¿Por qué decidís torpedear la realidad heredada en lugar de problematizarla? ¿Por qué decidís banalizar la realidad escrita que tenéis entre las manos en lugar de preguntarle? Torpedear y banalizar, si os fijáis dijo el Coordinador, son dos caras de la misma actitud mental, digamos, esa por la estamos dispuestos a cometer los atentados simbólicos que sean necesarios con tal de no dar nuestro brazo a torcer, tal y como suele enfatizar una de las contertulias. O dicho de otra manera menos agresiva, torpedear y banalizar son la manera más eficaz de no tratar de alcanzar, ni siquiera aproximarse, al sentimiento de la compasión. Lo cual no pone trabas para que de su boca lectora surja la palabra solidaridad cuando sea conveniente o le pete a quien hable. Pues matar o deshumanizar o condenar a un ser humano o a un protagonista literario no es defender un pensamiento o una lectura, es matar o deshumanizar o condenar a un ser humano o a un protagonista literario. Al leer se producen un convocatoria de significados, musicalidades, afinidades, en fin, de perspectivas no previstas, extrañas por tanto, que de otra manera no las experimentaríamos, ampliando así nuestra relación con quienes habitan el mundo. Con esta prédica de tono sofista el Coordinador pretendió volver sobre la cita de Goethe, pues se daba cuenta que seguía rondando entre los lectores sin que ninguno de ellos se atreviera a dar el paso en busca de su desciframiento. Notaba que había tres obstáculos en la cita del escritor alemán a los que se oponían sin compasión la actitud mental de los lectores. Uno, abandonar la materialización de lo verdadero; dos, cernirse espiritualmente sobre el ambiente; tres, conseguir un acuerdo. Era evidente que aunque no todos mostraban su falta de compasión de la misma manera, todos albergaban en su interior la forma de la verdad como un grumo rocoso, unos, o como una calcificación ósea, otros, que no estaban dispuestos a abandonar disolviéndolo, como si fuera un azucarillo en un vaso de agua, en ese acoplamiento espiritual que sugiere Goethe. Lo cual no es óbice para que todos nieguen que atentan o muestren un desdén absoluto contra el tercer obstáculo, la consecución de un acuerdo. Igual que con la palabra solidaridad, todos los lectores son furibundamente pactistas. El resultado final fue, según la breve encuesta que hizo el Coordinador, que nadie cuestionaba la cita de Goethe. Es más, todos coinciden, como si fuera también un atributo que le es propio, en la lucidez que el escritor alemán muestra en la cita aludida. El Coordinador se dio cuenta, al fin y al cabo, que el obstáculo era realmente uno: el abandono de la materialización de lo verdadero. Era frecuente escuchar entre los contertulios lectores una afirmación que, con todas sus variantes, bien se podía simbolizar en la siguiente locución: el placer de la lectura es solo mío. Es decir, el placer ante el texto es un placer individual, entendiendo por individual asocial y entendiendo por asocial ni comunicable ni transmisible. Ante paradoja tan extraña el Coordinador pregunta a los contertulios, ¿por qué venís a un acto social como es este club de lectura, donde se supone venimos a compartir la lectura que cada cual haya hecho del libro que nos convoca? Si vuestra experiencia interior de la lectura, insiste el Coordinador, decís que es de cada uno y solo de cada uno, es decir, es asocial, ¿cómo se aviene esa asociabilidad con que aquella experiencia no inicie y desarrolle su itinerario en contacto con lo más asocial, sino con la parte más social, es decir, la más convencional o más representada de la propia experiencia, a saber, el relato que nos convoca hoy y por extensión la de cualquier relato? ¿Como congeniáis con estaba asimetría en la que, por un lado, queda el relato que nos convoca alrededor de la mesa y por otro, totalmente indiferente a esta convocatoria, lo que a cada lector le ha pasado con la lectura que ha efectuado. Justo esto ultimo, que es lo que incita a la comunicación del yo con los otros y lo otro, lo que tiene estructura de transitividad, es lo que incomunica y enclaustra, en fin, lo que precipita a ese yo hacia el fondo hermético de su individualidad interior. Impidiendo así que la verdad se desmaterialice y que la espiritualidad resultante se cierna sobre el ambiente en forma de acuerdo. Impidiendo, sin más remedio, que acontezca el sentimiento de la compasión entre los lectores.