martes, 4 de octubre de 2016

EL CORAZÓN DELATOR, de Edgar Allan Poe

"El encuentro entre el racionalismo moderno y la otredad es el tema central de la literatura fantástica: en el mundo común y cotidiano, un fenómeno súbito y extraordinario pulveriza en pocos segundos el orden natural de las cosas. Esta súbita rasgadura de lo real es lo que se denomina irrupción de lo inadmisible. Así, la primera condición de lo fantástico es la duda del lector". (De la contraportada del libro de Jacobo Siruela, "El mundo bajo los párpados")

Lo primero que me saltó a la vista, después de leer el primer párrafo, o lo que es lo mismo, después de leer las primeras palabras de la creación de este cuento, es ese "Escuchen...y observen con cuanta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia", a lo que antecede toda una declaración sorprendente, digamos, de su estado anímico presente, bajo cuya influencia el narrador me va a contar su historia. Más que la duda, lo que tuve que mantener en pie al leer, en lucha sin cuartel contra la solidez y verticalidad granítica del racionalismo moderno, es la entereza tambaleante de la duda. Así me llamó la atención su insistente e indirecto llamamiento a mi cordura, para tratar de demostrar la suya con lo que me iba a contar a continuación. No teniendo hasta ese momento, como lector, ninguna  referencia espacial o temporal respecto a la ubicación del narrador, únicamente la decidida y urgente voluntad de contar, y de hacerlo como lo hacía, me pregunté a continuación, ¿de dónde nace esa firme voluntad? y ¿hacia a donde apunta?

Después de los consabidos titubeos, me fui convenciendo que esas preguntas iban a ser mis únicas acompañantes a lo largo de mi itinerario lector del relato. Es decir, que o trataba de responderlas, o que sino el cuento pasaría a mi lado, más bien yo cerca de él, sin pena ni gloria. También supe que todo intento de encuadrar la voz del narrador dentro de un campo narrativo reconocible, pongamos, como hemos visto en tantas películas, que lo que cuenta no es otra cosa que su última confesión hecha desde el corredor de la muerte, antes de ser ejecutado en la silla eléctrica o la horca, era una pérdida de tiempo. Si lo leía de esa manera, pensé, podría parecer que el narrador trataba de buscar mi complicidad a través de una compasión cobarde y sentimental - como dice uno de los personajes de la novela de Stefan Zweig, "la impaciencia del corazón", que he leído en paralelo al cuento de Poe para el último club de lectura de la biblioteca, y que "no es más que la impaciencia del corazón por librarse lo antes posible de la emoción molesta que causa la desgracia ajena, aquella compasión que no es compasión verdadera, sino una forma instintiva de ahuyentar la pena extraña del alma propia" - y de paso obtener mi perdón por sus pecados.

En el fondo de posibilidades se me apareció, también, la imagen del loco en estrecha alianza con la imagen del primitivo, que no sabe lo que está diciendo, sencillamente porque el lector no quiere escucharlo, pues al diagnosticarlo como loco primitivo quedaba exento de preguntarme porque no entendía lo que decía. Estaría ante ese tipo de personajes a los que la modernidad ha privado de tener algún tipo de vida interior, que pueda ser contable y medible por las instituciones modernas creadas para tal fin. Ese tipo de personas o personajes que quedan fuera de la Historia, como sentenció Hegel. Fuera de Ella solo puede haber bestias o tipos de vida incatalogables. Me di cuenta, por tanto, que con la locura y el primitivismo no iba a llegar muy lejos en mi itinerario lector, sencillamente porque son caminos que llevan siempre, en cuanto a experiencia lectora se trata, al mismo callejón sin salida. Es decir, a ver y escuchar, no lo que dice el narrador, sino lo que mejor se acople a las magnitudes de medición antes mencionadas. A ver y escuchar, no en el interior del texto, sino dando vueltas a su alrededor. También se ma pasó por la cabeza, para agotar el fondo de posibilidades, la lectura que se pude hacer del cuento de Poe en clave de reality show televisivo actual. Leído con ese desparpajo, o mala fe actual, que defiende a ultranza el que nada es verdad ni mentira, sino que todo es según el color con que se mira, "el corazón delator" anticipa esa atmósfera de confesionario público de las cuitas privadas. Incluso me deje llevar por la fantasía de cuánto cobraría hoy un tipo como ese narrador, por aparecer en televisión explicando los hechos tal y como el los cuenta.


Este recorrido por el fondo de posibilidades ha sido interesante e instructivo porque me ha ayudado a fijarme con más atención en la música y significado de las palabras. Es decir, a afinar la lectura hasta llegar a discernir qué tipo de yo es el que nos cuenta la historia. A preguntarme, a su vez, sobre las posibilidades que hay detrás de ese santón moderno, que es el Yo o el Ego, al que todo se le da y al que todo se le consiente. Un Yo que fue "inexistente" en las sociedades, digamos, primitivas o premodernas o teocráticas, donde nunca tuvo un reconociendo que lo vinculase a una acción visible, pero que adquirió un protagonismo divino, el Espíritu Absoluto de Hegel, en las sociedades democráticas. Un Yo moderno cuya esfera de acción estaba partida en dos: el Yo público y el Yo privado, pero que en las sociedades llamadas posmodernas se ha convertido casi totalmente en un Yo Único Transparente. Y la intimidad, el Yo íntimo, ¿donde ha quedado después de este largo proceso? No es baladí tratar de discernir la diferencia que hay entre el Yo Privado, transmutado en Yo Transparente, y el Yo íntimo, para poder entender que nos está contando el narrador de "el corazón delator". Si está haciendo publica su privacidad con fines pecuniarios, como hoy es tan habitual en los medios de comunicación. Un actor más. O, por el contrario, está hablando desde y de su intimidad como única posibilidad que tiene de sentirse a sí mismo. Un superviviente irrepetible. Y en el marco de la ficción narrativa, también, la mejor forma de comunicarse con el lector, que se siente así en su intimidad, compartiendo el conocimiento, alcanzado por efecto de esa comunicación, de lo que ambos son y sienten verdaderamente.