Hacía tiempo que el Destinatario se había retirado de participar en las algaradas callejeras, de igual manera que de asistir a los conciertos de rock en su doble versión musical o filosófica. Le parecía que esa manía de ocupar, atentando contra el normal ir y venir de las personas, a todas horas las calles o las aulas, era de una época que ya no existía. Valga decir que el Destinatario había transitado por esa época de una forma discreta, aunque no exenta de momentos en los que logró atisbar la parte imaginable que, localizada en sus ámbitos exteriores, acompañaba a la infatigable práctica retórica de la liberación que desde que se levantaba hasta que se acostaba la llevó como una doble sombra, añadida a la de su cuerpo, durante todos esos años. También es verdad lo que le ha costado reconocer ese abandono en los años posteriores a aquella época, ya que no hacía nada más que confundir, insistentemente, aquella luminosa exterioridad con la sombra constante que proyectaba en cada uno de sus pasos la machacona retórica liberadora. Había días, incluso, que el Destinatario se los pasaba colgado en esas alturas, bajo los mismos efectos narcotizantes que si hubiera ingerido un psicotrópico de los que estaban de moda en aquel entonces. Sin embargo, se dejaba llevar a sabiendas de que tendría que volver arrastrándose hasta alcanzar la sombría normalidad de los días y las noches. Aunque a medida que pasaba el tiempo y la práctica de la retórica liberadora se acercaba a su forma final democrática - el destinatario reconoce ahora no sin sus buenas dosis de nostalgia según que días y que noches a que esos viajes hacia lo imaginable lo llevaban, y que la normalidad proyectaba en el exterior como una condición de posibilidad más allá de su grisura - se hicieron cada vez más infrecuentes porque también era más costoso el poder llevarlos a cabo. El mismo notaba que esa época gloriosa, digámoslo así porque nunca antes, tal y como reconoce el destinatario, la gloria divina estuvo tan cerca de la mortalidad humana, se alejaba definitivamente en el exterior como lo hacen esas sondas viajeras que se adentran en el espacio sideral emitiendo señales cada vez más inimaginables, hasta que un día se apagan para siempre. Lo que en su lugar iba apareciendo era una extraña mezcolanza de imágenes gobernadas todas ellas por la sospecha que emitían cada uno de sus movimientos. Así fue como el propio destinatario empezó a tener dificultad para moverse dentro de un espacio que ya no definía lo exteriormente imaginable, sino que empezó a cerrarse entorno suyo hasta que aquella sospecha se convirtió en la única atmósfera irrespirable. No habían pasado ni siete años desde que se produjo aquella huida espacial, que sirvió para que las nuevas fuerzas convocadas cambiaran el vacío exterior producido por el de un lugar más inmediato y pragmático, que anunciaban como la definitiva buena nueva y donde ellas pensaban ejercer todo el poder de su influencia, cuando decidió retirarse a lo que los griegos antiguos denominaban como el lago del Olvido, Leteo. Lo que vino a continuación, hasta hoy mismo, ha sido la imposibilidad de llevar acabo ese propósito. Pues lo que las nuevas fuerzas llamaron la buena nueva definitiva no fue otra cosa que una sucesión intermitente de lo que el Destinatario denomina algaradas. Ya sean verbales o callejeras, ya sean apoyadas en soportes de papel, en las ondas radiofónicas o en las imágenes digitales, las algaradas han ido acaparando el día a día de los humanos, convirtiéndose en el único campo de la realidad imaginable, fuera del cual, sería equivocado decir que solo existe la nada. La intuición del Destinatario prefiere llamarlo el silencio, pues según dice el saber antiguo es el amor del alma. ¿Es el alma, piensa el Destinatario desde su rincón del Olvido, la nueva condición de posibilidad imaginativa de la algarada? O dicho de otra manera, ¿es el alma quien saca a la arbitrariedad de la algarada de su bucle estruendoso, abriendo un nuevo horizonte de comunicación entre ésta y aquel? El Destinatario quiere creer que si, por eso le cuesta tanto olvidar lo que dejó atrás en aquella época, por eso cree que no se ha instalado del todo en las orillas del lago Lateo. No porque piense que tiene que volver, sino porque ahora entiende su verdadero significado, mejor dicho, el de sus existencia entonces allí dentro y el de ahora aquí fuera de la influencia de la algarada dominante. La estructura de la alagartada es la que elimina las diferentes estirpes de las imágenes que convoca en cada caso, todas parecen ir al unísono al grito bronco de la algarada. Y el alma sabe que eso no es así. Por eso el Destinatario espera a que toda esa ruidosa arbitrariedad se abra al silencio donde él se encuentra, entre aquella y el Olvido.