El significado y el sabor de las palabras en el hablar por hablar cotidiano ya están dados, solo hay que elegir el menú diario. Y a veces ni eso. El significado y el sabor de las palabras de un cuento o una novela, no están dados, hay que descubrirlos y hacerse merecedor de ellos, ganárselos, mediante el esfuerzo y la atención lectora. Si no es así, el lector puede deambular perdido por el texto durante mucho tiempo, lo cual es fuente de todo su malestar, pero que acepta como algo con lo que ha de convivir durante su itinerario lector. Pero también puede dejarse llevar, sin despeinarse, por el mas cómodo y conformista “a ver que pasa”. Este “a ver que pasa” puede querer significar desde una expectación sincera pero estática, hasta el más habitual cuando acabará este latazo. Entre medias, toda la gama de posibilidades que le pueden venir a la cabeza a quien ha decidido quedarse fuera del texto, es decir, mirar la faena escritora desde las gradas, en lugar de lanzarse desde la primera página al albero.
En este segundo caso, cuando el lector se encuentra con, por poner la escena clave del cuento de O’Connor, la filósofa culta y el vendedor de biblias juntos en el pajar se congratula consigo mismo diciendo, vaya por fin puedo decir algo en público. Y lo que nos dice pienso que tiene que ver con otro texto leído, o con otras lecturas. No puede ser de otra manera ya que hasta entonces ha estado a la espera, mirando el texto desde las gradas. A ver que pasa. Quiero decir con esto, que esa expresión no es fruto de la experiencia lectora que ha tenido, o está teniendo, con el texto de O’Connor, sino de otras lecturas hechas en otros momentos y en otras convocatorias, y con otros acompañantes en la lectura, y que la comodidad de estar en las gradas le facilita su evocación e invocación.
No ha visto algo que, sin embargo, si puede llegar a ver el lector del primer caso como consecuencia de su lectura atenta y paciente, y también por tolerar el malestar de no saber donde se encuentra en ese campo de acción narrativo que nos ofrece el narrador. Visión que se puede expresar como que no importa cual sea el grado de falsedad o falsificación social que uno arrastre consigo en su vida pública o privada, en su intimidad se encuentra a sí mismo y atesora la verdad última y definitiva de su ser. Eso es lo que descubren juntos la filósofa y el de las biblias, y el lector atento a su lado. Es el beneficio de tanto esfuerzo y paciencia. Y eso les acontece a los protagonistas en un pajar (pero podía haber sido igualmente en un altar, en una manifestación, en una oficina, en un bar, etc.). Acontece, repito, en la intimidad, tanto de la filósofa como del vendedor de biblias y del lector, ya irremediablemente fundidos por la experiencia lectora. Otra cosa es como se cubre, como se maquilla luego esa experiencia cuando unos y otros nos incorporamos a la batalla diaria. Ahí, cada uno es libre de engañarse según la demanda del momento.
Permítanme, por último, una nueva metáfora biológica u orgánica, siempre útiles para aprender. Todo el mundo sabe, unas mas que otros, que la decisión de parir una criatura de carne y hueso comporta la aceptación (sobre todo por parte de la madre) de un retorcimiento del cuerpo y del alma como nunca antes se había imaginado, sobre todo si es la primera vez. Dicho de otra manera, no se puede tomar semejante decisión sin despeinarse, aunque esa sea la forma con la que demasiadas veces se aparece en público. Igualmente, tomar la decisión de parir una criatura literaria (que alguien la escriba para que alguien la lea, solo en esta comunión la criatura es parida literariamente) no se puede hacer sin aceptar un retorcimiento del lenguaje habitual, y por consiguiente un retorcimiento de nuestra manera de evocarlo y saborearlo. Eso que se llama, desde Aristóteles, estilización de lenguaje o creación de un lenguaje poético.