El título de la primera parte de "Ciudad abierta", que lo he cogido para dárselo a esta entrada, es lo primero que leemos. Es lo suficientemente elocuente, al tiempo que misterioso, como para encogernos el alma. Veamos. A parte de las palabras de ese título, que también son del narrador, éste se nos presenta de una forma, digamos, campechana, cercana, en plan colega, vamos, se presenta como uno de los nuestros: "Y así, cuando el otoño pasado empecé a dar largos paseos vespertinos, Morning Heights me pareció un lugar cómodo desde donde internarme en la ciudad". Sin embargo, ya al final de ese primer párrafo, comienza a dejar ver los primeros signos de "extrañeza". Dice así: "De este modo, al comienzo del último año de mi beca de psiquiatría, Nueva York fue tramándose en mi vida a ritmo de caminata". Sale así al paso de uno de los tópicos que más fortuna han hecho entre los ciudadanos modernos, también lectores de esta novela: que ocio y negocio son dos conductas que van cada una, aparentemente, por su lado. Que cuando acaba una empieza la otra, y viceversa. Vamos, que pasear es un acto para relajarse, para olvidarse temporalmente del trabajo, y todo eso y todo lo demás. Por si había duda de que lo que nos va a contar es como se formó esa trama entre vida y paseo, dando como resultado otra cosa que no es ni la una ni el otro, ahí quedan la primeras palabras del segundo párrafo: "No mucho antes de que empezaran los vagabundeos, yo había caído en el hábito de observar desde mi apartamento a las aves migratorias, y ahora me pregunto si no había un vínculo entre ambas costumbres. Las tardes que volvía del hospital con tiempo, solía mirar por la ventana, como quien busca augurios, esperando ver el milagro de la migración natural".
Por tanto, con un puñado de palabras el narrador nos ha dicho cual es su ocio (caminar), cual es su negocio (hospital), cual es su propósito (trenzar el ocio con el negocio, teniendo en cuenta, al fin, sus presentimientos). Y una frase perturbadora que acompañará desde el principio a todo ese empeño de buscar algo nuevo: la muerte es una perfección del ojo. Dos o tres páginas más adelante, remata la faena de presentación como narrador de una forma eminente. "Las caminatas satisfacían una necesidad: eran un desahogo de la estrecha regulación del medio mental del trabajo y, no bien descubrí su calidad terapeútica, se volvieron cosa normal y olvidé cómo había sido la vida antes de empezar a andar. El trabajo era un régimen de perfección y competencia, ninguna de las cuales permitía improvisaciones ni toleraba errores (¡¡atención de nuevo al título de esta entrada!!). Por interesante que fuese mi proyecto de investigación - llevaba a cabo un estudio clínico de trastornos afectivos en personas mayores -, el grado de detalle que demandaba era de una complejidad que excedía todo lo que había hecho hasta entonces. De modo que las calles constituían una bienvenida réplica a las horas de trabajo. Ninguna decisión - donde doblar a la izquierda, cuánto quedarse absorto frente a un edificio abandonado, ver el sol poniéndose en Nueva Jersey o bajar por la penumbra del East Side mirando hacia Queens - tenía consecuencias, y por eso mismo cada una era un recordatorio de libertad".
La pregunta es inevitable, ¿qué ha descubierto el narrador en sus caminatas para qué este ultimo párrafo, o la frase "las calles constituían una bienvenida réplica a las horas de trabajo", se oponga drásticamente al propósito anunciado al principio: "Nueva York fue tramándose en mi vida a ritmo de caminata" o "Las tardes que volvía del hospital con tiempo, solía mirar por la ventana, como quien busca augurios, esperando ver el milagro se la migración natural". Réplica o ninguna decisión frente a trenzado o augurios. Qué lejos todo eso de la complejidad campanuda de su trabajo en el hospital como nunca antes la había tenido. Ocio y negocio, ganarse su vida y ganarse la vida, comienzan a ser parte de lo mismo, cuando el narrador recuerda, es decir, cuando el narrador imagina. Ese otro cúmulo de sensaciones y sentimientos que nos invita a descubrir a su lado, mientras leemos. ¡Y todo ello en cinco páginas escasas!
Los lectores y paseantes más literalistas no se abrumen tratando de descifrar el sentido simbólico que atraviesa y ordena, desde mi punto de vista, todo el relato. Lo leo así y así lo escribo. Sencillamente disfruten del paseo acompañando a Julius. Y a ver que pasa. Seguir la regla del mejor vagabundeo: no busquen, gocen con lo que encuentren. Los pecios poéticos que llevamos dentro pueden surgir, cuando menos nos lo esperemos, a la vuelta de la calle 57 o en Central Park, o en cualquier anden de metro. Escuchando a Mahler o el jazz. Al fin y al cabo, estamos leyendo y paseando por una ciudad abierta.