Me voy convenciendo que el narrador Julius es uno de esos expertos que ocupan hoy todos los despachos de las ciudades abiertas. Que siempre andan metidos en proyectos y en programas para arreglar los males del mundo. O para empeorar lo que en él hay de bueno y está bien hecho. Pero que ni los unos ni los otros alcanzan a percibir cual es el latido de la ciudad donde trabajan. Que pueden trabajar pared con pared o donde el techo de los de abajo es el suelo de los de arriba. Tanto es así, por ejemplo, que desde alguno de esos guangos están pergeñando un programa de regeneración lectora, ahora que las encuestas dicen que los adultos de estos pagos son los peores lectores del continente europeo. Ya ven.
Estaba siguiendo a Julius, decía, en el momento en que muestra su asombro frente a la maratón de Nueva York:
“Yo no lo sabía. Me desconcertó ver frente a las torres de cristal la plaza redonda desbordada de gente, una multitud enorme, expectante, que se apretaba cerca de la meta de la carretera. Desde la plaza, bordeando la calle, la muchedumbre también se prolongaba hacia el este. Mas cerca del oeste había una carpa donde dos hombres afinaban sus guitarras, llamando y respondiendo cada uno a las plateadas notas del instrumento amplificado del otro. (...) Para escapar del bullicio, que al parecer iba en aumento, decidí entrar en el centro comercial. Aparte de los locales de Hugo Boos y Armani, en la segunda planta había una librería. Tal vez allí dentro, pensé, pudiera encontrar cierto silencio y tomar una taza de café antes de volver a casa. Pero en la entrada se agolpaba parte de la multitud que había rebasado la calle y los cordones impedían entrar en la torre.
Cambié de idea y resolví visitar entonces a un viejo profesor mío que vivía en un apartamento de Central Park South, a menos de diez minutos a pie. A sus ochenta y nueve años era la persona mas anciana que conocía. (...) Algo que debió ver en mí le hizo pensar que confiarme su selecto tema de estudio (literatura inglesa temprana) no sería un desperdicio. En ese sentido yo fui un fiasco, pero, puesto que él tenía buen corazón, me invitó, aun después de que yo no lograse una nota decente en sus seminario de literatura inglesa anterior a Shakespeare, a reunirnos varias veces en su despacho”.
Inducido, tal vez, por el vagabundeo de Julius, mientras él se acercaba a la casa del profesor Saito, yo me acerqué a un libro que había ojeado hace unos días, “Sueños árticos” de Barry López, también de Nueva York, y posible conocido de Julius. Me fui hacia él porque, observando como le afecta a Julius su deambular, me acordé de uno de sus capítulos, para mi memorable, titulado "Hielo y luz", cuando reflexiona sobre la historia de las expediciones, comparando esas ambiciones ancestrales y su enfrentamiento con una realidad precisa con la filosofía que mantiene nuestro tiempo actual. El centro del mundo bullicioso y desnortado, y su periferia septentrional helada, cobraron una rara proximidad y entendimiento en mi alma. En ese capítulo, López dice de modo bastante lúcido lo siguiente:
"La visión convencional actual considera que el hombre europeo ha avanzado a pasos de gigante desde la época de las catedrales. Ha aterrizado en la Luna. Ha conseguido curar la viruela. Ha logrado controlar la energía del átomo. Pero también podría proponerse la perspectiva contraria, a saber, que en un lapso de nueve siglos lo único que ha conseguido el hombre europeo es una mayor complejidad en la manipulación de los materiales, una más asombrosa exhibición de su capacidad de comprender los principios físicos de la materia. Que nos quedamos deslumbrados ante meros estilos de expresión. Que no vivimos una época mística, sino un tiempo de expertos destacados, de ejecutores. Que la construcción de las catedrales fue el último avance visionario del hombre europeo, antes de recluirse otra vez en los confines del intelecto.
Entre las ciencias actuales, sólo la física cuántica parece haber recuperado una relación equitativa con las metáforas, esos instrumentos básicos de la imaginación. Las demás ciencias se hallan ligadas, a veces, al análisis racional, o se muestran tan recelosas de la metáfora, que interpretan y denuncian el antropomorfismo como una forma de cáncer intelectual, en vez de emplearlo como instrumento comparativo en sus investigaciones, aplicando la que tal vez sea la única forma de operar al alcance de nuestra mente, ese paralelismo que en último término denominamos narrativa".