jueves, 30 de junio de 2016

TODO LO SÓLIDO SE DESVANECE EN EL AIRE ...

... y todo está preñado de su contrario, así es la atmósfera de toda "Ciudad abierta". Sometida a riesgos y contingencias, a progresos, avances y retrocesos, a inmensos letargos, a colisión de cosas y asuntos, a grandes movimientos rítmicos y al eterno desequilibrio y dislocación  de todo ritmo, igual que una burbuja bulle en un recipiente con edificios, leyes, decretos y tradiciones históricas.

Dos tipos salen a recorrer sus calles y no acaban de darse cuenta de todo ello. Uno se llama Julius, vive y trabaja en Nueva York. Llevo un mes en su compañía. El otro es Guei, un joven de 16 años proveniente del campo, que ha llegado a Pekín en busca de trabajo. Lo conocí el otro dia en la película, cuyo título y autor encabezan este escrito. Julius es psiquiatra y trabaja en un hospital. Guei encuentra un empleo en una empresa de mensajería. Aquí le han proporcionado una bicicleta para realizar su trabajo, que será de su propiedad cuando la haya pagado a cuenta de su salario. Julius pasea bajo el palio de un sentimiento de perplejidad, que le adviene cuando se ha quedado fuera de la protección que le proporcionan los conocimientos de su profesión de psiquiatra. Guei pedalea ilusionado en su porvenir, llevando paquetes y cartas de un lugar a otro de la ciudad. Todavía bajo la influencia de su corta edad y su transparente inocencia campesina, incluso acepta compartir la bicicleta, que en un descuido se la han robado, y que un estudiante la ha comprado en un mercado de segunda mano. Julius solo confía en sus piernas. Guei en las suyas. El mundo que van descubriendo en su deambular les proporciona una nueva visión. A Julius acompañada de unas sombras hasta ahora desconocidas. A Guei de una luz deslumbrante, igualmente inédita par él. Tanto las sombras de uno como la luminosidad del otro, les impiden ver a los dos las colisiones de cosas y asuntos que se baten a diario en la ciudad abierta, y que se ciernen amenazantes sobre sus itinerarios. A Julius le dan una paliza unos jóvenes que pasan por su lado. A Guei le hacen lo propio, destrozando  ademas la bicicleta de su trabajo, que ya era de su propiedad. Julius razona. Guei mata a uno de su agresores con un golpe de ladrillo, porque le ha roto su bicicleta sin venir a cuento, por el solo placer de romperla.

Lo que Julius razona ya no proviene de la lógica de su razón interior, que es la de su profesion y a la que el está tan acostumbrado para tasar conductas como la que acaba de sufrir, sino que procede mas bien de la sinrazón de la paliza misma que le han dado de donde brotan las palabras que le oímos:
"Nos resulta práctico describir el tiempo como un material, desperdiciamos el tiempo, nos tomamos nuestro tiempo. Tirado allí, el tiempo se volvió material de una manera nueva extraña para mí: fragmentado, roto en jirones incoherentes, y a la vez extendiéndose como algo derramado, como una mancha. No tuve  miedo a morir. No se por qué estaba claro que no pretendían matarme. Había una calma en esa violencia y, aunque no habían esgrimido arma alguna ni dado explicaciones, supe que eran dueños de sí. Me estaban dando un paliza pero no severa, sin duda no tan severa como habría sido si hubieran estado enfadados.(...)
            Se fueron, el tiempo recobró la forma. Se habían llevado mi billetera y mi móvil. Me senté en la calle en silencio, perplejo, pensando que podría haber sido inevitable. Arriba se encendían las luces de los pisos y aún quedaba un resto de luz en el cielo. La noche estaba suspendida entre la luz del día y la luz eléctrica, el brillo de la luz de los interiores, que yo veía pero no podía alcanzar, parecía una promesa de la continuidad de la vida. La gente volvía del trabajo, preparaba la cena o terminaba los últimos flecos de las tareas del día. La gente: pero en la calle no había nadie, nada más que el viento seco entre los árboles. Sentado en la calle, miré una alcantarilla ahogada de ortigas. El intrincado tejido de hierbas esra sobrecogedor”.

La portentosa imagen final de Guei, materialmente soldado a su bicicleta destrozada, habla por si sola, mientras se aleja del lugar donde ha tenido que matar a su rival en la lucha por la posesión de aquella. Habla mejor y con más expresividad que las hipotéticas palabras de odio y desconsuelo que, fundiéndose unas junto a otras en el fuego de su fuero interno, únicamente le sirven para quedar pegado a su bicicleta para siempre.

Julius y Guei descubren en sus propios huesos apaleados, y el lector-espectador a su lado, que los hombres corrientes en la ciudad abierta somos capaces de cualquier perversidad. Julius, el adulto, se aparta así de la imposición de su lenguaje y su mirada - que seguro le explicarían de donde procede la maldad, a la que imputar lo peor que en la ciudad nos pasa - para preguntar a la imposición misma. Decide, entonces, atenerse a la experiencia imprevisible que le acaba de suceder. Mientras que Guei, el joven, que solo quería trabajar en su primer empleo, el campesino ingenuo, se tendrá que enfrentar, mas pronto que tarde, al terrible descubrimiento de que el infierno es el mismo