La novela de Lara Moreno se desarrolla dentro de un triángulo equilátero cuyos lados son las tres frases que me han acompañado en su lectura: "por si se va La Luz"; "el lugar donde las cosas no ocurrirán jamás"; "no hay ningún sitio a donde ir". Como la ética de Spinoza pareciera estar construida bajo los auspicios del imperativo geométrico. Sin embargo, no es inexacto imaginarlo así. Lo que si queda claro es que fuera de ahí, o sea en el mundo del lector que se sugiere con autopistas y coches y los de la organización, todas las palabras están ordenadas al servicio de la propaganda oficial, ya sea pública o privada. Esa que consigue que uno se levante cada mañana y, antes de zambullirse en el jaleo, se vea en la trastienda de la intimidad como un escarabajo, mientras que los demás, por puro cinismo egoísta, te siguen viendo y te saludan con total rutina e indiferencia. Y que a nadie se le ocurra romper ese guión, pues será visto entonces, no como un asqueroso insecto, sino como un peligroso delincuente.
Después de una lenta y costosa digestión puedo decir que el relato de la autora andaluza transita por estos oscuros y, al mismo tiempo, alentadores caminos. Digamos que sus partes, lentamente, empiezan a formar un todo roto, pero denso y estropajoso, que se adhiere con fuerza en mis entrañas. Es como esa bola que producen los escarabajos, que con enorme esfuerzo empujan y empujan hacia no se sabe dónde (me parece una imagen útil para ilustrar ese derecho que tenemos a luchar contra lo que es más grande y más fuerte que nosotros, la única lucha que vale la pena emprender, aunque siempre está abocada al fracaso, pues es una metáfora cabal de nuestros destino final), aguantando la desproporción manifiesta que hay entre el que empuja y lo empujado. Simplemente empuja y empuja. Hasta la muerte. "Por si se va La Luz" es una novela que va al encuentro con la muerte, la única certeza realmente existente. Sin dejar por ello de luchar por la vida. De esa decisión saldrá o brotará, tiempo después, toda su sabiduría, pues tiene vocación de acabar cuajando en la intimidad del lector, allí donde no es posible la mentira ni el autoengaño.
Siguiendo la técnica del collage, Lara Moreno ha construido un relato a base de ir uniendo partes reconocibles, pero separadas de su contexto narrativo habitual donde las reconocemos, introduciendo en cada parte elementos de distorsión, más o menos ostensibles, a base de asociaciones o metáforas o series imprevistas, fragmentos que son los que, a la larga y después de una costosa digestión en el estómago, en el alma y en el cerebro, va proporcionando coherencia y concordancia al conjunto, que los reclama sin que desaparezcan. Pero eso solo sucede, si el lector aguanta las embestidas de las palabras, y de las escenas, lo cual no es nada fácil. Es muy difícil vivir sintiéndote un escarabajo, pero lo es más saber poner el GPS en dirección hacia la muerte, como línea de fuerza que indica el camino hacia todo lo que vale conocer en la vida de uno que se siente íntimamente, alguna vez, como un escarabajo. Después de tal descubrimiento, este es el principal aprendizaje, pienso yo, de esa experiencia. Muy al contrario, en esos casos siempre buscamos con desesperación que nos salven, que no es lo mismo que lo que dice Spinoza cuando habla de nuestro instinto de perduración. Esa es la tragedia y la grandeza de toda vida humana. Pero la narradora es indulgente y, al final, nos deja la esperanza de una nueva vida en la barriga de Nadia, el personaje donde todos lo demás personajes se fijan, a los que da la luz y el que los sumerge en las sombras. Nadia, la que no en balde es el único personaje que confiesa ante el lector: "Yo necesito que me comprendan y sobre todo necesito que me hablen" (Pg 17). Nadia la urbanita, la que tenía miles de amigos en la ciudad, la que estaba conectada de forma virtual las veinticuatros horas del día, la artista conceptual, imaginativa y talentosa. Nadia la que renovará, al fin y al cabo, el ciclo de la vida y de la muerte, cuidando al moribundo Damián y teniendo un hijo con Martín. Nadia.
