como un iletrado, pues eso malbarataría el brillo de su propiedad.