martes, 21 de junio de 2016

LO QUE TIENE QUE DESAPRENDER UN EXPERTO

Hace ya muchos años tuve un día un enfrentamiento con un experto - entendido no tanto como alguien vinculado a una profesión concreta como a una actitud, desafiante me atrevería a decir, en el trato habitual con la vida, en una sociedad donde todo el mundo tiene acceso a la información y asegurado por ley el derecho de opinión - que me abrió los ojos para siempre sobre este asunto de la relación de los expertos con la literatura, y con la acción creativa en general. Valga decir que la cosa ha ido a peor desde entonces.

Estábamos discutiendo sobre la lectura de "Cumbres borrascosas", de Emily Brönte. Básicamente el experto en cuestión estuvo empeñado en recluir el relato de Brönte, abigarrado, telúrico, místico, en el ámbito de su lenguaje de experto, y cocinarlo allí dentro hasta convertirlo en una especia de ecuación de segundo grado social con inclusión aleatoria de alguna que otra derivada psicológica. Quería convertir todo aquel mundo ambiguo e irresoluble, sólo sensible por si mismo, en un problema físico-matemático. Y darle la solución definitiva, faltaría más. Utilizo la locución problema físico-matemático no de forma literal, sino con un significado más bien imaginario, para tratar de expresar esa línea de pensamiento hoy dominante que consiste en cuantificar la realidad, en reducir cualquier descripción del mundo a descripción física-matemática y considerar cualquier otra posibilidad de descripción del mundo como subjetiva, inapropiada para el análisis e incluso carente de información adecuada de la realidad. Aquel hombre quería traducir a conceptos mensurables todo lo que hay de poesía en la obra de Brönte, eliminando la ambigüedad a costa de un menosprecio esencial de la sugerencia. Quería sacrificar la fuerza de los sentimientos y del poderoso sentido allí mostrados, a costa de apropiarse de ellos con su entendimiento de experto. Yo se de que va esto, dijo en el momento de máxima tensión del debate. Y usted, se dirigió a mi señalándome con el dedo índice, no es nadie para refutarme. Después de unos breves segundos de silencio, previos a la explosión definitiva, le contesté: del mundo de Brönte usted no sabe nada. No lo digo yo, que efectivamente no soy nadie, se lo dicen los narradores de “Cumbres borrascosas”. Lo que si le digo yo es que usted como experto no piensa, redacta. Lo cual no tiene porque ser inevitable. Luego se acercó, y con los ojos fuera de las órbitas y a punto de que se le reventaran las venas de las sienes, me llamo mal educado. Le dije que mal educado no, nunca soy  mal educado hablando sobre literatura. En todo caso nada complaciente con su pretensión de adueñarse de un mundo como el de Emily Brönte, que usted solo entiende como si estuviera tasando cualquier habitat humano. De adueñarse de él simplemente porque esta ahí, porque lo puede hacer y lo hace. Porque usted se cree que lo sabe todo. Se levantó y se marchó. Nunca mas volví a verlo.

Lo cuento ahora como algo cómico, pero les puedo asegurar que bregar con aquel experto en una tertulia literaria fue de las experiencias mas agrias que he tenido. Tipo duro y espabilado aquel individuo. Aunque lo que le dije entonces continua vigente: del mundo de Brönte, del lenguaje poético en general, ustedes los expertos no saben nada. Ya que ciertamente lo que sabe un experto, haciendo uso de su lenguaje de experto, "no le sirve de nada" cuando se enfrenta a la lectura literaria.

Como decía en la anterior entrada todos somos expertos en algo, esas habilidades mínimas que nos sirven para mantenernos vivos en un ambiente casi siempre hostil. Podemos convenir, decía también, que mi lenguaje de experto sirve para ganarme la vida y el de la literatura, el lenguaje poético, sirve para ganarme mi vida. Desaprender ese lenguaje con que nos ganamos la vida es lo que mas nos cuesta. Lo que mas escuece a la vanidad del experto, cuando se enfrenta al lenguaje poético. Pero para aprender a leer poéticamente, es un requisito inevitable: desaprender todo lo que hemos aprendido con ese lenguaje de expertos, "hasta llegar a ser como un niño". 

Vuelvo a dejar aquí, para tratar de explicar esta descomunal paradoja, la anécdota que un día me contaron. Vaya por delante que me costó lo suyo digerirla. Dice así: "Eramos entonces una matrimonio joven. Mi mujer un día se mató en un accidente de coche. Teníamos un hijo de tres años. Y este niño, después del accidente, después de perder a su madre, se dedicó a atar cosas. Al principio cogía cuerdas o cordones de los zapatos y con ellos ataba, por ejemplo, un bolígrafo y la lámpara. Después empezó a coger cuerdas más largas y empezó a atar el bolígrafo y la lámpara, con la pata de la mesa. Después la pata de la mesa con el televisor, etc. Así empezó a llenar la casa de un montón de cosas atadas entre sí. Para él se convirtió en una obsesión: vivía en una casa donde todo estaba atado y bien atado. Al principio no hice nada porque pensé que aquello era una reacción a algo que ignoraba. Hasta que descubrí que el niño ataba las cosas para no perderlas: había perdido algo muy importante para él, había decidido atar todas las cosas para que no se marcharan".

¿Qué hace Julius? Como ese niño "ir atando" lo que descubre en sus paseos para que no se marche, para no perderlo. Por ejemplo, cuando se encuentra con el joven liberiano o con el que le limpia inopinadamente los zapatos. Cuando habla de sus pacientes del hospital. Cuando habla de su madre y su padre. Cuando va a visitar a su abuela, etc. Podemos intuir lo que como experto sabe. Sabemos que podría hacer un informe, o siete. Emitir un diagnóstico sobre lo que observa. Pero no hace nada de lo que se espera de un experto en psiquiatría, especializado en los problemas afectivos de personas adultas. No escribe, para entendernos, como lo hace Luis Rojas Marcos (jefe del departamento de salud mental de la ciudad de Nueva York) en su libros divulgativos. El lenguaje que leemos es contenido, distante, nacido de la perplejidad y de la prudencia, de la humildad, al reconocer lo poco que le vale su lenguaje de psiquiatra para dar cuenta de lo que está descubriendo, de lo que esta sintiendo en sus paseos. Es como si, de repente, hubiera perdido ese lenguaje de experto y anduviera a tientas, esbozando los fragmentos que encuentra. Por eso camina muy atento, fijándose en todo, sin dar nada por conocido del todo, como si fuera su primer paseo por la ciudad. Ni por asomo con sus palabras se le ocurre insinuar: yo se de que va esto. Al contrario que el lector de la anécdota que os he contado al principio. Sencillamente, Julius siente la necesidad de mirar de otra manera, porque lo inaudito ha irrumpido en una realidad que él creía conocer de sobra. Y lo ha desconcertado. Necesita, en consecuencia, hacer un uso distinto del lenguaje, de su palabras. Otorgarles un nuevo sentido ¿Alcanzan y atraviesan la conciencia o el alma del lector estas preocupaciones de Julius? ¿Por qué y de qué manera? Esa será la medida de lo que de si su lectura.