La pieza artística que entrega Nadia a Enrique, para que la cuelgue en el bar, bien podría ser la representación y el resumen de esto que digo. Y de paso de la novela.
Es decir, un cuadro de costumbres de caza - que se asemeja al simple argumento de la novela, las estampas de un pueblo medio abandonado, en plena fase de repoblación, al que acude una pareja de urbanistas a ejercer de neorurales - cuyo significado queda radicalmente alterado por la distorsión permanente de las formas de presentarlo, o rasgarlo, o añadiendo algún esqueleto, debido a la intervención de la artista Nadia sobre el hueco del lienzo. Lo que si me pareció difícil de digerir en el momento de la lectura es que estos nuevos significados, al intervenir sobre el significado convencional, retardan la aparición del sentido del relato. Por lo que acabé leyendo a tientas, como casi siempre. Es solo, como ya dije, cuando la acabé de leer, cuando empezó a bullir en mi conciencia algo parecido a un sentimiento - o lo que es lo mismo, empecé a sentir el sentido del relato - de acercamiento y complicidad con lo que había leído. A todo ello me ayudó el, para mí, momento culminante de la novela. Ese con el que empecé a darme cuenta, después de atravesar un proceloso "desierto narrativo", aguantando a la intemperie las embestidas de su frío y de su calor, que la novela estaba escrita desde algo parecido a la conciencia de la autora del artilugio (así denomina a la pieza artística de Nadia el nihilista y, por tanto, romántico Enrique, que lleva media vida ejerciendo de tal en el pueblo), y que lo ha titulado "el lugar donde las cosas no ocurrirán jamás" (pág 224 y 225). Este artilugio no necesita el sentido, dice Enrique, porque no es sobre el sentimiento de miedo, sino que el artilugio es La idea del miedo. Este artilugio, empecé a comprender al leerlo, es como el corazón desde donde "late" todo el libro. El que irradia la presencia del ser de su autora sobre todo lo demás, transformando, al igual que hizo con su pieza artística, las escenas más habituales en algo que dejan de serlo mediante el uso continuo de asociaciones, metáforas o series imprevistas o intempestivas, que no ofrecen continuidad, sino ruptura y una pregunta constante, ¿ahora qué? Discontinuidades y rupturas, cuyo realismo desconcertante no acaba de acoplarse bien o del todo, a mi entender, al reguero de heridas y esperanzas que va dejando abiertas. Para entendernos, las he sentido con frecuencia como tics almodovarianos.
Enrique habla así del artilugio, en ese momento que he calificado de culminante:
"Consta de una marco enorme y hueco, de madera, seguramente antes hubo una tela pintada con motivos de caza que ella arrancó. Del extremos superior, al centro, cuelga una cuerda fina hasta el extremo inferior, y en ella hay ensartado un esqueleto móvil que no puedo describir, con alambres oxidados las vértebras del artilugio forman huesos extraños, objetos llenos de locura: si uno mira detenidamente cada cosa, cada rama retorcida (espina dorsal o brazo), ese collage al aire (unas tijeras viejas, una probeta, el pequeño cráneo de un roedor), siente miedo o la idea del miedo; pero desde más lejos, observando el total, queda iluminado por la concha de una visita que es indudablemente el corazón del artilugio, y se embriaga de paz. En el borde del cuadro hay una palabra dibujada con pintura negra: kolymá. La he leído antes en alguna parte. Hasta que Nadia me trajo aquello no supe cuanto echaba de menos la abstracción. Eso es Nadia: lo abstracto. Por eso me atrae, por eso intercambio libros con ella, porque está alejada de la tierra y aquí todo es arena, hasta el sexo de Ivana por dentro es arena, arena mojada por la noche, pero arena polvorienta al amanecer. Nadia trajo de nuevo lo inservible a mi vida y yo solo supe servirle más ron, ofrecerle un cigarro y preguntarle donde creía que podíamos colocarlo."