miércoles, 29 de junio de 2016

SOBRE LA INOCENCIA VOLUNTARIA

Lo que caracteriza a un lector que, mediante lo que hace con sus lecturas o su mirada, pretende aprender a parecer inocente, es darle pábulo a su íntima pero poderosa afición, que no es otra que recuperar lo que se fue para siempre y nunca más volverá. Me refiero al paraíso perdido de la infancia, donde la relación que tuvimos con las palabras y, por ende, con el mundo creemos que tan feliz nos hizo. Se debió parecer mucho, es a lo que más podemos aspirar al tratar de “acercarnos” a aquel paraíso, a lo que le sucede a alguien que ha roto definitivamente “toda atadura” con la realidad que le rodea. Ese que convencionalmente conocemos, para entendernos, como un loco. Joan Manuel Serrat ha sido quien mejor lo ha fijado de una forma tan contundente como poética, al llamar a los niños locos bajitos. Si os fijáis - ahora más, si cabe, que está todo manga por hombro - la ciudad abierta está llena de estos pintorescos seres, cada vez más desquiciados y con menos estatura en todo.

Esa esperanza, que es ciega e inútil, se aguanta en el ámbito de la lectura o del audiovisual - a pesar de que la experiencia del paso de los años certifica sin paliativos, por si quedaba alguna duda, que la infancia no volverá - debido a la fe absoluta que ponen la mayoría de los lectores al usar las palabras propias del mundo adulto, en torcer el brazo al destino, haciendo que aquellos años nos parezca que han regresado. Manteniendo esa ilusión contra el viento y la marea a que nos someten, sin piedad, las palabras de los diferentes narradores que nos visitan. El psiquiatra Julius, el último de ellos.

¿Qué leen, por ejemplo, Scout Finch o Holden Caulfield? Es decir, ¿cómo miran y escuchan ese mundo que tanto nos atrae hasta el punto de desear fervientemente aprender a parecer como ellos? Una niña (Matar a un ruiseñor) y un adolescente (El guardián entre en centeno). Dejando aparte todas la teorías de pedagogos y demás ejecutores, honestamente y como lector adulto he de reconocer que no lo sé y, además, sé que no puedo saberlo. Lo que hacen Harper Lee y J. D. Salinger es un brillante ejercicio de imaginación, que es la única herramienta que tenemos para acceder al pasado y al futuro. En términos literales, o de tiempo histórico, sé que el mundo de la infancia y de la adolescencia, ya lo dijimos el día de su lectura, son mundos clausurados, acabados para siempre. Sólo nos queda el mundo en el que vivimos, el mundo adulto. Desde aquí podemos imaginar ese tiempo pasado, pero no creer que lo podemos habitar, sustituyendo a aquel para ahorrarnos las groserías y destemplanzas con que casi siempre nos trata.

Imaginar no es sustituir. Es importante que nos fijemos en este matiz. Imaginar implica una acción, ha de servir para algo, y en alguna dirección. Ha de ser perseverante en la obtención de un sentido para encontrarse con alguien, a quien comunicar lo imaginado. Sustituir es pasivo, significa sentar nuestros reales ahí (frente al libro o la pantalla), apropiarse de ello y quedarse quieto, vigilando para que nadie te eche de tan cómoda conquista. Por eso es tan difícil que al lector adulto - que en el fondo de su alma, día sí día también, quiere volver a ser como un loco bajito - hacerlo comprender que “leer un texto no es una tarea simple. Requiere competencia. Requiere atención, memoria, concentración, capacidad de relación y asociación, visión espacial, cierto dominio léxico y sintáctico de la lengua, conocimiento de los códigos narrativos, paciencia, imaginación, pensamiento lógico, capacidad para formular hipótesis y construir expectativas, tiempo y trabajo. Un texto es un construcción que hay que deconstruir y reconstruir, y eso exige esfuerzo, aunque ello no signifique que esté exento de placer. Leer nos es resolver un crucigrama pero sí es encontrar un sentido. El sentido no es el famoso mensaje del que tanto se habla o, mejor dicho, no es un mensaje que se desprenda de él, sino el mensaje que es. El sentido del texto no es algo que se sobreañada al texto, es, repito, el texto mismo. El texto es la parte invariable de la lectura, su pilar, y el espacio común de todas las lecturas, y el que éstas sean variables y distintas no procede de ninguna cualidad inmanente sino de los diversos factores que se cruzan y entrecruzan durante el proceso de lectura.” (La cena de los notables, de Constantino Bértolo). Hacerlo comprender, en fin, que leer es la actividad más genuina de las personas adultas, y que se parece mucho a la lucha por la vida. La única actividad que cada día hacemos y, en el fondo, la única que podemos hacer. Ya sabéis, solos o acompañados, sobre un papel o sobre la pantalla. O, en definitiva, como lo hace la mayoría, leyendo y escribiendo sobre su conciencia. Pero sin decírselo a nadie.

Julius se podría haber lanzado a pasear por las calles de Nueva York, sino como Holden Cauldfield, si como cualquier periodista o ejecutor, de esos que se creen a pies juntillas su profesión, es decir, de esos que dicen sus palabras como desean oírlas aquellos lectores que quieren aprender a parecer inocentes en la ciudad abierta. Por eso las observaciones cambiantes y desconcertantes de sus paseos nos pueden decepcionar o, sencillamente, no levantarnos ningún tipo de interés. Tal vez porque nos hablan desde la perplejidad que le produce a Julius el descubrimiento de que ya no puede seguir pareciendo inocente, amparado como hasta ese momento por los preceptos y obligaciones de su profesión de psiquiatra. Pérdida que no quiere decir nada más, y nada menos, que de repente el mundo se da la vuelta y nos mira, y nos interpela, y nos hace responsables de estar ahí entre los otros. Y entonces descubrimos lo que el profesor Saito le dice a Julius en el que será su último encuentro, antes de morirse: “La realidad, Julius, es que estamos solos aquí fuera. Puede que sea eso que los profesionales llamáis fantasía suicida, y espero no alarmarte, pero a veces pinto mentalmente un cuadro detallando cómo me gustaría que fuese mi final. Me imagino despidiéndome de Clara y de otras personas que quiero, y después en una casa vacía, tal vez una mansión campesina grande y laberíntica, cerca de las marismas donde crecí: imagino que lleno una bañera, en el piso de arriba, de agua caliente, y pienso en una música, Crescent tal vez, o Ascension, que suena en toda la casa, colma los espacios que no ha ocupado mi soledad y llega hasta la bañera donde estoy, de modo que, cuando resbalo a través de la frontera sin retorno, me acompañan las armonías modales que oigo a los lejos.”