Cuando he leído al narrador de 'Ciudad abierta' decir, “la verdad, es muy extraño – se me ocurre ahora, como se me ocurrió entonces – que podamos comprender las palabras sin decirlas. Para Agustín, el peso y la vida interior de las frases se experimentaba mejor en voz alta, pero desde entonces nuestra idea de la lectura ha cambiado mucho”, me vinieron a la cabeza los tiempos en que iba en el metro en los años ochenta. Me fijaba entonces, entre otras cosas, en los que iban leyendo, que todavía no eran muchos. Aunque invariablemente no faltaba el albañil con las manos llenas de cemento, sujetando una novela de Lafuente Estefanía que lo tenía literalmente absorto. Ahora ha aumentado considerablemente el número y la variedad de lectores, y de anuncios que promocionan el hábito de la lectura. Luego intentaba hacer todo lo posible para averiguar que estaba leyendo, a riesgo de que me acusara de entrometido. Para acabar preguntándole que le parecía lo que estaba leyendo. Bueno, a esto último no me atreví jamás. Por prudencia. O por timidez. No sé, nunca he sabido distinguir la una de la otra. El caso es que deseaba fervientemente escucharlo hablar en voz alta, sacándolo de su ensimismamiento.
Seguramente, como dice el narrador, desde Agustín de Hipona la idea de la lectura haya cambiado mucho. La imprenta mediante. Pero sigue inalterable, creo yo, la idea de que el peso de la vida interior de las frases cristaliza mejor, no tanto en voz alta, eso que hoy entendido de forma literal se ha convertido en el ruido espantoso de la palabrería que padecemos, como en el ámbito de lo que puede ser común. Leer en voz alta, romper el silencio y la soledad que envuelve a lo que uno está leyendo ayuda, como no. Pero escuchárselo decir a otro con una voz, digamos normal, pero ordenada y respetuosa, con el ánimo de compartir una lectura común, ayuda definitivamente. Descubrir la voz del otro, en esos términos, fija la propia en la lectura y, lo más importante, en el mundo. Cumpliéndose así, en este ámbito de la lectura lleno de dudas e indecisiones, el único precepto o idea que es trasladable y válido para la vida, y que está avalado, ahora sí, por la certidumbre: que el otro puede que tenga razón.