Después de muchos años moderando clubs de lectura y tertulias literarias varias, he de reconocer que ha crecido dentro de mí un "orgullo profesional" que ha acabado por traicionar el espíritu de esas citas literarias. Me explico. Por un lado he convocado a los lectores con el deseo de que se comporten como los tres grandes maestros occidentales, Sócrates, Platón y Aristóteles, nos vienen enseñando desde hace más de dos mil años. Que vengan pensados, preguntados, razonados, que se dejen la mochila del día a día en su casa. Pero, por otro lado, también quiero que vengan muchos lectores al club de lectura, que vengan todos, lo cual va en contra de lo que he dicho en primer lugar y de lo que nos sugieren aquellos maestros. Un moderador quiere hacer llegar a los más, lo que solo son capaces de entender y comprender los menos. Construir ese raro oximeron que se llamaría democracia aristocrática. Vano intento. Aunque haya que seguir insistiendo en que la educación o la paideia nos harán mejores ciudadanos, sé la falacia que esconde, dicho a secas, ese imperativo ilustrado.
Puede que la historia del pensamiento occidental más reciente empieza con un alemán que nos anuncia que Dios ha muerto; después un francés que es el Hombre el que ha muerto; un vienés dice que es el lenguaje el que ha muerto; otro alemán anuncia la muerte de la metafísica... en fin, ¿qué nos queda en Occidente? Nos queda el coche, y la bici, y el AVE, y las enfermedades y sus remedios, y las vacaciones, y el despido laboral, y que los hijos se casen, y el optimismo social, y el nihilismo total, y las ideologías irreconciliables, y las ideologías sin distinciones contrapuestas. También nos quedan la diversidad de pantallas para ver todo eso. En fin, nos queda la vida con su apabullante y constante misterio. Como siempre. Desde la caída del Imperio Romano hasta la hora siguiente a la caída de las bombas en Hirhosima. Desde Cristo hasta Mahoma pasando por Confucio. Y, sobre todo, lo que nos queda porque nunca se ha ido es la posibilidad de que las personas sigan pensando, es decir, imaginando la vida hasta que la muerte dicte que se acabaron las posibilidades. Lo que en términos del continente europeo quiere decir que Occidente tiene ante sí la inmensa tarea de volver a pensar, sin restricciones ni prejuicios, sin imperialismos ni colonizaciones, el diverso e inmenso patrimonio intelectual y cultural que nos ha hecho como somos. Desde Parmenides hasta Han. Desde Altamira hasta Picasso. Desde las carreras de cuádrigas hasta las de Fórmula 1. Incluyendo en esa apasionante conversación, como no podría ser de otra manera a estas alturas, a nihilistas, islamistas, cristianos, orientales, optimistas, pesimistas, negros, blancos, hombres, mujeres, etc.
Será en las pantallas y fuera de ellas. Será con moderadores mediáticos y con los de las catacumbas. El terror nuclear y la globalización económica e informativa, los nuevos Dioses que nos hemos inventado - uno demoníaco y otro dionisíaco, uno obscuro y otro luminoso, uno pasivo y otro dinámico, en justa condición de igualdad y como reflejo cabal de nuestra auténtica naturaleza - después de matar al omnipresente, único y unívoco Dios celestial que nunca hizo caso de nuestros ruegos y temores, harán que la Tierra siga girando hasta que el sol nos abandone. Serán, además, una mejor matriz para las aspiraciones irrenunciables ilustradas de Libertad, Justicia y Fraternidad, que lo que fueron con las matrices que las albergaron hasta ahora: la Nación, el Estado, el Imperio, la Clase, el Partido. En última instancia es lo que tiene pertenecer a una especie constituida por seres de razón y de palabra. Hay posibilidad de enmienda. Es decir, de imaginación. Por tanto, el suicidio colectivo total e irreversible es inimaginable. Alguien tiene que quedar para contarlo. O dicho de otra manera, en la vida la fuerza por contar es más poderosa que la de desaparecer. O como decía Baruch Spinoza en su Ética, demostrada según el método geométrico, "cada cosa se esfuerza en cuanto está en ella por perseverar en su ser".
Además de todo lo anterior, que está muy bien y es fácil enumerado, sin embargo nos queda lo peor. La soledad y la incomprensión que produce vivir entre los otros en la sociedad actual, llena de tipos normales, que le pasan cosas normales, que han ayudado a construir, mediante su estilo de vida, una inane normalidad con su manera de hablar por hablar, sin ton ni son y sin pena ni gloria. Una normalidad televisiva o pantallista que debido a su matriz banal, como nos enseñó Hannah Arendt, es por donde aquellos enseñan su pezuña totalitaria, siendo a la larga fuente de la mayor parte de la malignidad que hoy padecemos en las sociedades del bienestar. Pues lo cubre todo, mediante su obsesiva perseverancia y omnipresencia, con un espesa capa de aburrimiento, cansancio y desánimo que se ha convertido en la atmósfera que respiramos. Y es que Arendt también nos sugirió que el totalitarismo no siempre se nos iba a aparecer con bigotito o bigotazos y vestido con andrajos castrenses, sino que bien podía aparecer disfrazado de plañidera víctima propiciatoria gesticulando con modales de gacela. Y, ciertamente, hoy el verdugo ha mutado en víctima, hoy el totalitario no quiere dar miedo sino lástima, o todo lo más grima.
Este nuevo totalitarismo victimista está construyendo un desierto que no viene de Africa, sino de la infantilización de los mayores para burlar a la muerte y de quienes tienen que coger el relevo que, en justa correspondencia, no quieren ser adultos para eludir a la vida. Un desierto donde todos quieren mandar y tener la última palabra moral y estética sobre los asuntos comunes que no aparecen, pues nadie logra convocarlos, ocultos bajo sus arenas movedizas. Un desierto donde solo existe lo que se ve, nada, y solo se ve lo que se mide y se contabiliza, todo. Ningún ser humano vivo puede desplegar su existencia entre la nada (atributo propio de los muertos) y el todo (atributo propio de los dioses).