martes, 18 de octubre de 2016

BUENAS RECOMENDACIONES

Lo conmovedor de las reflexiones que ha hecho un amigo mío sobre la novela "La impaciencia del corazón", de Stefan Zweig (en el sentido de moverme a acompañarlo, de acompañar sus palabras con mis palabras; este debería ser, a mi entender, el toma y daca de toda conversación, en el que unas palabras llevan a otras, y de unas reflexiones surgen otras. Y no tanto atrincherarnos detrás de las etiquetas "yo estoy totalmente de acuerdo contigo", o "yo no pienso del todo así", o "yo no estoy en nada de acuerdo contigo", etc.) es comprobar cómo ha puesto en práctica la recomendación de las artes básicas antiguas y de siempre, a saber, hablar, leer, escribir, pensar, en fin, imaginar. Ellas nos dicen que el lenguaje es la puerta por la cual uno ingresa en el  mundo, y que uno no sabe exactamente lo que está pensando hasta que no lo expresa, y que cuando lo expresa no solamente ocurre que uno comprueba que lo está expresando, sino que hay otro que te escucha y otro que te tiene que entender. No me refiero a un pensar, un expresar, un escuchar y un entender tal y como se utilizan en las aulas de las escuelas, los institutos y la universidad, o en las empresas, o en las familias, o en las reuniones sociales, o en las diferentes terapias o teorías psicosociales, o en las variopintas tabernas. No me refiero a ese apego, o a esa forma de estar pegados a las palabras en el ámbito de esas instituciones. Sino a un pensar, expresar, escuchar y entender que nos haga mostrar la inclinación y nos despierte el interés con que deberíamos utilizar las palabras cuando hablamos, leemos, escribimos, pensamos e imaginamos fuera de aquellas instituciones. Que nos capacite para imaginar que ello es posible, porque entendemos que es necesario e inaplazable. Cuando estamos, por ejemplo, solos frente un relato. Que es lo mismo que estar solos frente a su mundo. Cuando escuchamos las palabras de Otro, que, al fin, no son las del sacrosanto e intocable YO, ese pequeño dios pegado a aquellas instituciones como lo está la uña a la carne. Un Yo Institucionalizado, por tanto, cuyas palabras valen y dan de sí lo mismo que las instituciones a las que pertenezca.